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martes, marzo 07, 2023

¿Para qué habla el animal que habla?

Obra de Alan Schaller

La semana pasada tuve que explicar de qué escribo cuando escribo. Suelo ser muy torpe cuando intento desentrañar el contenido de mi escritura, resumir qué temas abordo en el instante en que me pongo a desgranar ideas e hilvanar argumentos mientras amontono palabras en la pantalla. Me encontraba en Zaragoza impartiendo el taller presencial Armonizar el desacuerdo y de repente me encontré diciendo: «Escribo de lo que habla el animal que habla cuando habla con otros animales que también hablan». Aristóteles es categórico cuando afirma que el ser humano es el único animal que posee palabra. Cuando en alguna clase reparo en está particularidad tan humana, las alumnas y alumnos suelen objetar añadiendo que los animales también se comunican, equiparando el verbo comunicar con el verbo hablar. Piensan en sus animales de compañía y no dudan en admitir que mantienen con ellos flujos discursivos en los que los animales entienden lo que les quieren decir y lo demuestran ajustando su comportamiento a lo que se les pide. Por supuesto que los animales se comunican, pueden emitir sonidos que denoten placer y dolor, o un abanico de  emociones básicas como miedo, enfado, alegría y tristeza, pero la invención del lenguaje articulado sirve para empeños extremadamente más sofisticados. 

Aristóteles escribió que la palabra (logos) es el instrumento para poder deliberar en torno a lo justo y lo injusto, a lo conveniente y a lo inconveniente. Frente a los dioses (que son infalibles) y los animales (que se rigen por el instinto), sólo los seres humanos deliberamos por el sencillo motivo de que la organización de la vida compartida puede fungirse de muy diversas maneras. Tenemos el deber humano de dialogar acerca de qué consideramos una vida buena y qué condiciones y valores creemos preferibles para que todas las personas puedan aspirar a desarrollarla. La tan denostada palabra política significa exactamente esta deliberación  sobre elegir cómo articular la convivencia de la forma mas óptima. Esta reflexión solo es posible en el ir y venir de argumentos provenientes de las personas a quienes nos afecta la convivencia. Emilio Lledó comenta en Elogio de la infelicidad que la empresa de construir lo humano tuvo lugar en el lenguaje. El lenguaje permitió crear la intersección en la que se despliega la vida compartida, inventó el espacio intersubjetivo que solo existe en nuestros afectos y en nuestra intelección. Leo una entrevista a la ensayista Ece Temelkuran, autora de Juntos: «La política ha sido declarada algo sucio y de mediocres, así que empezamos a despreciarla. Nos han hecho olvidar que todo es político. Cuando eso ocurre, la política se corrompe». Más adelante sostiene: «Odiar la política y pensar que es sucia significa que crees que la humanidad es sucia y engorrosa. Hay una conexión entre no tener fe en la humanidad y estar despolitizado. Si el amor a lo humano no existe, la política no existe». Los buenos sentimientos nos politizan porque son los generadores de vínculos tanto de forma directa como indirecta a través de su traducción cognitiva en conducta ética. Despolitizarnos es cercenar los nexos y las posibilidades de su cultivo.

Desgraciadamente propendemos a convertir en sinónimo lo político con los partidos políticos, y el hartazgo de la polarización política con la adhesión a lo apolítico. Muchas personas que se autoproclaman apolíticas no lo son, son ciudadanía que no se siente representada por ningún partido del arco parlamentario. Podemos vivir despolitizadamente, ajenos por completo a decisiones que toman otras personas pero que afectan a nuestra vida, pero no podemos ser apolíticos. Las polis surgieron porque ninguna persona se basta a sí misma. Aristóteles escribió que «el ser humano es un animal político por naturaleza», pero apostilló algo que se olvida a menudo: «y quien no crea serlo o es un idiota o es un dios». Es idiota porque, como escribe Luis García Montero,  «cada vez que alguien habla mal de la política es para hacer política contra lo común». Somos seres interdependientes, la mayoría de nuestros propósitos no los podemos satisfacer de manera unilateral. Necesitamos indefectiblemente el concurso de los habitantes de ese destino irrevocable que es la convivencia, una participación justa y afectuosa que el animal que habla solo puede alcanzar gracias a que habla con otros animales que también hablan. Ese hablar podemos llamarlo deliberación, diálogo, democracia. O política.


