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martes, noviembre 19, 2024

La conducta cívica se atrofia si no se practica

Obra de Nigel Cox

La temporada pasada publiqué en este mismo espacio un artículo titulado Adiós a la hipocresía. En el segundo de sus párrafos escribí que «uno de los indicadores más notorios de la barbarización del mundo consiste en que los valores éticos se van apartando de la conversación pública en favor de valores inescrupulosos que se festejan con orgullosa autocomplaciencia». En ese momento no disponía de suficiente imaginación verbal para conceptualizar esta tendencia que sin embargo observaba cada vez más asentada en el ecosistema social. Por este motivo ha sido muy reconfortante comprobar cómo el dibujante y escritor Mauro Entrialgo ha logrado dar con el concepto exacto de esta forma de conducta calificándola con el brillante nombre de malismo. Entrialgo ha escrito un ensayo titulado con este hallazgo lingüístico en el que comparte la definición exacta del término: «El malismo consiste en la ostentación pública de acciones o deseos tradicionalmente reprobables con la finalidad de conseguir un beneficio social, electoral o comercial». La zafiedad, la grosería, el lucimiento de la conducta poco elegante, la bajeza moral, los discursos de odio en los que se trama el mal para el prójimo, se premian cuando quien se conduce así en vez de ser descalificada como persona maleducada es elevada a referente social, o se le aplaude encendidamente con el fin de cimentar su reputación. El malismo cotiza al alza en el parqué social.

La exhibición altiva de la propia vileza acarrea beneficios de genealogía social. Mauro Entrialgo pone muchos ejemplos en las páginas de su ensayo. Señala como arquetipo de esta conducta a Donald Trump, al que, desde su condición de epítome modélico de la antiejemplaridad, le salen epígonos por todo el orbe terrestre. Una muestra de su malismo sucedió cuando en pleno periodo electoral el ya elegido presidente del país más poderoso del planeta Tierra alardeó de que podría disparar a alguien en la Quinta Avenida y no perdería ni un solo voto. El comportamiento desdeñoso con los demás recluta adeptos y el entorno es progresivamente más receptivo para quien presume de irrespetuosidad y de un obrar degradante y embrutecedor. Los malistas  no encuentran reparo en esgrimir mentiras para acreditar ideas, en retorcer los datos para confirmar creencias, en jugar con las cifras para refrendar propuestas xenófobas y aporofóbicas. Quienes los secundan les regalan vítores en los que la zafiedad se relee con no tener pelos en la lengua, la desconsideración y lo descortés se pretexta como una forma de zafarse del yugo esclavizante de lo políticamente correcto. Se justifica con preocupante liviandad el comentario maleducado apelando a la libertad de expresión, el delito de odio indicando el derecho a opinar, la barbaridad lexicalizada apuntando al atrevimiento a decir las verdades. Estas tergiversaciones tan cotidianas demuestran con dolorosa transparencia cómo la banalización del lenguaje acarrea la banalización de la vida. 

Si el respeto se sintetiza en el cuidado con el que debemos tratar la dignidad de la que es acreedora toda persona, el malismo se vanagloria de irrespetarla, caricaturizarla o anticipar que a muchas personas se las tratará como si no la tuvieran. Aunque se enmascare de múltiples formas y se empalabre de diferentes maneras, la dignidad humana de la que las personas nos hemos hecho titulares para no hacernos daño y aspirar a vivir vidas buenas es el gran enemigo a batir de quienes enarbolan el malismo. En la batalla léxica el malismo está saliendo victorioso al lograr que la otrora plausible palabra buenismo albergue ahora connotaciones peyorativas anexadas a la estulticia o la ingenuidad. La persona que propugna horizontes más amables y bondadosos pierde credibilidad y es descalificada como estólida e inocente. En cambio, la persona que aboga por la insolidaridad y el dinero como único mediador de la experiencia humana es bendecida como sensata, precavida y conocedora de los engranajes que mueven el mundo. Existe una máxima que advierte que la conducta cívica se atrofia si no se practica. Otro peligro mayúsculo que precipita su oxidación consiste en jalear la conducta acivilizatoria. A todas las personas nos atañe interrumpir esta peligrosa degradación del medio ambiente social.


