Obra de Bo Bartlett |
Desdeñar la colaboración nacida de la empatía del dolor supone
un duro revés para el discurso cívico. Como le leí hace poco a Leonardo da Sandra en su Filosofía para desencantados, «el lema
rector de toda civilidad debe ser buscar el mayor beneficio para la mayor
cantidad de gente el mayor tiempo posible». Pero ¿alguien se puede embarcar en
una tarea cívica así de descomunal si nos negamos a que nos ayuden porque no deseamos compartir
nuestro dolor? La legitimidad o ilegitimidad de la compasión, su narcisismo o su altruismo, parece que estriba en
las motivaciones que nos impulsan a ella. Podemos compadecernos por una pura
lógica de la reciprocidad, tanto directa o indirecta, para que nos ayuden a
nosotros si alguna vez nos encontramos en una infausta situación similar. Podemos actuar por la gratificación intrínseca que
supone aliarse con el desdichado, lo que hace que utilicemos al otro para
sentirnos bien nosotros.
Pero también podemos guiarnos desinstrumentalizadamente al comprobar que todos pertenecemos al género humano y que nuestra condición de seres frágiles deambulando por la vida sin destino fijo, ni certezas, ni inmunidad a la adversidad biológica (cuitas, dolor, enfermedad, decrepitud) que tarde o temprano nos visitará, requiere la participación de nuestros congéneres para reducir nuestra vulnerabilidad. Nos impulsaría una cuestión ética, el humanismo que destila nuestra identificación de equivalencia con el otro, lo que, como defiende Arteta, convierte la compasión más en una virtud que en un sentimiento. La filósofa norteamericana y experta en el estudio de las emociones Martha Nussbaum explica que la compasión como emoción racional se transforma en justicia. La compasión se transfigura en ética, en civismo, en sociabilidad, en conciencia de nuestra interdependencia de seres frágiles que conviven con otros seres frágiles en espacios compartidos en un lapso concreto de tiempo que llamamos vida. El clásico susurró: «Nada humano me es ajeno». Podemos parafrasearlo aquí: «Todo dolor humano me es propio».
Artículos relacionados:
Empatía, compasión y Derechos Humanos.
Contraempatía, sentirse bien cuando otro se siente mal.
Sin imaginación no hay compasión.
Pero también podemos guiarnos desinstrumentalizadamente al comprobar que todos pertenecemos al género humano y que nuestra condición de seres frágiles deambulando por la vida sin destino fijo, ni certezas, ni inmunidad a la adversidad biológica (cuitas, dolor, enfermedad, decrepitud) que tarde o temprano nos visitará, requiere la participación de nuestros congéneres para reducir nuestra vulnerabilidad. Nos impulsaría una cuestión ética, el humanismo que destila nuestra identificación de equivalencia con el otro, lo que, como defiende Arteta, convierte la compasión más en una virtud que en un sentimiento. La filósofa norteamericana y experta en el estudio de las emociones Martha Nussbaum explica que la compasión como emoción racional se transforma en justicia. La compasión se transfigura en ética, en civismo, en sociabilidad, en conciencia de nuestra interdependencia de seres frágiles que conviven con otros seres frágiles en espacios compartidos en un lapso concreto de tiempo que llamamos vida. El clásico susurró: «Nada humano me es ajeno». Podemos parafrasearlo aquí: «Todo dolor humano me es propio».
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