La andadura vital de cualquiera de nosotros se resume en
una pugna encarnizada entre lo que uno pretende y lo que le acontece. Dicho liso y llanamente. Se trataría de la lucha entre el deseo y la realidad. Para
acotar lo que quiero decir definiré ambas magnitudes. Entiendo como deseo
el borbotear de una ausencia que anhela hacerse presencia. Para intentar alcanzar ese cometido
las personas desplegamos esfuerzo y un complot de competencias afines a lo deseado. Entiendo como realidad la
cuota de resistencia que se opone a que culminemos esa conquista. Recuerdo leerle a Benjamín
Prado en una de sus novelas que el deseo es justo lo contrario a la realidad.
La realidad se dedica a enviudar muchos deseos, sobre todo aquellos que
fueron engendrados por un déficit de realidad. Antonio Machado abrevió en un verso antológico toda esta maraña existencial: «Yo me jacto de mis propósitos, no de mis logros». Vuelvo a la terminología con la
que inicié este texto. La mayoría de las veces el acontecimiento noquea
nuestros propósitos y nos hace tachar parte de lo diagramado. En el ensayo Ética de la hospitalidad, Daniel
Innerarity insiste en segregar las acciones controladas de las que
acontecen, en diferir entre las cosas que hacemos y las cosas que nos pasan. Esta
escisión es primordial para comprender lo incomprensible.
Nuestra vida está plagada de hechos que acontecen sin
nuestro consentimiento, pero que sin embargo definen y redondean nuestra biografía.
Son microacontecimientos que se filtran poco a poco, o macroacontecimientos con una irradiación cegadora, que nos hacen
arribar a estaciones inimaginadas cuando urdimos planes y nos proyectamos. Una de mis frases favoritas alude a este hecho que escapa a nuestro control volitivo: «Si quieres que Dios se parta de la risa, cuéntale tus planes». Aquello que ahora
posee un protagonismo nuclear en nuestra vida ocurrió de una manera
aleatoria, tan contingente que sucedió como pudo perfectamente no haber
sucedido. Estos hechos dados nos donan particularidad, una identidad
sobrevenida, frente a los hechos creados que nos confieren singularidad, una
identidad electiva. En el espacio
intersubjetivo en el que somos existencias ensambladas a otras existencias, y en
un mundo articulado por la irrupción permanente de lo incontrolable, las cosas
no se pueden evaluar con la simpleza de atribuir a la implicación personal la
responsabilidad de todo lo que le ocurra a uno. La ideología del esfuerzo confunde ambas dimensiones al
elevar al estatuto de sinonimia voluntad y resultado, y provoca severas contusiones sentimentales en los individuos. Cuando observamos que esa falta de suficiencia impide la domesticación de los acontecimientos,
entonces nos sentimos humanos. Es en esa experiencia dramática cuando aceptamos que ignoramos por completo la magnitud de nuestra ignorancia. kant
afirmaba que la inteligencia de un ser humano se mide por la cantidad de incertidumbre que puede soportar. Me atrevo a parafrasearlo. La inteligencia de cualquier persona se mide por la cantidad de ignorancia que es capaz de admitir como parte de su conocimiento.