En una época de mi vida en la que las contrariedades se me agolpaban y no había forma de alcanzar los propósitos en los que colocaba más perseverancia, ingenio y denuedo, acuñé un aforismo que me repetía como si fuera un mantra: «me va todo tan mal que no me puedo permitir ser pesimisma». En las páginas de su último ensayo, La vacuna contra la insensatez (Ariel, 2025), José Antonio Marina alude a un grafiti muy elocuente que ahonda en esta misma dirección: «hay que dejar el pesimismo para tiempos mejores». Rebecca Solnit legitima la comparecencia de la desesperanza en los sentimientos, pero no en los análisis, porque el futuro no está hecho aún, y lo que pueda suceder en ese espacio abierto está muy determinado por lo que hagamos que ocurra en la imprevisibilidad del presente. Dicho con otras palabras. Es normal desolarse cuando las cosas van mal, es insensato aventurar que no van a ir bien.
Vivimos aquejados por la tiranía de la superioridad pesimista. Se suele afirmar que una persona optimista es una persona mal informada, de ahí que se la descalifique como ilusa, ingenua, o buenista. Por el contrario, al pesimismo se le concede holgura epistémica y una brillante lucidez que además nadie necesita acreditar. Esta asignación de valores ha fomentado que quien aspira a gozar de prestigio intelectual secunde un disciplinado pesimismo, y si desea aumentar su aura, no repare en inflacionar sus ideaciones luctuosas. A diferencia de las personas optimistas, a quienes se les urge a que demuestren la pertinencia de sus argumentos, a las pesimistas no se les exige discursivamente nada cuando anuncian la irreversibilidad de lo que va mal. Huelga explicar que mostrarse pesimista no acarrea exigencia cognitiva alguna. Basta con oscurecer las apreciaciones sobre la realidad, y por supuesto negarle su condición de cónclave de posibilidades. También prestigia presentar enmiendas a la totalidad, o elevar al rango de categoría infrangible lo que no es sino una anécdota aislada. Con una asombrosa facilidad conferimos verosimilitud a los mensajes dicotómicos, absolutos, totalizadores, reduccionistas, catastrofistas, inapelables, siempre y cuando ofrezcan motivos para amedrentarnos o indignarnos. Recuerdo acudir a una asamblea activista en una plaza en la que de repente se puso a llover. La mayoría de quienes asistíamos corrimos a guarecernos de la lluvia. Entonces una persona gritó totalmente airada: «¿Cómo vamos a cambiar el mundo si porque llueva suspendemos la asamblea?». Era una interrogación tramposa que cumplía a rajatabla el manual del pesimista indignado y totalizador. Quien lea este artículo convendrá que es perfectamente compatible aspirar a mejorar el mundo y no acabar empapado.
Existe un posicionamiento inteligente que sostiene que pensar el mundo desde la dicotomía optimismo-pesimismo adolece de falta de sentido. Byung-Chul Han afirma en El espíritu de la esperanza que «en el fondo, el pesimismo no se diferencia tanto del optimismo. En realidad, es su reflejo inverso. (...) Tanto el optimista como el pesimista son ciegos para las posibilidades. Nada saben de eventos que puedan dar un giro sorprendente al curso de los acontecimientos. Carecen de imaginación para lo nuevo». Noam Chomsky define a la persona ejemplar como aquella que sigue intentándolo a pesar de que sabe que no hay esperanza. En su ensayo Optimismo contra el desaliento desmenuza esta aparente aporía. No podemos saber si la situación en la que nos encontramos es irrevocable o mejorable, pero «lo que sí que sabemos, sin embargo, es que si sucumbimos a la desesperación ayudaremos a asegurar que lo peor pase. Y si tomamos las esperanzas que existen y trabajamos para hacer el mejor uso de ellas, podría haber un mundo mejor».
En Una filosofía del miedo, el agudo Bernat Castany Prado da en la clave: «La confianza en el mundo no es optimismo. Es algo más parecido al viejo argumento kantiano según el cual, si actuamos como si existiera el progreso, entonces nuestras acciones serán de tal tipo que puede que hagan que la historia progrese». Los desenlaces aún no han acontecido y se construyen sobre aquello que hacemos que ocurra. Si alentamos una situación, aumentan las posibilidades de que se dé la situación alentada. Esta forma de instalación en la existencia sirve tanto para las expectativas biográficas como para la imaginación política de construir un mundo más decente y confortable para quienes lo habitamos ahora pero también para quienes serán sus huéspedes mañana. Se requiere pensar de otro modo para imaginar de otro modo y actuar de otra manera. Leernos desde otras temporalidades y otras perspectivas que inspiren a intervenir en los espacios de acción más allá del binomio reductor optimismo y pesimismo. Aquí termina la undécima temporada de este Espacio Suma NO Cero, la cita semanal en la que todos los martes del curso académico he compartido mi voz y mi mirada sedimentada en escritura. Ojalá quienes hayáis leído estos artículos hayáis encontrado en ellos un buen motivo para dialogar con vuestra propia persona. Buen verano para todas y todos.
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