Con una prosa de alto octanaje retórico y epatante belleza, una escritura
que se pasea por lo poético y lo analítico, Vicente Verdú propone en La
hoguera del capital (Temas de Hoy) una excursión serpenteante que
recorre todos los posibles elementos que han concurrido para abocarnos a
esta situación de peliaguda crisis económica, política y social, el análisis
pormenorizado de un tiempo que fenece y que nos entrega a otro que poco a poco
empezamos a desprecintar. Lo hace a modo de mosaico, callejeando por realidades
heterogéneas tupidamente interconectadas que dotan de contenido la eventualidad
de vivir. Las causas multifacéticas de la gran crisis (hipotecas subprime,
entidades bancarias quebradas, delincuencia financiera, estados extorsionados
por la especulación depredadora, eliminación de bancos centrales, desorientación vital en la escala de las cosas
importantes, etc. ), Verdú las relee y las escudriña como la lujuria del
crédito, la patología de la abundancia, el universo del delirio, la
descomposición de la política, la aceleración hipertrofiada destinada a
conquistar el beneficio crematístico e incrementarlo mágica e insosteniblemente
en cada ejercicio, la necrosis de la Unión Europea. Las soluciones para salvar al
paciente de una enfermedad tan inclemente y poco nítida no han servido para
nada, como ya insistía en su obra anterior El capitalismo funeral:
«No saber con certeza lo que pasa, no poder explicarnos cómo el sistema ha
engullido tal cantidad monetaria sin ganar o mejorar su debilidad, denota que
su raquitismo no halla salvación en la medicina convencional».
A pesar de la imposibilidad de vaticinar nada («el máximo seguro es la
seguridad de lo incierto», certeza que explica por qué los economistas han
errado en el pasado inmediato y yerran una y otra vez en sus hechiceras
predicciones), el autor intuye nuevos escenarios en los que la emoción y la
vinculación social serán los protagonistas de la vida de las personas. La
tecnología, sobre todo la destinada a afinar la comunicación, y las redes
sociales transparentan el deseo innato de la conectividad, la inercia
genética a relacionarnos con los demás, a ser y estar con otros seres, a la
interacción con el otro como manera de ser felices y extender posibilidades. Se
auguran nuevos y humanizados horizontes donde el dinero en su vieja acepción
tendrá una mera presencia subsidiaria. El conocimiento, los goces estéticos,
las relaciones personales («la degustación del otro»), las compensaciones
afectivas, un progreso de contenido humano (hay que decantarse entre «el
crecimiento de las rentas o la rentabilidad de la vida»), ocuparán lugares de
privilegio en la jerarquía ética de las personas del nuevo tiempo poscrisis.
El ensayo es una loa a la cooperación, a recordar que la humanidad sólo ha
prosperado cuando ha aunado fuerzas para la construcción de espacios colectivos. La solución no es una revolución. Es una colaboración. «No es
el fin de la Historia,
sino el principio de Otra Historia. Una historia inédita que mediante la
metamorfosis llevará a un porvenir más saludable y empático, mas cariñoso,
complejo y vecinal».