Obra de Enrique Collar |
La emancipación del marco colectivo de la vida en pareja, su
autonomización y desvinculación de la esfera religiosa, fue un avance que benefició al amor. En épocas pretéritas había fidelidad a la
relación marital, pero no necesariamente al amor. Ocurría que si el amor periclitaba,
la relación, que era la osamenta civil del amor, continuaba en pie, aunque
estuviese huera. Surgían así cautiverios en los que la conducta
privada se asfixiaba bajo el peso de lo institucionalizado. Desarticular la presión
social y la normatividad sobre la vida compartida trajo la consagración del
amor, pero en su dorso también trajo, debido a la exacerbación del
deseo en todos los ámbitos, la debilitación del vínculo. Como cualquier unión puede deshacerse en
cualquier momento, empleamos tanta energía en vivir la relación como en
habilitar la salida de incendios para evitar que esa relación no nos provoque
quemaduras de cierto grado en caso de que termine. Para tramar una salida de emergencia
es necesario pensar en la conclusión de la relación y por supuesto en negarle
todos los recursos, que habrá que repartir entre la vivencia de la relación y
una alternativa por si la relación fenece. Es harto difícil madurar una
relación si flota permanentemente la idea de su defunción. El
pacto amoroso se puede derogar, el contrato rescindir, el deseo se puede
disolver, y esta realidad, verificada por la sucesión monógama de parejas
efímeras, o por una colección de fracasos y sufrimiento, es un fértil
territorio para la desconfianza y la cautela. Puesto que cada vez nuestros
deseos son más mutátiles, la fidelidad al deseo del amor trae
en su anverso el recelo a la relación amorosa. He aquí la paradoja.
La plausible lealtad al amor se
ha convertido en un problema nada trivial. Al ser el deseo tan volátil, esa
fidelidad es líquida. Hoy es sí, pero mañana por la mañana no sé. En La capital del mundo es nosotros yo retraté esta tesitura y el
increíble paralelismo que mantiene con los contratos temporales que se firman actualmente
en el ecosistema laboral. Fluctuamos entre lo renovable y lo revocable. El
amor vincula con lo más integral de nosotros, y si ese amor se puede revocar en
cualquier instante, el miedo se instala en las estancias más profundas del ser
que somos. Miedo a ser un amante de paso, a ser víctimas de la trashumancia de
las relaciones, de un deseo que se enciende y se apaga aceleradamente ante la
llegada de otro que procure la paradisíaca efervescencia de las inauguraciones
sentimentales. La socióloga del amor Eva Illouz defiende esta tesis en el
formidable Por qué nos duele el amor.
En su ensayo De la ligereza, Guilles
Lipovetsky habla del miedo a que nos conviertan en «una subjetividad
canjeable». También hay miedos en la dirección contraria. Miedo a cargar con el otro al que, si nos comprometemos con él, le otorgamos el derecho
a reclamar el cumplimiento de lo que prometimos. El antídoto profiláctico
contra la posible decepción o contra la posible reclamación es limitar la
inversión sentimental en el proyecto, o directamente descartar que se trate de
un proyecto. Así que nada de promesas, nada de compromisos, nada de grandes inversiones
afectivas, nada de dibujar horizontes en común. Entramos en un bucle mórbido
bajo la constatación de que la anorexia del amor provoca obesidad en el miedo a
la relación. Si el vínculo adelgaza, los temores cogen inmediato sobrepeso. Y si
los temores engordan, el vínculo enflaquece todavía más. Panorama poco
halagüeño a la vista.
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