Obra de Paola Wiciak |
En su último libro, Los hombres
no son islas, el recientemente fallecido Nuccio Ordine sostenía que la sabiduría
no es una ciencia productiva. El saber no puede servir exclusivamente a empeños tan prosaicos
como el provecho monetario o la ampliación de posibilidades laborales. Líneas más adelante se ratificaba en su idea: «el auténtico
conocimiento no sirve porque no es servil, nos ayuda a ser mejores». Es un argumento análogo al que trazó en el libro que
le donó celebridad, La utilidad de lo inútil.
Por paradójico que pueda parecer, el conocimiento no es utilitarista, aunque no hay nada más útil que el
conocimiento. La noción de utilidad en la civilización del empleo y la técnica reduce el conocimiento a instrumento para optar a una empleabilidad con alto valor de uso en el mercado. En palabras de Aristóteles la filosofía no sirve para nada, porque no es
un medio, es un fin en sí mismo. Pensar no es un instrumento al servicio de algo
concreto, sino que el propio despliegue del pensamiento es un fin en sí mismo
que modula el carácter y la mentalidad de la persona.
El pasado miércoles 25 de octubre el catedrático de Teoría de la Literatura Antonio Monegal obtuvo el Premio Nacional de Ensayo con su obra Como el aire que respiramos: el sentido de la cultura (Acantilado, 2022). En las páginas del libro desgrana diferentes nociones de cultura que la asientan como un fin en sí misma muy parecido al que Aristóteles confería al pensamiento y Ordine a la literatura: «la cultura es toda forma de estar en el mundo, cómo los seres humanos organizan su existencia», «vasto repertorio de modelos para dar sentido y organizar la vida», «la cultura actúa como determinante de los procesos de construcción de sentido y relación con el entorno». Me resulta muy audaz la definición que aparece al final del ensayo: «Es el sistema mediante el que se construyen, expresan, organizan y negocian diferencias, identidades, relatos, conflictos y formas de convivencia. Reconcilia los desajustes entre el ser humano y el mundo, modula el horizonte de lo posible y nos invita a enunciar anhelos utópicos».
En el ensayo premiado el profesor Antonio Monegal sostiene que cada vez que problematizamos en torno a la cultura erramos en la formulación de la pregunta. En vez de preguntar para qué sirve la cultura, la interrogación más pertinente debería orbitar sobre qué hace la cultura con las personas. «Preguntarse qué hace la cultura es desplazar el debate desde el cuestionamiento del valor hacia la determinación de sentido». Al proveernos de interrogantes sobre qué hace la cultura con las personas, el escrutinio propio de la racionalidad neoliberal (que relee cualquier orden humano en términos de coste y beneficio económico) no es pertinente. No podemos constreñir la cultura a mercancía degradada a entretenimiento, actividad lucrativa o patrimonio que explotar a través del turismo. La pregunta sobre qué nos hace la cultura la eleva a condición connatural del hecho de existir. El título del libro nace de esta atestiguada certeza, porque compara la cultura con el aire que nos confiere poder estar vivos. «La cultura es un vasto repertorio de modelos para dar sentido y organizar la vida. La cultura es un bien común». Unas páginas después el autor vuelve a hacer hincapié en este aspecto: «la cultura no es un lujo, es un recurso vital».
Nada más recibir el galardón, Monegal
detalla un poco más esta visión omniabarcativa en una entrevista concedida a La Vanguardia: «La gente habla del mundo de la
cultura separado del resto. Para mí el mundo de la cultura es el mundo, no hay
un mundo fuera de la cultura. Hemos de preocuparnos si consideramos que puedes
encontrar mejores modelos de vida y mayores recursos para aprender empatía,
solidaridad y comprensión del punto de vista del otro en la literatura o en
ciertas películas que simplemente mirando la información que te llega por
TikTok». Fernando Savater sostiene que la cultura sirve para disfrutar con muy poco dinero de una amplia panoplia de cosas, aseveración muy atinada que se puede conjugar con la de
Kierkeegard, que arguyía que la cultura es una manera de apreciar lo sublime
en lo mundano. Cuando uno tiene la capacidad analítica de ver lo extraordinario
en lo ordinario puede vivir asiduos episodios de delectación extrema sin la intermediación monetaria. El escritor y
poeta Antonio Lucas posee un repertorio de definiciones de cultura comprimido
en el texto que escribió para el libro compartido Perder la gracia. Con su reluciente prosa nos dice que «la cultura entrega utensilios para
consolidar la voluntad propia», «la
cultura no es un espacio excluyente o sagrado, sino el camino natural para
tomar conciencia de lo que somos». En un mundo saturado de saberes instrumentales resulta difícil entender que la cultura abastece a las personas de estructura y criterio crítico de sentido. Como el ser humano es un ser en tránsito uncido a su propia autodeterminación, saber elegir es la tarea más medular de todas con que la vida le confronta. «La cultura
sirve para enriquecer el horizonte de lo posible», escribe Monegal. No hay propósito más elevado al que podamos aspirar. Individual y colectivamente.
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