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martes, septiembre 25, 2018

Recuperar el noble significado de la palabra «política»

Tallas de madera del artista Peter Demetz
Vivir y convivir son las dos grandes tareas humanas. Se necesitan recíprocamente. Es inconcebible la vida humana fuera de la comunidad (que sería vida, pero no humana), y es una aporía conceptual la convivencia ausente de seres humanos que le den forma y significación. La articulación crítica de ambas dimensiones, de vivir y convivir, se llama política. El yo que somos cualquiera de nosotros en cualquier situación no puede expatriarse de los dominios de la comunidad. Vivir es un verbo que se cita obsesivamente en las epistemologías individualistas, pero adolece de falta de sentido si no se presupone el de convivir, donde ya aparece la figura de la otredad y los afectos que suscita el vínculo interindividual, el uso de los espacios, la asignación de los recursos, la utilización de los bienes comunes, la redistribución de la riqueza, el concierto de las disparidades, los métodos para gestionar los conflictos inherentes a los intereses incompatibles, las complejas interdependencias que posibilitan la independencia, la constatación aparentemente paradójica de que sin pertenencia a la comunidad y a las redes de reciprocidad que se generan en ella no podemos aspirar a la autonomización ni por tanto a planes de vida. La orquestación de este activismo relacional a través del ejercicio de la deliberación, la negociación y la toma de decisiones se llama politeia, teoría de la polis (ciudad), es decir, política.

Para tamaño desempeño no queda más remedio que reflexionar en torno a qué nos gustaría hacer con el tiempo limitado en el que se configura la tarea de existir y que traté de esquematizar en el artículo de la semana pasada (ver). La pregunta del vivir es la pregunta por la felicidad, pero en nuestra condición de existencias al unísono la pregunta del convivir es la pregunta por la justicia, léase, por las condiciones del marco común para que pueda emanar la felicidad privada. Este ejercicio filosófico y creativo insta a preguntarle al ciudadano que somos qué forma de comunidad permitiría el mejor florecimiento posible de las personas, qué idea de justicia mantiene incólume la ficción ética de la dignidad humana y los derechos y deberes que trae adjuntos, qué sentimientos sería bueno que prevalecieran en las interacciones de la ciudadanía, qué tácticas se pueden desplegar para firmar la autoría de una vida buena y facilitar una vida análoga al otro con el que irreversiblemente me relaciono y cuyo equilibrio necesito para mantener el mío.

Justo hace unas semanas escuché una noticia en mitad de un informativo en el que una mujer contravenía todo lo que acabo de escribir aquí. La traigo a colación porque su argumentación estaba plagada de lugares comunes que tendemos a repetir acríticamente. Esta mujer se quejaba de que la administración no le atendía una necesidad que repercutía en el restaurante que regentaba, cuya resolución sin embargo ya estaba acordada desde hacía tiempo. No comprendía por qué se demoraba lo pactado, más aún cuando ella era políticamente imparcial. Su explicación de la imparcialidad es digna de ser reseñada porque transparenta nuestro extravío ciudadano: «En este restaurante se viene a comer, a beber, a hablar y a estar con los demás. Es un espacio apolítico». Sin saberlo, esta mujer acabada de citar las dos acciones políticas más nucleares a las que podemos aspirar como seres humanos: estar con los demás y hablar con ellos. Para rematar su intervención, nuestra protagonista concluyó con un enunciado tan lapidario como axiomáticamente usual en la demostración orgullosa de la desidentificación política y la dejadez democrática: «Yo no quiero saber nada de política. La política es para quien come de ella». 

