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martes, julio 04, 2023

Ampliar soberanía sobre el tiempo que somos

Obra de Janto Garrucho

Un indicador muy fiable de progreso radica en la cantidad de tiempo sobre la que una persona posee soberanía. Cuanto más primado se disponga sobre un mayor volumen de tiempo sin que por ello se vea reducida la capacidad adquisitiva, mayor progreso humano. Y a la inversa. Restar soberanía sobre la gobernabilidad de nuestro tiempo, dejar de ser los propietarios legítimos de grandes franjas de tiempo diario, evidencia regresión y nos aleja paulatinamente de la prosperidad civilizatoria. Convertir esta aspiración en una serie de condiciones sociales y valores colectivos que la posibiliten en quienes la deseen, es una muestra de avance ilustrado. De poco sirven los grandes hallazgos tecnocientíficos y la expansión de la ecología digital si no adjuntan la libre posesión de una cuantía de tiempo cada vez más extensa para que cada cual la habite según sus preferencias y sus vocaciones. Esta ecuación no vincula exclusivamente con las decisiones privativas de la esfera personal, sobre todo señala y responsabiliza a la comunidad política de la que formamos parte como irrenunciable ciudadanía. Cuando la articulación de la vida en común permite que las personas amplíen tiempo propio sobre el que se erigen en propietarias exclusivas, entonces progresamos. Cuando gradualmente se estrechan esos segmentos de tiempo en aras de complacer a las preceptivas fuerzas monetarias emboscadas en el eufemismo de la exigencia productiva, entonces involucionamos.

Afortunadamente el léxico que utilizamos para segregar los tiempos de producción de los tiempos propios es muy honesto. Cuando nos ubicamos fuera del tiempo productivo hablamos de tiempo libre, lo que permite colegir que no somos libres cuando formamos parte del engranaje de la producción. Disponibilidad, movilidad, flexibilidad, temporalidad, precariedad, son indiscutidos vectores neoliberales que atentan contra la soberanía de nuestro tiempo, y que la conversación pública debería abordar críticamente situando la vida humana en el centro de la reflexión. La vehemencia productiva y la rentabilidad entendida exclusivamente en términos monetarios boicotean permanentemente cualquier conato de adquisición de tiempo y todo lo humano que se deriva de esta apropiación. Somos ser y tiempo, como reza el título de la afamada obra de Heidegger, y si perdemos titularidad sobre el tiempo estamos licuando el ser que somos. A quién debería pertenecer el tiempo que somos y en qué porcentajes es el mejor pronosticador para dilucidar cómo queremos que sea la vida humana. 

Los acuciantes mandamientos de la lógica productiva y la rentabilidad han canibalizado el tiempo que podríamos destinar al cultivo de los afectos, la amistad, el cuidado, la atención, los sueños, la vocación, los goces estéticos, las actividades ajenas al beneficio económico, a aprender a hacer todo aquello que solo se aprende haciendo. Las vidas-trabajo (término que utiliza Remedios Zafra en El bucle invisible) que configuran al sujeto contemporáneo se condensan ante todo en entregar gigantescos bloques de tiempo diario, que es una forma de desposeernos de nuestro propio ser, sobre todo cuando lo realizado en ese tiempo está desidentificado con nuestra persona. Entonces padecemos la punzada de la alienación, el momento de desgarramiento en que sentimos cómo nuestra persona languidece en tareas que solo le proporcionan un salario, la mayoría de las veces exiguo y ridículamente desacompasado con el tiempo que se exige a cambio. El activismo lanzó hace unos años una interrogación que interpelaba la ordenación de esta manera de vivir: «¿Cuánta cantidad de vida te cuesta tu sueldo?». En Ciudad princesa Marina Garcés es taxativa. «El dinero se paga con vida, con tiempo de vida»Solemos desdeñar el dinero al compararlo con las dimensiones relevantes de la vida que no tienen precio, pero es lo que nos reembolsa la producción por adueñarse de nuestro tiempo, que es una manera edulcorada de señalar la incautación de nuestra vida. Un dinero destinado por la gran mayoría a sufragar las necesidades que atañe estar vivos. Si no disponemos de un tiempo ganado al tiempo de producción a través de una forma más humana de organizar la existencia  compartida, entonces vivimos subordinados a la desesperante obtención de ingresos con los que sobrevivir. En la era de la tecnociencia estaremos haciendo lo mismo que nuestros ancestros más antiquísimos, solo que de un modo aparentemente distinto.