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martes, junio 04, 2024

Adiós a la hipocresía

Obra de John Wentz

El lenguaje popular nos informa de que la hipocresía es el tributo que el vicio le rinde a la virtud. La persona que se guía hipócritamente promociona unos valores que luego sin embargo no pone en práctica. Hipócrita es por tanto quien imposta afecto a una manera de entender el mundo y a través de diferentes ardides orales alardea de ser quien en realidad no es. Según el diccionario de la Real Academia, «la hipocresía es el fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan». Hay desavenencia entre lo que se privilegia en los argumentos y lo que después acaba cuajando en las acciones. Se conocen las palabras que se estiman en la conversación pública y se elogian en aras de ampliar la cotización en el parqué social, o se autocensuran aquellas otras en las que se cree firmemente a sabiendas de que no son populares y defenderlas en cualquier ágora acarrearía perjuicios en la reputación. La hipocresía sería en síntesis el acto en el que una persona se comporta de forma opuesta a los valores nobles postulados por ella misma.

Algunos autores conceptualizan esta estratagema no como hipocresía, sino como buenismo. En su ensayo La banalidad del bien, Jorge Freire define buenismo como «disimular por medio del lenguaje melifluo y moralista las propias intenciones». Tanto la hipocresía como el buenismo nos indican que la ética vive entronizada en los discursos, pero destronada de los actos. La ética se suplanta por cosmética lingüística. La astucia del neolenguaje y la parafernalia conceptual de los valores encubren la conducta cuestionable a la que se aspira. Este empleo hipócrita, buenista o maquiavélico de los valores hace que seamos duchos en enumerarlos y señalarlos, pero no en practicarlos. Cansado de esta constatación, David Cerdá propone que «hay que hablar más de comportamientos y menos de valores». Conocemos y aplaudimos valores que sabemos humanizan y proporcionan mejores soluciones a la convivencia, pero luego nos inclinamos por aquellos comportamientos que los subvierten porque procuran ventajas privadas a costa de dañar los bienes públicos. Hablo en presente, pero quizá debería hacerlo en pasado.

En Las palabras rotas, Luis García Montero nos recuerda que «necesitamos sacar las palabras y su tiempo del cubo de la basura del descrédito para que nuestros actos respondan a ellas y de ellas». Acaso sea ya tarde para esta labor. Uno de los indicadores más notorios de la barbarización del mundo consiste en que los valores éticos se van apartando de la conversación pública en favor de valores inescrupulosos que se festejan con orgullosa autocomplaciencia. Las palabras que embellecen el comportamiento cuando se cumplen han dado paso a otras que lo deslucen y lo estropean. Muchos representantes del poder formal democrático ya no consideran ningún desdoro hacer un uso público de la palabra para atentar contra los Derechos Humanos. Ya no necesitan guarecerse en el disimulo que procuraba la hipocresía. Son malos tiempos hasta para la retórica acendrada y pulcra que la impostura requería para su despliegue. Que en el vocabulario político se utilizara panegírica y frecuentemente la palabra dignidad, aunque luego se la minusvalorara en las decisiones, era un escenario más tranquilizador que este otro en el que no se tiene pudor en desdeñarla o ningunearla. 

En uno de los capítulos del ensayo Dignidad, y tras explicar su genealogía y su funcionalidad, Javier Gomá define la dignidad como lo que estorba. Y especifica: «Estorba a la comisión de iniquidades y vilezas, por supuesto». Su elevación a derecho (la dignidad es el derecho a  tener derechos, concretamente los Derechos Humanos) tuvo como precautorio fin el que nadie pudiera convertir la vida ajena en un festín de la propia. Hasta hace unos años resultaba inverosímil que alguien con responsabilidades en la esfera pública pusiera en entredicho valores vertebrales para la convivencia y la dignidad humanas. La vergüenza o el rubor aconsejaban el silencio o la impostura, el vicio seguía rindiendo tributo a la virtud. La hipocresía alababa esta dignidad, aunque quienes la elogiaban estuvieran persuadidos de que estorbaba y ocluía la consecución de sus verdaderos intereses. El avance degenerativo es que ahora abiertamente se señala su condición de estorbo, pero no como freno para la crueldad y la violencia, sino como impedimento para satisfacer intereses abyectos casi siempre asociados a la rentabilidad económica y la expansión de poder. La paulatina desaparición de la hipocresía no es una buena noticia como se podía prever. Es la constatación de un retroceso preocupante. 

