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Obra de Kelsey Henderson |
Uno de los comportamientos que yo considero más
intolerables consiste en depositar en alguien una expectativa cuando se sabe de
antemano que no se va a satisfacer. En la obra maestra
Calle Mayor (España, 1956) del director Juan Antonio Bardem se ilustra esta sevicia. Estamos en la España de la posguerra en una pequeña ciudad de provincias y tres hombres aburridos de su propia mediocridad se mofan de una mujer a la que uno de ellos engaña haciéndole
creer que se va a casar con ella. La mujer vive ilusionada, por fin contraerá
matrimonio y no se quedará para vestir santos como su familia y las rancias tradiciones profetizaban, y cuanto mayor es su ilusión más se ríen de
ella los miserables que han urdido la burla. Toda promesa consiste en producir
una expectativa (la esperanza de conseguir una cosa) que se ubica en una futura
fecha de cumplimiento y que uno se compromete a llevar a cabo. Cuando hablo de promesas no me refiero exclusivamente a
promesas de gran trascendencia, sino a algo tan simple pero tan relevante como que uno va a hacer mañana lo que está afirmando hoy. Obviamente el contenido de esa afirmación también incumbe a otro, con el que nos tenemos que coordinar y viceversa, y por eso se trata de una
promesa, porque se está depositando algo en alguien. A veces se nos olvida, pero prometer acarrea asumir un deber y conceder al otro el derecho a exigirnos
explicaciones y reembolsarse la pérdida en caso de contravenirla.
En Para qué sirve realmente la ética, Adela Cortina cuenta la anécdota de cómo en un debate en clase sobre una situación concreta los alumnos consideraban poco inmoral el incumplimiento de una promesa. Al revés, minusvaloraban su violación. Una promesa
implica el compromiso firme con nosotros o con un tercero de hacer después lo que afirman ahora nuestras palabras. Lo contrario es hablar en vano. Todo aquel que promete algo empadrona su acción en el futuro, así
que es entendible su depreciación en un mundo donde los vínculos de todo tipo
se han precarizado (vínculos afectivos, sentimentales, personales, vocacionales, axiológicos, laborales, comunitarios) y
se pueden revocar en cualquier momento para santificación del deseo cortoplacista. El vínculo que debería anudar nuestras palabras con nuestros actos también se deshilacha. Hace
poco vi una viñeta muy graciosa que explica el crepúsculo del deber (utilizo el título de un ensayo de Guilles Lipovestky en el que el filósofo francés hablaba de este nuevo horizonte). El
dibujo muestra a un hombre y a una mujer a punto de contraer matrimonio delante del altar. En la
viñeta se ve cómo detrás de la novia aparece otra mujer vestida
igualmente de
blanco. El novio se gira y al verla le espeta entre la sorpresa y la ofensa: «¡Pero qué haces aquí! ¿No leíste
el wassap que te envié?».
En un álbum que pasó muy inadvertido Manolo Tena dio hospedería a una canción cuyo título es fantástico:
Lo prometido es duda. Es un juego de palabras nada gratuito. La promesa
es una deuda que uno contrae con un tercero, pero aquí se convierte en la duda de si el
deudor finalmente hará efectiva la devolución. No sabemos si la promesa se va a cumplir,
sobre ella sobrevuela la incertidumbre, creemos que nos reembolsaremos su contenido, pero la propia creencia implica inseguridad. El problema de no cumplir promesas no es solo quebrantarlas, sino que su
incumplimiento reiterado anima a hacer nuevas promesas con enorme irresponsabilidad, puesto que uno se concede laxitud para satisfacerlas o no. Este escenario aboca por tanto a la inutilidad de las
promesas. Hace casi una década
escribí un libro sobre los tópicos más frecuentes que hormiguean en nuestras conversaciones más coloquiales. Para mi sorpresa comprobé que la mayoría de ellos estaban destinados
a exonerarnos de la responsabilidad de nuestros actos y de nuestras palabras. El tópico más paradigmático de todos con los que me topé fue «en principio sí». Se
esgrime cuando alguien nos propone algo y tenemos que responderle si aceptamos o rechazamos la propuesta, pero con el tópico ni se afirma ni se niega la participación,
aunque se obligas al interlocutor a mantener en firme la suya. «¿Vienes
mañana al cine?», «en principio sí». «¿Te apuntas a la clase del viernes?», «en principio sí». Llegado el momento uno haces lo que más le apetezca, puesto que no se ha dicho ni sí ni no. Se trata de no prometer nada, de no contraer deberes, de no comprometerte. Otra prueba más del delibitamiento
del vínculo. En este caso no con los demás, sino entre el deseo y el deseante.
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