Nada más escuchar esta afirmación me acordé de Aristóteles. El estagirita veía claramente que «el ser humano es un animal político por naturaleza». Aducía que vivimos en comunidades políticas porque en ellas podemos cubrir mucho más fácilmente nuestras necesidades, emponderar nuestras capacidades, establecer lazos de amistad para que brote la alegría, la savia que exulta de vida la vida. De ahí que postulara taxativamente que «el ser humano es un animal político por naturaleza, y quien crea no serlo, o es un dios o es un idiota». Los griegos llamaban idiotés a los ciudadanos que no querían participar en política. Les costaba intelegir que un ciudadano desatendiera voluntariamente la deliberación y la construcción o impugnación de decisiones que afectaban nuclearmente al devenir de su vida en tanto que estaba ínsita en el proyecto común de la polis. Veinticuatro siglos después nadie descalifica a los que muestran desafección por la res pública llamándolos idiotas, según la acepción griega. Se autodenominan apolíticos. Cuando yo me encuentro con alguien que autoproclama su apoliticismo le suelo consultar si le interesa o no su vida. Si me responde que sí, le digo que no es el apolítico que dice ser. Si me contesta que no, le vuelvo a preguntar si no le preocupa la vida de sus amigos, de sus vecinos, de sus conciudadanos. Si vuelve a indicar que no, zanjo la conversación.

La política es la reflexión sobre los mínimos comunes y los máximos divisores de nuestra irrecusable condición ciudadana. Los días son muy largos, pero la vida es muy corta, y lo que hagamos en ellos y en ella estará muy condicionado por esta reflexión solidificada en estructuras en las que se inserta nuestra existencia. Demasiada dependencia como para eximirnos de dar nuestra opinión sobre qué consideramos una vida buena y qué condiciones y valores axiológicos creemos preferibles para llevarla a cabo. El propio Aristóteles señaló que el ser humano es el animal que habla con otros animales que también hablan, y esta facultad persigue ante todo la posibilidad de sopesar qué es lo justo y lo injusto. La agrupación humana en ciudades no nació para vivir, sino para vivir bien, lo que a su vez exige edificación de sueños comunes, inventiva política, estiramiento imaginativo de las posibilidades, fabulación ética, discusión, confrontación de argumentos, polinización de ideas, bondad dialógica o diálogo práctico (que es el que yo vindico en mi último ensayo) en torno a qué es vivir bien y cómo puede llegar hasta allí la sociedad civil. Estamos en el núcleo de la acción política que sin embargo los representantes electos sortean con cuestiones periféricas, reactivas y subordinadas a una instantaneidad que les aporte réditos en la sempiterna competición por el voto. En las páginas de Política para perplejos, Daniel Innerarity expresa esta paulatina declinación de funciones: «La capacidad configuradora de la política retrocede de manera preocupante en relación con sus propias aspiraciones y con la función pública que se le asigna. (...) La renuncia al proyecto de configuración política de la sociedad -que ha tenido su expresión ideológica en el presupuesto neoliberal de una autorregulación de los mercados- supondría una dejación de responsabilidad y no se corresponde en absoluto con los valores de una sociedad bien ordenada». 

Ese pensar la vida en común para alcanzar una vida buena o un vivir bien se despolitizó incrementalmente y se delegó en la ciencia económica de sesgo neoliberal. La maximización del beneficio privado colisionando con la que persiguen los demás agentes económicos es el principio rector de la vida en común, una racionalidad instrumental basada en el autointerés, la atomización, la competición y la explotación, y exenta de los móviles de la vida humana compartida y de lo que consideramos que debería portar una persona para no acusarla de no tener corazón: los afectos, los cuidados, la protección, el reconocimiento mutuo, los sentimientos de apertura al otro, la valoración ética, la equidad, la cooperación, la propia autorreflexividad compartida sobre qué vida queremos y cómo queremos vivirla. Se trata de una política económica escindida de todas las valoraciones salvo la del fin lucrativo, un valor frente al cual prácticamente ningún otro valor entra en competencia. Innenarity lamenta que los políticos hayan devenido en meros administradores y recuerda que «los indicadores económicos no hacen innecesaria la discusión acerca de qué consideramos una buena sociedad». Resulta muy llamativo que las ciencias progresen a una celeridad vertiginosa, pero la política viva recluida en una estanqueidad que parece congénita. Norbert Bilbeny también rotula esta descompensación al inicio de La revolución en la ética: «la aceleración de las cosas corre más veloz en la pista del conocimiento del mundo que en la de su gobierno». En el ensayo Inventar el futuro, los profesores de sociología Nick Srnicek y Alex Williams acuñan un término maravilloso que yo ya he utilizado en algún artículo: política folk. La política folk sería el ecosistema en el que no se investiga en torno a cómo organizar la convivencia de un modo más justo, ni se ofrece espacio a la imaginación para escudriñar modos más plausibles de ennoblecer la aventura humana, ni se mueve la atención para apenas nada que no sea la partidización comunicativa y frustrar sañudamente cualquier propuesta proveniente de las siglas rivales para lograr adhesiones traducidas en músculo electoral. Ojalá el folclore político cada vez nos interese menos y la política cada vez nos interese más.



