Obra de Milt Kobayasi |
La ira es el sentimiento
que experimentamos cuando algo o alguien interfiere de una manera
injusta en la consecución de nuestros deseos. También nos enojamos al considerar
que nos han ofendido, que nuestra dignidad ha sido arañada con observaciones
lacerantes, o con el concurso de acciones que nos han infligido un daño
inmerecido. En todos los presupuestos de la irascibilidad figura la injusticia
como desencadenante. Este punto es medular para entender bien esta emoción
básica metamorfoseada en sentimiento disuasorio y corrector. Cuando en los cursos y talleres que
imparto explico la irrupción de discrepancias y fricciones en la interacción
humana, no olvido pormenorizar meticulosamente si los interlocutores catalogan esa irrupción
como justa o injusta, porque será ese juicio de valor el que despliegue en nuestro entramado afectivo unos u
otros sentimientos. Si lo que oblitera nuestros intereses lo consideramos
justo, presumiblemente nos entristeceremos. Si además esos intereses son capitales para mantener equilibrada nuestra instalación en el mundo,
con toda seguridad nos amedrentaremos. Si la obstrucción es
inmerecida, nos enfadaremos. La injusticia es el manantial del que brota
la ira.
Existe un extenso arco semántico de la ira dependiendo de su énfasis, su regularidad, su
propósito. No es lo mismo la ira, el enfado, el fastidio, el enojo, la rabia, la
cólera, la bilis, el desagrado, el cabreo, el odio, el resentimiento, la indignación, la
iracundia, la furia, el arrebato, la irritación, la molestia. La frondosidad conceptual testimonia la diversificación de detalles que alberga esta experiencia
tan radicalmente humana. El papel utilitario de la ira como desencadenante y
artefacto de contraataque en determinadas eventualidades es muy válido, pero es nefasto para
todo lo demás. Este hecho hace que frecuentemente se la repruebe en bloque. La ira como emoción visceral propende a la punición del daño entrañando daño en nuestro
infractor. Enojados somos muy poco razonables y tendemos a sortear los modos respetuosos
que sostienen la convivencia. En el ensayo La razón
también tiene sentimientos explico que la impulsividad de la ira «suele execrar el
cálculo clínico de pros y contras, decretar el exilio de la inteligencia,
eliminar el trato considerado. Puede incluso flirtear con la agresividad». Varios años después de publicar estas
palabras apenas tengo nada que objetar, pero sí encuentro algo que puntualizar.
Hay un momento
en que la ira transfigurada en indignación se convierte en herramienta política
muy útil para el ensamblaje social. La indignación es el sentimiento que surge
ante la contemplación de la injusticia, tanto si la sufrimos en nuestra biografía como si la sufren los demás en la suya. Su funcionalidad sentimental reside en la generación y suministro
de energía suplementaria para llevar a cabo la rectificación y futura prevención de ese hecho releído como injusto. Lo realmente destacado es que esta corrección sobrepasa el lenguaje primario del yo. En el libro La ira y el perdón, Martha Nussbaum
trae a colación a Josep Butler, que en una definición que perfectamente
podría valer para la indignación, nos recuerda que «la ira expresa nuestra solidaridad ante las faltas cometidas contra otros seres humanos». La indignación nace de un momento iracundo (un instante
patrocinado por el fulgoroso deseo de aplicar daño retributivo), pero apresuradamente se aleja de él
para, en vez de desear dañar al que comete una injusticia, enfocarse en mejorar
al perpetrador y al ecosistema social en el que se ha cometido la falta. Martha Nussbaum nombra esta domesticación del uso de la irascilibidad con el nombre de «ira de transición».
En
sus auscultaciones sobre la ira común, la
filósofa estadounidense constata su uso como indicador de que algo está
mal, como
energía propulsora, como elemento disuasorio que inspira miedo y evita
que otros conculquen los derechos que nos amparan. Sin embargo, la ira
de
transición supera estas funciones y asciende a metas más elevadas y
meliorativas. Transitamos de la utilización tosca y emocional de la ira a la utilización inteligente y largoplacista. La racionalidad se aprovecha de la fuerza centrífuga de la ira, pero modifica por completo lo primario de sus objetivos. La indignación necesaria con la que titulo este artículo rehúsa la venganza y apela a la esperanza de construir futuros
mejores entre los implicados. Su mirada no es retrospectiva sino prospectiva. Es la indignación con la que el anciano Stéphane Hessel exhortaba a la juventud hace una década en su célebre opúsculo ¡Indignaos! Frente a
la preocupación egocéntrica que origina estallidos de iracundia
y neglige la restauración, la indignación necesaria busca la construcción de equidad como prerrequisito para el bienestar colectivo. Gracias a la compasión podemos realizar este increíble nomadismo del yo al nosotros y nosotras. La compasión no es
solo que el dolor que contemplo en el otro me duela a mí, sino que ese dolor, si tiene un origen social, me insta a intentar paliarlo yendo a las causas políticas que lo
originaron. La desacreditada compasión se revela como precursora de la indignación social.