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miércoles, junio 22, 2016

A sentir también se aprende


Obra de Donatella Marraoni
Cada vez que felicito un cumpleaños acompaño mi felicitación deseando al protagonista que la nueva edad le trate bien y sea dócil con sus deseos. Creo que es difícil desearle algo mejor a alguien. La más breve pero más incontestable idea prescrita para articular congruentemente el mundo afectivo (esa amalgama en la que incluyo emociones, sentimientos, deseos y actitudes) se la leí hace tiempo al neurocientífico y escritor Jonah Lehrer en el ensayo Cómo decidimos. Allí preceptuaba que «la mejor manera de gestionar las emociones y los deseos es pensar en ellos». «Pensar bien en ellos», me gusta puntualizar. Yo suelo repetir que la educación no es otra cosa que aprender a desobedecer deseos (el deseo es la borboteante presencia de una ausencia), aprender a elegir el monosílabo «no» cuando optar por el cómodo «sí» te gratifica en el corto plazo pero te empeora en el largo. La libertad consiste en la capacidad de posar la atención allí donde queremos, y no donde el deseo apunta inquisitivamente en contra de nuestra voluntad. Hace unos días mantuve una conversación con una mediadora catalana en la que le explicaba que desobedecer unos deseos implica indefectiblemente obedecer otros, así que la educación se encuentra con la tarea previa de discernir qué deseos son más convenientes y qué  deseos son más desaconsejables, qué deseos nos mejoran y qué deseos nos desencuadernan. Como en todo, la conveniencia o no de los deseos descansa en función de la estratificación de nuestros intereses y nuestras motivaciones, tanto de genealogía personal como social. Un deseo puede ser muy útil para emplearlo en una dirección concreta, pero ese mismo deseo puede empantanarnos si nos invade cuando perseguimos la dirección contraria. Platón redujo todo este posible guirigay conceptual en una glosa  llena de belleza en la que afirmaba que la educación no es otra cosa que enseñar a desear lo deseable. Parafraseándolo, podemos afirmar que la educación consiste en desear bien (desear lo digno de ser deseado), que no es otra cosa que sentir bien, que a su vez no es otra cosa que elegir bien. 

Y aquí irrumpe con fuerza lo más medular de todo este texto. Cuesta aceptarlo, porque creemos que los sentimientos son entidades impermeabilizadas a la racionalidad, pero a sentir también se aprende. Más todavía. Sentir bien es el resultado de haber aprendido a segregar con idoneidad unos deseos de otros, a no sucumbir a la labilidad y volatilidad del deseo, a diferenciar entre deseo sentido y deseo pensado, entre apetencia y proyecto. En el ensayo Trampas mentales, el filósofo italiano Matteo Motternini condensa este dinamismo propio de la indeterminación de algunos contextos señalando que en nuestro cerebro se inicia una competición entre dos sistemas neuronales distintos. El sistema límbico, centro del placer y de la recompensa, pugna con el área de la corteza prefrontal, destinada al razonamiento abstracto y al mantenimiento del objetivo. Quien posea mayor pugilato se alzará con una victoria que guarda crudas consecuencias en nuestra conducta. La tarea de ser persona consiste en la adhesión de sólidos marcos de evaluación que, a través de  la deliberación, la decisión y la acción, permitan el acceso a unos deseos y denieguen la entrada a otros. Uno puede adoptar una decisión muy buena pero dentro de un encuadre evaluativo muy malo, y viceversa. Por eso ser persona es el único trabajo que requiere dedicación plena. No podemos dejar esa tarea ni un sólo instante, porque somos el individuo que habita entre la persona que estamos siendo y la que nos gustaría ser después, y es en esa pequeña falla donde se acurruca el deseo.

En El gobierno de las emociones, Victoria Camps, Catedrática de Ética en la Universidad Autónoma de Barcelona, nos explica que las emociones y la racionalidad son un continuo. Matizo aquí que Camps homologa el término emociones a toda esa panoplia compuesta por emociones, sentimientos y deseos. Siguiendo a Aristóteles y a Spinoza, postula que nos movemos por deseos y sentimientos más que por evaluaciones cognitivas, pero la construcción del deseo y el sentimiento se realiza con los materiales que proporciona la reflexión. La gobernabilidad o la insumisión de nuestras emociones determinan nuestro pensamiento, y nuestro pensamiento hace que nuestra emociones sean dóciles o díscolas. Si no recuerdo mal, Claudio Naranjo defiende la integración de intelecto, amor e instinto, algo así como que el instinto se alíe con nuestros intereses, forjados reflexiva y afectivamente, en vez de que nuestros intereses se dejen arrastrar por el instinto. Spinoza también hablaba de algo análogo cuando teorizaba sobre la importancia de utilizar la fuerza del deseo (connatus) en la consecución de nuestros proyectos, que es un epítome perfecto de desear lo deseable.

En su ensayo, Victoria Camps hace también una lectura de la repercusión social de las emociones. Sólo desde la armonía de la razón y el sentimiento se puede actuar con racionalidad y responsabilidad moral, sólo así se pueden inculcar normas sociales. Sentimientos como la indignación, la compasión, la vergüenza, son necesarios para orientar la conducta. La autora cita a Hume y su tremenda aunque irrefutable reflexión en la que el filósofo inglés recuerda que no hay nada irracional en preferir que se hunda el mundo a que nos pinchemos un dedo. Es cierto, pero en esa preferencia sí hay déficit ético. Hay que intentar una educación sentimental en la que casen emoción y razón, génesis de un buen comportamiento, porque  el objetivo de la ética, y aquí Victoria Camps cita a Rorty, consiste en eliminar la crueldad y ensanchar el nosotros. La construcción de la organización social pasa inevitablemente por la sentimental, pero también ocurre a la inversa. De este modo la política necesita la ética, la ética necesita la política, y ambas necesitan la docilidad del deseo para poner su fuerza al servicio de la inteligencia.