 

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martes, marzo 21, 2023

Una mirada poética para ver lo que los ojos no ven

Obra de Jeffrey T. Larson

Hoy se inaugura la primavera y a la vez se festeja el Día de la Poesía. Es un acierto hacer coincidir ambos días, porque la primavera es un biológico estallido de vida y vigor cromático, que es exactamente lo que logra culturalmente la poesía al reverdecer las múltiples formas de mirar y entender el mundo. Existe mucha tergiversación con la etiqueta nominal de poesía. Tendemos a reducirla a mero género literario, lo que supone escamotearle su genuina naturaleza. El escritor francés Jules Renard se quejaba en uno de sus aforismos de leer versos y versos y versos y sin embargo no hallar en ellos ni una sola línea de poesía. También puede ocurrir al contrario, que haya muchísima poesía allí donde no hay ni un solo verso ni el más mínimo vestigio de algún poema. La poesía no consiste en escribir unos versos elegíacos que balsamicen el dolor, o cartografíen un alma ulcerada, en desgranar palabras y más palabras a través de una sintaxis tan acrobática como vetada al lenguaje coloquial. La poesía radica en abastecerse de una actitud creadora, mirar la existencia como el lugar en el que se da cita la posibilidad, y hacer de ese espacio y ese tiempo algo tan apetecible que enerve comprobar que solo disponemos de una vida para disfrutarlos. La palabra poesía tiene su genética léxica en la palabra griega poiesis. Significa crear, componer, adoptar, fabricar. El poeta puede trocar creativamente la realidad, pero la gran proeza es que también puede transformarse a sí mismo. Ortega y Gasset recalcó que «la vida humana consiste siempre en un quehacer, en una tarea para construir la propia vida». Vivir es un acto constructivamente poético y cada persona es un poeta o poetisa con capacidad de crear belleza al mirar de un modo singular que determine un actuar también singularizado. 

Cada persona es autora de sus propósitos, pero coautora de sus resultados porque en ellos inciden los propósitos de los demás, y a esos demás les ocurre lo mismo con los propósitos del resto de las personas con quienes constituyen comunidad. La mirada poética lo sabe y ve y entiende que cualquier existencia es una existencia al unísono con otras existencias. El mundo no es solo un lugar físico, es ante todo un entramado semántico, y por eso la mirada poética está en disposición de ejecutar el malabarismo de ver lo que los ojos no ven. La mirada poética es capaz de brindar sentido allí donde se posa. Ve belleza porque parte del presupuesto de la vulnerabilidad y la finitud consustanciales a toda persona. Recuerdo que Vicente Verdú escribió un aforismo en el que decía que la gente que se queja de que no le pasa nada no sabe de cuánto mal se libra. Verdú escribió esta sentencia meses antes de morir de cáncer. El cineasta Manuel Summers contaba que cuando le detectaron una enfermedad terminal veía la misma belleza en un atardecer que en un huevo frito. La mirada poética es una mirada que nace de reasignar prioridades y valores al mundo de la vida. Cuando una persona se sabe y se siente obsolescente, frágil e infinitesimal, en cualquier lugar en el que asiente su mirada comprobará que se está celebrando la belleza. Basta con tomar vívida conciencia de la caducidad de existir para comprender que es una suerte poder abrazar un nuevo amanecer con su séquito de posibilidades.