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martes, marzo 31, 2015

Soy político por naturaleza y por eso te necesito



Obra de Chris Guest
José Antonio Marina arrancaba uno de sus ensayos diferenciando un aspecto crucial que singulariza a los seres humanos: «Las piedras coexisten, las personas conviven». Hace veinticinco siglos Aristóteles escribió una sentencia celebérrima que se cita en los centros educativos: «El hombre es un animal político por naturaleza». Sin embargo, Aristóteles añadió una coda que se nos ha olvidado: «Y quien no lo sea, o bien es un dios o bien es un idiota». En esta apostilla la palabra idiota proviene del griego idiotes, aquel que no participa en los asuntos de la comunidad. La política es toda acción destinada a organizar la convivencia y por eso nos incumbe a todos, porque todos formamos parte de un tupido entramado de existencias vinculadas. De ahí que cuando alguien se vanagloria de su condición de apolítico, resulta difícil no construir un sencillo silogismo cuya triste conclusión es que estamos delante de un idiota. Desgraciadamente la publicitación abrumadora del individualismo hace que algo tan evidente como la interacción ubicua se nos olvide, o padezcamos una peliaguda miopía que nos incapacita verla. La entronización de un yo que sólo piensa en satisfacer su interés aun a costa de impedir que los demás satisfagan los suyos ha eliminado la convicción de que nos necesitamos los unos a los otros. De que convivimos. De que formamos parte de círculos comunitarios. De que nuestra vida sólo se vive en la intersección con otras vidas.

Peor todavía. Es usual contemplar a muchos de nuestros congéneres jactándose con latiguillos del tipo «no le debo nada a nadie», «soy un hombre hecho a mí mismo», «lo que tengo me lo he ganado yo solito». Basta con comprobar cómo los seres humanos somos interdependientes, en tanto que la gran mayoría de las veces no podemos satisfacer unilateralmente nuestros intereses, para desenmascarar la falsedad de esas aserciones. Una excesiva divulgación del ser humano como mero sujeto económico que sólo anhela optimizar a toda costa sus intereses privados ha evaporado de nuestras reflexiones esta obviedad, y que por contra se enraíce la desafección al otro, o que cataloguemos a nuestros pares como competidores con los que tenemos que beligerar por la obtención de recursos y por que no peligren nuestros intereses ya conquistados. La razón económica y el embate del credo neoliberal contradicen por completo la noción de un sujeto que sin embargo encuentra ricas motivaciones sujetivas en otros planos más allá del puramente monetario y en lógicas mucho más afines a la cooperación que a la competición.

Habrá que recordarlo una vez más. Sin la adherencia afectiva al otro somos incompletos. La identidad nace de la interacción. El reconocimiento y el cariño como enseñas de una existencia plena vindican la necesidad de alteridades en nuestras vidas. Nuestros sentimientos más profundos siempre delatan la presencia de alguien que no somos nosotros. La vida se acartona si no se comparte. Uno se mineraliza si sufre escasez de conectividad con los demás. La alegría es la expansión de un yo insujetable que abandona el contorno de sí mismo para adentrarse en los contornos de otro yo. La tristeza consiste en llamar la atención del otro para que la haga propia a través de la compasión y nos ayude a contrarrestarla. Vicente Verdú abrevió toda esta constelación en un diagnóstico tan hermoso como irrefutable: «La felicidad no correlaciona con la edad, la inteligencia, la cultura o la etnia, sino con la sustanciosa materia que crece en la relación con los semejantes». Por eso y por encima de cualquier otro motivo hemos decidido ser y continuar siendo animales políticos.



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