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jueves, enero 28, 2016

Hoy por mí mañana por ti


Ne in a million, obra de Didier Lourenço
Ayer me di un largo paseo por las calles más céntricas de la ciudad. Vi a unas cuantas personas pidiendo en las aceras, sentadas con la mirada hundida al lado de sucios letreros de cartón en los que aparecía garabateada una frase que en breves y rudimentarias palabras demandaba ayuda y en algunos casos explicaba telegráficamente por qué (estoy enfermo, tengo hijos, no encuentro trabajo, necesito medicinas, etc.). Me llamó poderosamente la atención uno de esos carteles que transgredía la petición convencional. La consigna solicitaba la ayuda del transeúnte recordando el dicho latino qui pro quo, pero expresado en castellano: «Hoy por mí mañana por ti». Nada más leerlo me acordé del fantástico y tremendamente elocuente ensayo El mal samaritano de la socióloga Helena Béjar. En sus páginas la profesora se preguntaba por qué ayudamos a los demás, por qué existe gente que se apunta al voluntariado y dona el cada vez más escaso tiempo libre. Las respuestas son variadas, pero las habituales son la perpetuación de la reciprocidad, tanto directa como indirecta (que es a la que instaba el cartel con el que me topé), la gratificación personal, la sensibilidad empática y su correlato el sentimiento de compasión, el altruismo, el deber, la solidaridad, la justicia. Helena Béjar descubrió que los voluntarios se movían bajo el imperativo de un altruismo endocéntrico, es decir, se sentían bien consigo mismos ayudando al otro. Después de entrevistar a muchos de ellos, dedujo que se movían en el lenguaje primario del yo. Con su acción afilaban los valores de la autorrealización, la autoestima, el sentimiento de pertenencia, todos ellos valores postmaterialistas, según la autora, y de clara ascendencia individualista, propia del mundo que promulga el credo neoliberal. Sin embargo, también habló con personas más mayores con hondas motivaciones de raigambre religiosa apuntadas a movimientos sociales. Comprobó que se movilizaban desde el lenguaje secundario que incorpora en sus cogitaciones el discurso colectivo y por tanto la presencia de los demás. Sus motivaciones entroncaban con una concepción orgánica de lo social, nada de convertir al otro en un medio para la satisfacción individual, sino en un fin en sí mismo. Su mayor impulso era la compasión, un sentimiento social que activa a la reparación del dolor del prójimo al hacerlo propio.

Sin embargo, la compasión sin más no es suficiente, igual que no lo es la solidaridad, cuyo radio de acción es diminuto y tiende a debilitarse hasta su desaparición nada más alcanzar la frontera que te segrega del grupo de referencia. Leamos a Victoria Camps en El gobierno de las emociones: «La compasión existe como tendencia natural, pero está mal repartida, se dirige solo a los más allegados y cercanos, en perjuicio de los que están lejos o son tan desiguales que están más allá de toda conmiseración. No es legítimo confiar solo en una emoción tan parcial. Hace falta justicia para que la sociedad no discurra del todo ajena a la moral». He aquí la prodigiosa infraestructura de la compasión: la compasión se apropia del dolor del otro y lo siente como suyo, pero busca qué medidas hay que tomar para remitirlo o neutralizarlo y, si ese dolor emana de causas sociales, exige justicia para su erradicación. Victoria Camps lo sintetiza perfectamente cuando eleva la compasión al rango «de atizador de la justicia, precede la  justicia e insta a que se fije en los desfavorecidos». Y en este preciso punto hay que introducir un nuevo matiz, muy olvidado por la filiación individualista y la ruptura del contrato social del ciudadano, esta vez de la mano del filósofo francés Paul Ricoeur: «Mis deberes de justicia para con todos los demás sólo puedo realizarlos a través de las instituciones».

Las instituciones son las estructuras que nacen con el fin de articular el hecho irrevocable de que vivimos juntos en situaciones de interdependencia. Su origen es el sentimiento, pero lo desbordan para que su onda expansiva sobrepase el pequeño perímetro en el que se desenvuelven nuestras vinculaciones afectivas y nuestra red de apoyo. Aurelio Arteta, probablemente el mayor experto en el análisis de la compasión, señala su itinerario situándolo en cuatro puntos ascendentes: compasión, indignación, justicia, política. Este instante de la reflexión es nuclear. La razón por sí sola no nos moviliza hacia el otro. Hobbes lo explicó muy bien en una frase tan archiconocida como temible: «No es irracional preferir la destrucción del mundo a herirme un dedo». Pero los sentimientos que no afectan a la construcción de instituciones y a los valores éticos que deben enseñorearlas tampoco nos son suficientes. Necesitamos la participación de ambas dimensiones. Necesitamos sentir vívidamente sentimientos sociales (en los que a pesar de pertenecer al universo privado siempre aparece alguien ajeno a ese universo) de los que nazca una justicia social que los transcienda. Es la única forma de saltar la valla del yo y cruzar a la inmensa planicie del nosotros para hacerla éticamente habitable.



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