Obra de Karin Jurick |
Hace unos años me invitaron a pronunciar la conferencia inaugural de unas
Jornadas de Mediación y Resolución de Conflictos. Como la fecha se echaba
encima, me puse a ordenar apresuradamente los contenidos. Había titulado mi
intervención de una manera lapidaria: «El monopolio del diálogo en la solución de las
fricciones humanas». Con un título así quería que mis palabras iniciales desde el atril definieran qué entendía por diálogo. Se me ocurrió la siguiente afirmación: «El diálogo es el
triunfo de la inteligencia sobre la fuerza». Tiempo después esta aseveración sirvió
de título a uno de mis ensayos. No siempre el diálogo triunfa sobre la fuerza, pero si queremos espacios de pacífica perdurabilidad tenemos que confeccionarlos sobre palabras que tengan en consideración los intereses de las personas con quienes nos toca compartirlos. Cada vez
que dos o más agentes en conflicto dialogan, no solo emplean palabras educadas, aceptan apartarse de la agresión como medio para la conquista de sus fines.
Civilizatoriamente avanzamos cuando rehusamos el empleo de la violencia en favor
de una palabra predispuesta a escuchar y hacerse pensamiento común para alfombrar la llegada de una convivencia irrevocable. El diálogo trata con dignidad la dignidad de la persona con quien se dialoga, que es el prerrequisito para la solución de cualquier desavenencia. La fuerza tiene vedado el acceso a este maravilloso lugar. Por eso puede terminar una discrepancia, pero jamás solucionarla. Siempre la deja irresuelta.
Naturalizamos la violencia o apelamos a su uso instrumental con sorprendente
rapidez cuando ocurre lejos de nuestro círculo de preocupación. Banalizar la violencia y su
industrialización científica (como sucede en los celebratorios desfiles de las fiestas
nacionales) evidencia desconocimiento del horror. La guerra
es la institucionalización de la clausura ética, de todo lo que civilizatoriamente
hemos levantado los humanos para acampar en espacios colectivos de congenialidad.
Cuando matar es lícito, la ética no es que se desvanezca, es que deviene
rémora. La conclusión es desoladora. Allí donde la ética es un obstáculo, solo
puede brotar la brutalidad, el horror y el sinsentido. Son devastaciones de lo
cívico y consecuentemente de lo que presumimos humano. Mostramos humanidad cuando el dolor de la persona prójima nos conmueve y nos inspira a aminorarlo o erradicarlo, y nos comportamos inhumanamente cuando reaccionamos con imperturbabilidad ante el dolor que se derrama delante de nuestros ojos. Al igual
que la guerra como método de resolución de conflictos aspira a dañar al contrincante, también daña lo humano que nos habita. Nos envilece. Para matar o conminar con matar hay
que olvidarse de lo particular de cualquier persona y caer en la frialdad de encerrarla en categorías
abstractas cosificadoras. Hay que olvidarse de aquello que hace
a las personas, personas. Practicar la deshumanización no solo deshumaniza al adversario, deshumaniza al practicante, y por extensión a toda la humanidad.
Los observadores lejanos tenemos a nuestra disposición el
conocimiento de la biografía de la humanidad, una ingente cantidad de ejemplos
que nos pueden permitir imaginar el dolor que suponen los escenarios teñidos de
violencia industrializada. Y a
partir de aquí, y desde la templanza afectiva, estudiar, analizar, verbalizar, compartir otras posibilidades para solucionar discrepancias sin infligir sufrimiento ni eliminar vidas. En Ética de la hospitalidad, la lucidez intelectual de Daniel Innenarity nos brinda una reflexión impagable: «El diálogo es la arquitectura que hemos inventado para
minimizar el desacuerdo». Emilio Lledó insiste en esta misma línea en su ensayo Identidad y amistad: «Ese saber (el diálogo) tuvo siempre un principio fundamental, el de sustentar la concordia que, en su manifestación social, se transformaba en política, o sea, en organización de la vida colectiva». En situaciones de interdependencia, donde los
intereses de una parte dependen de los intereses de la otra, la solución solo es
posible cuando ambas dialogan en pos de encontrar aquello que
satisfaga parcial y mutuamente sus intereses. Ninguna de las partes puede colmar
plenamente sus propósitos, pero en cambio ambas pueden lograr numerosas ventajas que el
conflicto en curso restringe. Cualquier medida resolutiva que abogue por la violencia perpetuará el problema. La historia de la humanidad es un banco de pruebas tristemente fabuloso para ratificarlo.
Artículos relacionados:
El dialogo se torna imposible sin la dimensión del otro.
«Cosificación, la negativa a apreciar lo humano en un semejante.
Lo que se obtiene con violencia solo se mantiene con violencia.