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martes, noviembre 22, 2022

Convertir el conocimiento en práctica de vida

Obra de Valeria Duca

Existen tres conceptos que a veces se administran indistintamente cuando hablamos de aprender: información, conocimiento y sabiduría. La información son datos descontextualizados o con conexiones débiles sobre hechos o circunstancias. No solo no brinda significado por sí misma, sino que cuando hay una hiperinflación informativa genera desorden en el agente receptor, una creciente entropía que atenta contra la genuina finalidad de la propia información. En su libro No-Cosas el filósofo Byung Chul Han es categórico al explicar esta inercia perversa: «A partir de cierto punto, la información no es informativa, es deformativa». Esta realidad es tan novedosa que hemos inventado el término infoxicación para poder designarla. Igual que mucho pensamiento mata la voluntad (dilema del asno de Buridán), la sobrecarga informativa no es que mate el conocimiento, es que impide su nacimiento, que es una forma mucho más sutil de defenestrarlo. El conocimiento es un proceso laborioso en el que la información se interconecta con otra información para constituir un entramado de perspectiva y sentido. Conocer es levantar esquemas de comprensión para organizar la información entrante con información previamente almacenada y ubicarla de tal manera que su relación proporcione significado y contexto.

La sabiduría es el uso del conocimiento para dialogar con la vida y articular una mejor y más confortable habitabilidad en ella. José Antonio Marina desvela el telos de este conocimiento práctico: «conocer para comprender, y comprender para tomar decisiones y actuar». Paradójicamente la inflación informativa que padecemos está provocando una deflación de sabiduría. Poseemos mucha información, y si no la poseemos está depositada en millones de repositorios ubicados a la distancia de un clic, pero disponemos de poco conocimiento, y el conocimiento que albergamos o bien es técnico, o no lo hemos hecho memoria y aprendizaje como para metamorfosearlo en sabiduría. Con Foucault aprendimos que una experiencia es aquello que nos devuelve transformados, tanto por lo acaecido como sobre todo por su impregnación afectiva y cognitiva. Pero la elaboración de experiencia demanda el concurso de un tiempo de calidad (tiempo atento, kainós, frente a tiempo meramente acumulativo, cronos), una pausa y una presteza que permitan la sedimentación de los acontecimientos en nuestra biografía afectiva. Como defiende Javier Martínez Aldanondo, «el aprendizaje es personal, pero no individual». Cuando comparto clases suelo repertir a las alumnas y alumnos que aprender es una exclusividad suya, pero que enseñar es un asunto muy serio que nos atañe a toda la ciudadanía. Tenemos el compromiso de generar tiempos y espacios para proveernos de conocimiento y de prácticas que lo eleven a aprendizaje de vida. Lugares calmos y tiempos pausados para que los pensamientos se toquen y polinicen en pensamientos más sólidos que prologuen sentimientos buenos y acciones mejores.  

Sólo se aprende lo que se ama, como reza el título de uno de los ensayos del neurocientífico Francisco Mora, pero los tiempos de producción (y los cada vez más colonizadores de cualificación) canibalizan la pausa, que es la forma que eligen la reflexión y el análisis  para transformar la enseñanza en experiencia sabia. La celeridad y la sobreabundancia de información, o la colección de estímulos que nominamos experiencias, no dejan que el conocimiento permee lo suficiente como para dejar poso. La prosa desolada de Byung Chul Han sostiene que «hoy corremos detrás de la información sin alcanzar un saber. Tomamos nota de todo sin obtener un conocimiento. Viajamos a todas partes sin adquirir una experiencia. Nos comunicamos continuamente sin participar en una comunidad. Almacenamos grandes cantidades de datos sin recuerdos que conversar. Acumulamos amigos y seguidores sin encontrarnos con el otro. La información crea así una forma de vida sin permanencia y duración». Hace cuatro siglos Baltasar Gracián recalcaba la tragedia que suponía algo así: «De poco sirve que el conocimiento avance si el corazón se queda atrás». Se puede parafrasear: «De poco sirve tanta información si no deviene en algo de conocimiento y un poco de sabiduría»

 


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