jueves, julio 10, 2014

Soledad afectiva, soledad social



La soledad goza de una centralidad indiscutible en el mapa de nuestros miedos. Es lógico porque su presencia debilita nuestra herencia genética de animales sociales. Como si se tratara de una tergiversación biológica, la soledad confabula contra las grandes motivaciones del ser humano, contra nuestra necesidad de donar y a la vez proveernos de afecto y estima, de reconocimiento, de interacción con los demás. La soledad nos despoja de afiliación, nos aprisiona en la geografía aislada de nosotros mismos, nos enjaula en la territorialidad de las rumiaciones y nos hace acceder al salón privado de los espejos desfavorecedores. A mí me gusta afirmar en los cursos que nadie llega nunca a una conclusión feliz después de una noche de insomnio en la que sin moverse de la cama no ha dejado de dar vueltas y vueltas sobre sí mismo. Ocurre lo mismo con la deriva de la soledad. Nadie alcanza un escenario alegre si permanece solo más tiempo del que le gustaría. Existen dos tipos de soledad que permiten reembolsarnos réditos muy distintos: la voluntaria y la indeseada, una soledad balsámica y otra lacerante. Como todo aquello que adoptamos por decisión propia, la primera es domesticadamente fértil y nos pone de un modo controlado en contacto con lo más introspectivo de nosotros mismos en los instantes que nos apetece colmar intereses privados. La segunda es impuesta y, como toda situación de cambio que no controlamos, nos provoca aversión.  

Esta segunda soledad es muy déspota y muy corrosiva. A su vez se bifurca en otras dos soledades que arañan por dentro: la soledad social (desconexión crónica o transitoria de contactos regulares con los que compartir intereses y actividades), y la soledad emocional (escasez de apoyo afectivo e intimidad). La existencia de estas dos soledades puede provocar paradojas como que uno se sienta solo a pesar de estar rodeado de gente (la soledad emocional prevalece en este caso sobre la social), o que transitoriamente se encuentre muy solo aunque posea contactos valiosos con los que compartir su universo sentimental (aquí la soledad social predomina sobre la emocional, y desdice a Séneca cuando afirmaba que la soledad no es estar solo, sino estar vacío). Hay algo análogo a ambas soledades indeseadas. Ambas provocan efectos malsanos como malnutrición social, anorexia afectiva, sequedad sentimental, oxidación intelectual, astenia existencial, reflexividad negativa, fabulación depredadora de la realidad, incineración de una autoestima que focaliza su atención en todo lo que la reduce a cenizas. La soledad coloca un manto de óxido sobre el alma, pero también convierte en herrumbre la plasticidad del cerebro y lo desordena por dentro hasta volverlo torpón. La soledad impuesta mineraliza todo lo que toca.



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martes, julio 08, 2014

El gorrón



Martin A. Nowak es uno de los más señalados expertos mundiales en evolución y teoría de juegos. En su ensayo Supercooperadores (Ediciones B, 2012), explica cómo la dimensión cooperadora es clave para la teoría evolutiva, cómo «la cooperación es el arquitecto de la complejidad viva», «cómo las mayores recompensas proceden de tener muchas interacciones productivas, es decir, cooperativas». Nowak ha rastreado la mejor estrategia a la hora de decantarnos por la cooperación o la competición en situaciones en las que nuestra decisión depende de la que tome el otro y viceversa. Disponemos de cuatro modelos de comportamiento para habitar la convivencia: el cooperador, el competitivo, el gorrón y el primo. Me interesa sobre todo la figura del gorrón, del desertor, del parásito, del tramposo, del egoísta, del que utiliza la defección para beneficio propio a sabiendas de que perjudica a todos los demás y deprime el ecosistema. La tentación del gorrón es directamente propocional a los niveles de cooperación, de ahí su complicadísima eliminación. Si existe mucha cooperación en el tejido social, el desertor obtendrá elevados beneficios no cooperando. Si decrece el número de gorrones, aumenta la cooperación, y al aumentar la cooperación, la tentación de convertirnos en gorrón se multiplica exponencialmente. Entramos en un círculo sin salida. 

La pregunta es pertinente. ¿Se puede neutralizar la conducta del gorrón?  La respuesta es desoladora. Siempre habrá gorrones, siempre habrá alguien que trate de encontrar un beneficio privado conculcando una norma que sin embargo es respetada por los demás (el gorrón no saca tajada sólo por vulnerar la regla, sino que necesita indefectiblemente que sus congéneres la cumplan y por tanto asuman los costes). En la historia evolutiva siempre se enlazarán fases de cooperación y deserción. Ahora bien, se puede amortiguar la presencia de gorrones si logramos que la dimensión  ética tenga más centralidad en la vida de las personas (la ética es incluir a los otros en mis deliberaciones, insertar en mis juicios hipótesis sobre qué ocurriría si mi conducta es reproducida por todos los demás y actuar en consecuencia), si activamos la reciprocidad, si existe una perspectiva de represalia que funcione como mecanismo disuasor.  Nowak realizó un informático juego de probabilidades en la evolución de la cooperación para descubrir cuál sería la mejor estrategia a emplear para edificar ecosistemas cooperadores en los que conviven conductas rivales. La mejor estrategia  para la construcción de la comunidad fue la bautizada como Tit for Tat Generosa. Esta estrategia siempre responde con cooperación a la cooperación, y cuando se enfrenta a la deserción, coopera en uno de cada tres encuentros. «No olvides nunca un buen giro, pero de vez en cuando perdona uno malo». Se trata de ser cooperador con quien lo es y castigar a quien no lo es, pero de vez en cuando indultarlo para que se incorpore a las filas de la cooperación.  «No dejar que el oponente sepa con exactitud en qué momento se va a ser bueno con él».  Esta es la estrategia para minimizar al gorrón, no para erradicarlo. Cuanto más cooperadora sea una comunidad, más tentadora resultará la opción desertora. Aunque si te descubren también será mayor la sanción social.  El gorrón evalúa todos los pros y contras de su posible conducta. Y actúa o se inhibe.  A veces en décimas de segundo. A veces en frías, taimadas y calculadas estratagemas.