A mis alumnas y alumnos les repito con terca insistencia que son personas extraordinarias, y lo son porque son únicas, incanjeables, singularidades maravillosas, exactamente igual que el resto de todas las personas que habitan el planeta Tierra. Ocurre lo mismo con cada día, con cada momento, con cada situación que la mirada poética está en disposición de elevar a hito celebratorio. El asombro es la fuerza gravitatoria que nos enlaza con la belleza de estar vivos. El conocimiento que no nos hace asombrarnos es un conocimiento paupérrimo y estéril. Resulta inspirador ver y sentir que hemos inventado el lenguaje, la técnica, la tecnología, las matemáticas, los sentimientos, la deliberación, el diálogo, las religiones, la ética, el derecho, la medicina, el arte, las humanidades, la música, los valores, la dignidad, para que ineluctablemente comparezca el asombro sobre aquello de lo que unos seres finitos y tremendamente vulnerables somos capaces de crear para sobrevivir primero y vivir vidas significativas después. No quiero caer en una lectura angelical de las cosas. Sé que existe el odio, los sentimientos de clausura al otro, la vulnerabilidad económica, la asfixiante precariedad, la pobreza que yugula los horizontes de vida, la violencia siempre dispuesta a contravenir la voluntad ajena, pero mirar poéticamente el mundo es una manera de preservar la alegría interior sin la cual la vida queda desvalijada de sentido. Aunque la poesía se suele vincular con la tristeza y el abatimiento, la mirada poética es la mirada que nos prende a la alegría de estar vivos, al enigma de tener una existencia que, al igual que le ocurre al resto de animales sintientes, siempre propende a conquistar una situación agradable y a sortear la desagradable. Hoy es un buen día para verlo, entenderlo y sentirlo. Que la poesía acceda a nuestras retinas.

 
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martes, junio 28, 2022

La trascendencia horizontal o el respeto a la dignidad humana

Obra de Anita Klein

En la novela Los hermanos Karamázov, Dostoievski pone en boca de uno de sus atribulados protagonistas que «si Dios no existe, todo está permitido». El autor de la lapidaria sentencia presuponía que la ausencia de un dios legislador y punitivo con poder condenatorio o absolutorio conllevaría el desorden de los comportamientos y la disolución de los límites. El politeísmo se convirtió en monoteísmo cuando se complejizaron las sociedades. La multiplicidad de deidades se compendió en la creencia de un solo ente supremo. El fin perseguido era monopolizar su voz y la unificación de pautas de comportamiento y criterios relacionales en asentamientos cada vez más poblados y con una red de interdependencias que crecía en densidad y alambicamiento. La presencia de un solo dios uniformizaba normas para vertebrar esa convivencia intrincada y laberíntica. De este modo esas normas llegadas del cielo se podían erigir en código civil sin encontrar la oposición de otros dioses y por tanto de otros creyentes con posicionamientos discordantes. Admitir una entidad sobrenatural con capacidad de administrar premios y puniciones conllevaba la creación de una conciencia que contemplaba al otro como un igual con el que se contraían obligaciones comportamentales, responsabilidades sobre las decisiones personales que al hacerse acciones u omisiones impactaban en la vida de los demás, y por tanto las investían de sentido y valor. La existencia apócrifa o real de un dios monoteísta lograba una proeza ocular que pulsaba una palanca meliorativa en los miembros de las nuevas megasociedades: cada persona se veía desde los ojos de una entidad ubicada fuera de la suya, pero que era la misma para todas las demás. 

Simplemente creer que alguien nos miraba desde su condición ubicua y omnisciente bombeaba incertidumbre en nuestro corazón y nos convertía en sujetos éticos porque nos interpelaba a decidir qué sentir en nuestro entramado afectivo y qué priorizar y qué relegar en nuestra forma de conducirnos en el espacio compartido. Sin embargo, en las religiones de la era axial (900-200 a.C.) lo que importaba no era lo que uno creía, sino cómo se comportaba. En La gran transformación, la historiadora de las religiones Karen Armstrong nos explica que «los sabios de la era axial ponían la moralidad en el centro de la vida espiritual», y que «el primer catalizador del cambio religioso normalmente era un rechazo de principio a la agresividad». La auténtica fuente de moralidad era el comportamiento con los semejantes. Un comportamiento que para no ser penalizado debía desestimar la agresión en favor de otras formas menos brutas de armonizar la discrepancia. De la secularización de las divinizadas normas de comportamiento surgió la ética, la capacidad deliberativa de un individuo de elegir cómo comportarse. La ética es una disciplina filosófica que reflexiona sobre lo moral, pero también es una práctica destinada a forjar un carácter cuyo objetivo es la gobernabilidad de los deseos más díscolos que ponen en crisis proyectos de larga duración y la instauración de valores colectivos cívicos. 

