martes, octubre 07, 2025

Dos confrontaciones simultáneas: la bélica y la del lenguaje

Obra de Noell S. Oszvald

Resulta descorazonador contemplar una vez más cómo se despliega la horrenda industrialización de la violencia para resolver un conflicto. Desconsuela porque cualquiera que haya dedicado reflexión a los trajines humanos sabe anticipadamente que la palabra educada expresada en una experiencia compartida de diálogo posee el monopolio de la solución de cualquier discrepancia. Dañar o conminar con hacerlo no modifica el motivo que originó la divergencia. José Antonio Marina postula en su ensayo La vacuna contra la insensatez que la persistencia ancestral de las guerras como solución de conflictos es una muestra de estupidez crónica de la especie. La estupidez es un tema muy serio que acometeré en futuros artículos, pero a modo de avanzadilla consignaré que la estupidez es una forma de emplear la inteligencia, y no la ausencia de inteligencia. Al comprobar la similitud de eventos bélicos contemporáneos con otros igual de espantosos domiciliados en el pasado, solemos enunciar con tono derrotista que la historia tiende a repetirse, pero no es así. La historia no se repite, quien se repite es la conducta humana. La historia nos enseña y los seres humanos nos obcecamos en no aprender apenas nada de ella.  Esta tenacidad delata un mal uso de la inteligencia, pero sobre todo revela la presencia triunfal de la estupidez.

La mayor atrocidad que un ser humano puede infligir a otro ser humano consiste en truncarle todas las posibilidades que alberga una vida arrebatándosela. Los escenarios mediados por la instumentalización tecnológica de la violencia reproducen miméticamente esta ignominia, pero a gran escala, lo que hace que se configuren sorprendentes especificidades valorativas. Matar deliberadamente a una persona te convierte en un asesino, matar en cantidades inconmensurables te hace acreedor de honores y de que tu nombre eluda la desmemoria al bautizar con él las calles y las plazas más insignes de las ciudades. Para transitar de la condición asesina a la celebratoria de la condecoración y la loa solo existe el camino de la narración, la maleabilidad con la que el lenguaje y su asombrosa plasticidad metamorfosea los hechos y les brinda un sentido. Cada vez que se desencadena una guerra o cualquiera de sus variantes (invasión, asedio, colonización, anexión, genocidio, campos de concentración, pogromos, gulags), se libran en simultáneo la batalla consustancial al cruento uso de la fuerza y su racionalidad de muerte, y la batalla del lenguaje, la de conferir legitimidad e incluso fetichismo al despliegue destructor de esa misma fuerza. La semana pasada la escritora Nuria Alabao argumentaba en Ctxt que «el nombrar, categorizar y jerarquizar las violencias constituye una de las formas más sutiles pero más efectivas del ejercicio del poder». Detenta estatus de dominación quien posee la capacidad de taxonomizar, conceptualizar y administrar los vocablos precisos en el relato que hegemoniza la conversación pública.  

En el estremecedor y recientemente publicado ensayo, Narrar el abismo, la escritora y reportera de conflictos Patricia Simón ofrece una reflexión excelsamente explicada: «La guerra es un sistema cultural, un diálogo en el que el lenguaje más visible son las armas, pero que comienza con la construcción de un relato que presenta el recurso a la violencia como necesario, legítimo e inevitable. Un relato que mutará y se adaptará a los dictámenes de quienes medran en el poder, se lucran con él y lo monopolizan mediante el desgarro y la muerte de otras personas. La guerra se nutre y se retroalimenta con eufemismos, y se sofoca con el rigor de la palabra exacta. Cuando el periodista emplea los vocablos que engrasan la maquinaria bélica, se degrada para convertirse en propagandista. Cuando repite acríticamente las que difunden los actores armados, queda reducido a ser su altavoz. Y si alguno lo justifica, amparándose en una supuesta equidistancia o neutralidad, o es un cínico o un ignorante, ninguna de las dos opciones le exime de su responsabilidad. Precisamente, el periodismo de conflictos tiene la obligación de identificar los constructos que se presentan como el único sentido común posible, mostrar sus engranajes diseñados al servicio de la causa bélica y desactivarlos como un hacker al sacarlos a la luz». Detrás de cada guerra hay una guerra de palabras. La palabra no mata, pero está perfectamente facultada para que lo hagan en su nombre. Hay una forma de desarticular la perversidad de este mecanismo. Escuchar con atención el testimonio de quien sufre el terror inherente a cancelar la civilización y ceder el paso al uso instrumental de la violencia armamentística. Es lo que ofrece Patricia Simón en las páginas de su libro. Dialogar con las víctimas permite entender lo que los hacedores de la guerra no quieren que nadie entienda.

