El falso consenso es un sesgo
derivado de las interacciones sociales. Tendemos a sobrestimar el grado de
similitud entre nuestras posiciones y conductas y las de los demás. El dinamismo de este sesgo es sencillo pero muy efectivo. Un suceso se filtra en nuestro esquema interpretativo
y deducimos que el resultado de esa interpretación es análogo al que realizará
la mayoría de las personas. Dicho de un modo más coloquial. Existe una
propensión a creer que los demás piensan como nosotros. El falso consenso nos
coge de la mano y nos lleva a ese lugar del pensamiento en el que convertimos nuestra realidad en la realidad. Para
poder realizar una operación tan tremendamente compleja este sesgo necesita intervenir sobre dos elementos protagonistas en la construcción de
nuestros juicios: el sentimiento y el
conocimiento. La función operativa del
sentimiento agrupa experiencias personales en las que un sujeto evalúa el grado
de entendimiento que entablan sus deseos y la realidad. Por el contrario, el
conocimiento analiza las cosas desde la distancia, inyectando una posible objetividad
vetada al sentimiento. El efecto del
faso consenso distorsiona ambas funciones. Transfigura nuestros sentimientos en la medida de todas las cosas y
anula la prudencial distancia de
seguridad que el conocimiento debería mantener con la realidad para analizarla críticamente.
Surge así una transposición de mundos. Mi mundo se transforma en el mundo. Mi
mundo es la fidedigna representación del mundo de los demás.
Son muchos los elementos que se
interpenetran para que se produzca este increíble encogimiento del mundo. Uno
de los vectores que favorecen el falso consenso es la disponibilidad cognitiva.
Nos centramos más en opiniones que apuntalan la nuestra y pensamos menos en opiniones alternativas
que supongan una amenaza para nuestras certezas y por extensión para nuestra
autoestima. Rosa Montero lo explicaba
muy bien en su último artículo dominical: «Todos tenemos la tendencia a creer
que nuestro pequeño mundo es el mundo entero; todos solemos medir la realidad
por la vara de lo poquito que conocemos. Y, sobre todo, intentamos no ver lo
que nos duele, lo que nos incomoda. Esto es algo muy humano; es un rasgo
incluso positivo para nuestro equilibrio psicológico, una buena defensa de
nuestra mente». Hay más factores que martillean
el falso consenso. Interactuamos más con aquellas personas que poseen cosmovisiones parecidas a la
nuestra y solemos declinar encuentros prolongados y profundos con quienes nos
las cuestionan. Nuestra vida se remansa en nichos ecológicos muy homogéneos en
los que rara vez emergen visiones poliédricas. Nos gusta compartir nuestro
tiempo no remunerado con aquellas personas que se parecen a nosotros para que
así nos devuelvan una imagen grata y apreciada de nosotros mismos. Nos incomoda
la exogamia porque se revela muy agotador convivir con gente que refuta
nuestras creencias y expectativas y convierte nuestra vida en un elemento que
merece ser examinado. Nuestra memoria actúa selectivamente y está más atenta a recuperar
del olvido sucesos que confirman nuestros argumentos que a rastrear aquellos
que los objetan. Habitualmente limamos
las aristas de nuestras críticas para recibir la venia del grupo al que
pertenecemos y así poco a poco nuestro cerebro evalúa las cosas desde un pensamiento
grupal en el que se diluye toda propuesta personal que suponga algún tipo de divergencia. Nuestra atención tiende a posarse allí donde
salimos bien parados y tiende a desdeñar los lugares en los que se cuestiona el
concepto que tenemos de nuestra persona. Todos estos elementos interactúan simultáneamente sobre el sentimiento y sobre el conocimiento para configurarlos de un modo nuevo. Resulta muy fácil caer en el falso
consenso. Resulta muy difícil salir de él. La primera reacción de las personas es negarnos a aceptar que nuestros juicios están sesgados.
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