Comportarse de un modo cívico no está necesariamente asociado a creer en entidades ultraterrenales, o a ahormar la conducta a un credo, o a la sumisión de dogmas, sino a dilucidar qué comportamiento de entre los que forman parte de nuestro repertorio es el más adecuado para que la irrevocable convivencia sea un lugar apacible y significativo. Es la idea de la trascendentalidad horizontal del filósofo francés Luc Ferry. Frente a esta trascendentalidad horizontal, existe la trascendentalidad vertical, aquella que sitúa las fuentes de valor por encima de la existencia humana. Justo estos días estoy leyendo el Décalogo del buen ciudadano de Víctor Lapuente, y su queja más reiterada reside precisamente en que hemos perdido a Dios y a la patria,  que son dos de las trascendencias verticales más paradigmáticas. Luc Ferry no considera estas pérdidas y este desencantamiento del mundo como un acontecimiento aciago, al contrario, postula que «los valores sacrificiales han descendido del cielo de las ideas para encarnarse en lo humano». Es fácil colegir que ha ocurrido «la humanización de lo divino y la divinización de lo humano». Luc Ferry nomina este proceso de acumulación de deliberaciones terrenales como trascendencias horizontales: «reconocer en la propia experiencia, en lo inmanente a la vida cotidiana, aspectos de nuestra relación con el prójimo que, simplemente nos obligan».  Se trataría de discernir y jerarquizar lo que se halla enraizado en lo humano, en las prácticas sociales y en esas intersecciones con nuestros semejantes que hacen que la vida se eleve a vida humana.

Es fácil dirimir cuáles son esos valores y esas virtudes ya secularizadas que nos sitúan en lo que nos gustaría calificar de humano. En muchas clases he preguntado a las alumnas y a los alumnos que ponen en crisis la propia existencia de una estratificación de valores y la capacidad de juzgarlos. ¿Qué persona prefieres a tu lado, una honesta o una deshonesta, una engreída o una humilde, una bondadosa o una malévola, una compasiva o una cruel, una amable o una irascible, una cariñosa o una arisca, una prudente o una temeraria, una generosa o una egoísta, una atemperada o una impaciente, una respetuosa o una desconsiderada, una ejemplar o una indecente, una cuidadosa o una desatenta, una alegre o una encolerizada, una íntegra o una inicua?  Nadie alberga la más mínima duda en sus contestaciones. Convertimos los valores en virtudes al comportarnos según formas que consideramos más adecuadas que otras, formas que no lastran la habitabilidad que requiere la vida compartida y propenden al cuidado de la dignidad de la que toda persona es titular por el hecho de ser persona. Aristóteles sostenía que la felicidad descansa en aquello que es propio del animal humano, es decir, que debemos exigirnos perseguir los placeres que desarrollan las capacidades específicamente humanas. Eduardo Galeano escribió que «hoy más que nunca la alegría es un artículo de primera necesidad, tan urgente como el agua o el aire».  Creo que la alegría radica en las prácticas de esta trascendentalidad horizontal, prácticas afectivas y éticas irrenunciables para continuar el proyecto siempre inacabado de nuestra propia humanización. 

 

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martes, junio 21, 2022

Eres una persona tan extraordinaria como todas las demás

Obra de Didier Lourenço

A mis alumnas y alumnos les he insistido en estos últimos días de clase que recuerden a cada instante que son personas extraordinarias. Suelen sonreír de un modo unánime al recibir esta descripción con la que clausuro el curso, pero al instante les pormenorizo que no se olviden de que a cualquier otra persona le ocurre lo mismo que a ellas. Eximidas de esta exclusividad, les intento esclarecer tanto conceptual como sentimentalmente que «cualquier persona con que la vida te hace cruzar es tan extraordinaria como tú. Sentirlo en el ejercicio de crear conciencia y actuar bajo este postulado amabiliza la vida compartida y da sentido a la adhesión cívica y a los deberes colectivos». Cada existencia es un punto de vista sobre la vida, cada vida es una entidad única e incanjeable. En la entrevista que Iñaki Gabilondo realiza a Karen Armstrong, transcrita en el libro Las preguntas siguen, destella una anécdota preciosa que recalca esta idea central para nuestra condición de existencias interdependientes. La especialista en el estudio de las religiones cuenta que «al rabino Hilel le pidieron que resumiera todas las enseñanzas judías mientras se sostenía sobre una sola pierna. Subió una pierna y dijo: «lo que te resulte detestable, no se lo hagas al prójimo. Eso es la Torá, todo lo demás son apostillas». En los libros sagrados de las diversas tradiciones religiosas todo lo que rebasa esta regla de oro es un mero añadido, argumentos para decorar la propia regla, o para apuntalarla con fundamentaciones abstrusas y a veces repletas de una aridez contraproducente para su propia comprensión y aplicación. 