 
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martes, septiembre 30, 2025

«Volver a la rutina»

Obra de Paola Wiciak

Se hizo frecuente oír en las conversaciones la expresión «volver a la rutina» cuando el verano y las vacaciones se desvanecieron. Quienes la enunciaban solían hacerlo con tono lúgubre y aire desolado. Reconozco que me entristecía escuchar este lugar común, porque delataba vidas insatisfechas y porque generalizaban acríticamente el concepto de una rutina que sin embargo merece matices y resignificación. Volver a la rutina puede devenir momento desdichado si la rutina a la que se regresa entraña desdicha, pero volver a la rutina puede ser un lance querido si la rutina a la que se retorna es deseable. Aunque la rutina puede ser alienante o restrictiva, bien urdida es un poderoso recurso cognitivo en el que confluyen actos de resistencia personal. Consiste en pautar un conglomerado de actividades para llevarlas a cabo de forma regular sin la agotadora necesidad de programarlas a cada instante. La rutina y los hábitos sobre los que se asienta modulan la experiencia humana y proporcionan serenidad, orientación y hogar. Es cierto que la rutina es la pretensión siempre fallida de articular un mundo que reconocemos repleto de vicisitudes e imponderables, que en ella hay un intento de domesticación de lo indomable, una forma de conjurar la presencia informe que rodea al ser que somos. Pero no es menos cierto que la rutina fecunda una consistencia y una continuidad esenciales para evitar que la celeridad de la vida diaria, el inmenso caudal informativo y la sobreabundancia de opciones devengan apabullantes, insujetables e incluso angustiantes. Ofrece una estructura sobre la que vertebrar lo que acaece. Construye la casa en la que el ser se protege de la intemperie.

Quizá la interrupción vacacional de la rutina permite ver con más nitidez lo que la propia rutina invisibiliza con su omnipresencia el resto del año. La caracterización peyorativa de volver a la rutina sugiere admitir que voluminosos segmentos de tiempo y denuedo se destinan a actividades desabridas y cronófagas con las que obtener unos ingresos que sufraguen el mantenimiento material de la vida,  o esquivar el muy mal vivir al que condena la privación de coberturas básicas. Con su habitual perspicacia, el crítico cultural Terry Eagleton sintetiza esta deriva contemporánea cuando describe que «la mayor parte de nuestra energía creativa se invertirá en producir los medios de vida y no en saborear la vida misma». Empleamos tanto tiempo y energía en sobrevivir que se nos quitan las ganas de vivir. El propio Eagleton muestra estupefacción ante la resignada conformidad de este disparate: «No deja de ser asombroso que en pleno siglo XXI la organización material de la vida siga ocupando el lugar preeminente que ya ocupaba en la Edad de Piedra». Es muy sensato que volver a esta rutina despierte sentimientos lóbregos. Revela el retorno a un conjunto de disposiciones articuladas por la adquisición de recursos monetarios a través de actividades asalariadas que monopolizan el tiempo de vida. La aversión a la rutina se devela como una fórmula eufemística. No se tiene inquina a lo rutinario, sino a la coerción y alienación inherentes a la esfera laboral. 

Las actividades en las que somos empleados las desempeñamos tan rutinariamente que las hemos naturalizado, e incluso las hemos ensalzado en narrativas que nos recalcan que gracias a esa ejecución nos autorrealizamos y dotamos de un propósito plausible la vida. Frente a estos enunciados que santifican los tiempos de producción, cabe oponer con rutinas inteligentes tiempos de reflexión e imaginación ética, aquellos en los que el pensamiento se dedica a deliberar sobre qué es una vida buena y cómo podríamos encarnarla en la trama de la vida en común. Quizá deberíamos dedicar menos esfuerzo a la mera materialidad de la vida en favor del cultivo del alma (vivir en la verdad, crear belleza, ser justos y tener compasión, como propone Rob Riemen). Volver a la rutina será un acontecimiento gozoso o doloroso según la naturaleza de las actividades que la conformen. Si son autodeterminadas, suelen implicar delectación y plenitud; si son impuestas, pueden convertirse en focos de alienación, ansiedad o vacío. Como ciudadanía, como personas irrevocablemente interdependientes con capacidad de agencia, nos atañe pensar cuáles de esas actividades queremos privilegiar, y qué podemos hacer colectivamente para volver habitables nuestras rutinas.

 

(*) Este es el primer artículo de la decimosegunda temporada de este Espacio Suma NO Cero. A partir de hoy, todos los martes del curso académico compartiré deliberación y escritura sobre la interacción humana. Toda persona que desee pasear por aquí, que se sienta invitada.

 

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