Los seres humanos somos una hibridación de naturaleza y cultura, una aleación indisoluble de biología y biografía. Nietzsche argüía que la cultura es nuestra naturaleza segunda. La cultura es la respuesta de la inventiva humana a las limitaciones que nos impone la naturaleza. Comparado con muchos animales, el ser humano es un ser muy restringido. Es débil, no vuela, ni es rápido, no tiene garras, ni mandíbulas potentes, su cuerpo es frágil y muy vulnerable al frío. Sin embargo, su prodigiosa inteligencia creadora ha contrarrestado tanta poquedad. Antonio Damasio sostiene que el cerebro permitió la formidable aventura de hacernos humanos al crear cultura, y esa cultura fue sofisticando la propia naturaleza del cerebro, que a su vez fue atestando de recursos tangibles e intangibles al ser humano. En su fantástico ensayo Como el aire que respiramos, Antonio Monegal eleva la cultura al papel de elemento constituyente del ser que somos. Su radio de operatividad es tan ubicuo que no hay mundo fuera de la cultura.
A pesar de nuestra marcada condición de seres culturales y por tanto de seres técnicos, no podemos escindirnos de nuestra condición biológica. Basta un pequeño rayo de sol, un día de lluvia, el cambio de tonalidad del horizonte, o que el viento aúlle entre las ramas de los árboles, para que nuestra persona varíe su estado de ánimo, unas emociones usurpen el lugar protagónico a otras, el entramado afectivo se reconfigure al ser afectado en algún punto inconcreto de su orografía. Nuestra constitución biológica nos ha aprovisionado de emociones, dispositivos predispuestos a alertarnos de las demandas de nuestro alrededor para responderlas de la manera más optima. Como elementos biológicos, las emociones son subsidiarias de los cambios que se operan en la naturaleza. Cuento todo esto porque desde nuestra condición de seres emocionales las estaciones del año ocupan un lugar céntrico en nuestra agenda sentimental. En mi periplo universitario tuve un profesor que cuando nos proponía analizar la obra de un autor nos aconsejaba investigar antes el clima en el que se desenvolvía la vida de ese autor, y en qué época del año había alumbrado sus creaciones. Este profesor sostenía que los trabajos inmateriales estaban mediados por factores naturales.
En estos días de primavera los campos se vuelven
exultantes y rebosantes de vida, todo reverdece y parece estallar como si la naturaleza quisiera desatarse de las costuras invernales. Hay un harto llamativo parentesco entre esta estación y la alegría, el sentimiento que preside
nuestras evaluaciones cuando nos encontramos en una situación que favorece
nuestros intereses. El dicho popular atestigua que la primavera la sangre altera, pero lo que realmente trastoca es el ánimo brindándole fuerza propulsora. El huésped que habita en las palpitaciones de nuestras sienes se siente más dichoso, minimiza el grosor de las dificultades, rechaza muchas de las tribulaciones que en cualquier otra época del año se autoconceden el derecho de admisión. Los días de primavera se engalanan de una luminosidad todavía soportable a diferencia de la que se ceñirá sobre nosotros en el estío, y esa luz nos surte de arrestos para encarar los siempre acechantes contratiempos. Somos perceptores de la luz que protagoniza el estacionamiento primaveral en contraposición a la temprana oscuridad con la que el invierno se granjea nuestra antipatía. La luz eleva el ánimo hasta un cénit en el que tropezamos con la ilusión de autoafirmamos plenos soberanos de nuestra agencia.
En primavera la naturaleza renace, que es lo que nos enseña la alegría cada vez que se asoma para que festejemos la dicha de estar vivos. Hay como una reforestación del alma, como sugiere Battiato en la preciosa tonada Despertar en primavera. A nuestro cuerpo le ocurre igual. Nuestra cara y nuestra mirada refulgen, los ojos se abren, los pómulos se ensalzan, se estira la curva carnosa de los labios. Cuando sonreímos tendemos una alfombra roja para que los demás pasen hasta nuestra persona sabiéndose bienvenidos. Hace poco le leí a Josep Maria Esquirol que la sonrisa endulza el aire que respiramos, que es lo que hace la primavera en sus días de esplendor soleado para que olfateemos su advenimiento. La alegría es proferir un sí a la celebración de la vida, igual que los campos parecen gritar afirmativamente su plenitud al llenarse de colorido y vitalidad. La apacibilidad de las tardes primaverales recuerda a las palabras balsámicas que amortiguan el dolor, a la tranquilidad que soñamos como reducto en el que pausarnos y abastecernos de sensatez y distanciamiento, a la paz más que suficiente que supone ser aceptados y queridos por las personas que guardan un valor especial para nuestra persona. Ojalá aprendamos de la naturaleza y sepamos armonizar con ella todo lo que hemos creado. Es la única posibilidad de convertir la experiencia de vivir en el acontecimiento de vivir bien.