En esta anécdota se cita la regla de oro en su sentido negativo, pero prefiero su formulación en el siempre mucho más movilizador sentido positivo: «Trata a los demás como te gustaría que te tratasen a ti». Profesar esta regla es la base de esa humanidad en que la persona prójima nos concierne y por tanto problematiza con su sola presencia cómo hemos de comportarnos con ella. Karen Armstromg es tajante con la regla de oro y sus implicaciones para el devenir del rebaño humano: «A menos que nos tomemos este mandamiento con la seriedad debida, los humanos no seremos capaces de identificarnos los unos con los otros. Debemos ver al otro como algo sagrado, y el reto está en hacerlo teniendo en cuenta que no conocemos a la mayoría de las personas». Estos dos matices son nucleares. Etimológicamente sagrado significa aquello por lo que merece la pena sacrificarse, y sacrificarse en aras de instituir comportamientos que juzgamos humanos es lo más inteligente que podemos hacer por los demás y por nosotros mismos, que somos tan demás como los demás. El segundo matiz de la afirmación de Armstrong no es baladí. A pesar de estar centrifugados por una infinidad de interdependencias, nuestros vínculos más profundos apenas sobrepasan la cantidad de ciento cincuenta personas. Se trata del célebre número Dunbar, a partir del cual los vínculos se debilitan, las relaciones se fragilizan y los criterios de las interacciones pierden irradiación afectiva para ganar en instrumentalización, interés auxiliar, o mera funcionalidad. Huelga recordar que habitamos un planeta poblado por la ingente cifra de ocho mil millones de personas. Que nuestras interacciones más personales no puedan sobrepasar el cupo de ciento cincuenta deja clara nuestra inmensa ignorancia sobre la práctica totalidad de las personas que deambulan por el mundo. Al no relacionarnos con ellas trucan en abstracciones o en entidades plagadas de impersonalización. Pero precisamente por ser personas semejantes en lo sustantivo (tan extraordinarias como tú), aunque disímiles en lo adjetivo, podemos tratarlas como si cualquiera de esas personas fuera la nuestra. La constatación de este hecho es lo que reclama la regla de oro.

Podemos mejorar notablemente la regla de oro en su sentido positivo, y a la vez hacerlo desde lugares intelectuales de expresión laica. Llevo un tiempo dándole vueltas a este asunto que ocupa el núcleo del núcleo de la sensibilidad ética. Creo haber encontrado una regla que aporta más reciedumbre a la regla de oro. La he encontrado reflexionando junto a niñas y niños de once años, lo que me maravilla y me reafirma en que los discursos hegemónicos que envuelven las reflexiones adultas colocan un manto de óxido sobre nuestra imaginación. En dos ocasiones he compartido esta versión de la regla oro en la que el sujeto no es el yo atomizado, esto es, la regla de oro no gravita en torno a un sujeto preocupado autárquicamente de sí mismo. Considero que esta peculiaridad la hace más plausible y la dota de mayor hondura ética. La primera vez que la lleve a la plaza pública fue en el VIII Congreso Estatal de Educación Social, y la segunda en la presentación del ensayo La belleza del comportamiento. La regla expulsa al yo del centro de la propia regla, y su lugar es ocupado por los demás, pero no por cualquiera de esos ocho mil millones diseminados por el planeta Tierra, sino por personas con las que nos eslabona el afecto y la ternura. En vez de tratar a los demás como te gustaría que te trataran a ti, afirmación que puede engendrar muchas excepciones y muchos matices narcisistas, propongo esta otra:  «Trata a los demás como te gustaría que los demás tratasen a tus seres queridos». No conozco una fórmula mejor en la que de forma subrepticia subyazca la pretensión de tratar éticamente a aquellas personas con las que sin embargo no mantenemos nexos afectivos. 



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martes, marzo 08, 2022

El feminismo es un movimiento, el machismo un comportamiento

Obra de Lita Cabellut

Hace unas semanas estaba viendo por televisión un programa en el que un hombre y una mujer cenaban juntos para a través de la conversación averiguar si tenían convergencia e intereses compartidos suficientes como para emplazarse en una nueva cita que abriera la posibilidad de una relación sentimental. Ambos frisaban los treinta y cinco años. En el intercambio recíproco de información, de repente el hombre le pregunta a la mujer qué piensa del feminismo. Con una observación teñida de cierto orgullo y tono triunfal, ella contesta que «no soy ni feminista ni machista, yo estoy a favor de la igualdad». Él empalidece, muestra estupefacción gestual ante su respuesta, y le formula una puntualización: «El feminismo no es lo mismo que el machismo. El feminismo es un movimiento, el machismo es un comportamiento». Al día siguiente esta pequeña anécdota brincaba a la conversación pública para explicar el paisaje desolador que supone que aún haya mujeres que no perciban la diferencia conceptual entre feminismo y machismo. También el abatimiento que suponía que fuera un hombre el que tuviera que revisar pedagógicamente las abismales disimilitudes entre ambas posiciones. Y que lo hiciera desde un escaparate con una audiencia superlativa.

Una regla básica de la manipulación aconseja que si alguien desea corromper la realidad lo primero que ha de corromper son las palabras que designan esa realidad. Contaminar un término es el primer paso para fracturar el poder de cambio que ese término pueda llevar semánticamente en germen, y por tanto se erige en una sencilla táctica para perpetuar los privilegios y las inequidades anclados en el estado de las cosas. La igualación de feminismo y machismo es una contranarrativa que intenta hacer creer que el feminismo es un machismo ejercido por mujeres, una conducta que espejea lo que hacen los machistas, pero mimetizado e incluso exacerbadamente por las mujeres. Esta insistencia incluso ha inventado una palabra fiscalizadora, porque quienes quieren desacreditar el movimiento feminista saben muy bien que lo que no tiene léxico no tiene existencia. En el debate público hay una corriente que no ceja en releer el feminismo como una analogía del machismo pero apuntando en la dirección opuesta, es decir, discriminar a los hombres por ser hombres, y no es así. El año pasado con motivo del 8M compartí sendas definiciones para aclarar de qué estamos hablando al esgrimir ambos términos: «Machismo es el conjunto de comportamientos y valores destinados a devaluar y degradar a las mujeres por el hecho de ser mujeres. Feminismo es aceptar que el que hombres y mujeres seamos diferentes no legitima ningún motivo de desigualdad. Las disimilitudes biológicas no deberían habilitar disparidades normativas, jurídicas y comportamentales». 

El comportamiento machista levanta una dinámica intersubjetiva en la que se coacciona, se degrada y se minusvalora a una mujer por ser mujer.  En el machismo se da una relación del nosotros (entendido como la totalidad que conformamos los seres humanos) en la que no hay un lugar simétrico para las mujeres. El feminismo pugna porque en el espacio común en el que se despliega la vida humana ningún género esté penalizado por la desigualdad. Dicho con un eslogan fácil de entender y memorizar: la dignidad no tiene género. Feminismo o machismo es una excluyente elección ética, y por tanto una manera de entender el vínculo con quienes irremisiblemente construimos convivencia política. Estoy seguro de que, incluso entre quienes ponemos empeño en erradicarlos, la herencia cultural hace que nuestro comportamiento figure atestado de micromachismos, es decir, microgestos insertados en las inercias de la vida cotidiana que a fuerza de repetirlos pasan inadvertidos y campan allí donde los radares de la conciencia no los detecta. Escuchar a quienes tienen una sensibilidad más aguda que la nuestra para señalar estos puntos ciegos de nuestra conducta y revocarlos es primordial para civilizarnos mejor. Necesitamos desasirnos de legados intelectuales que secularmente han discriminado a las mujeres para subordinarlas a través de mapas valorativos aceptados social y acríticamente. Hoy 8M es el día elegido para recordarlo y vindicarlo.

 

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