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martes, mayo 21, 2024

La figura del chivo expiatorio

Obra de Williams LaChace

Propendemos a buscar culpables a los que atribuir la autoría de aquellas situaciones en las que salimos malparados. Es una tarea de una extrema sencillez, porque cuando nos sentimos víctimas se nos exacerba la capacidad inspectora de detectar victimarios por todas partes. Al cargar a otra persona con nuestra culpa o con el resultado desfavorecedor de nuestras acciones, quedamos eximidos de la onerosa tarea de asumir la parte alícuota de nuestra responsabilidad en el proceso. Para racionalizar algo así fabulamos una narrativa en la que el torcimiento de nuestras expectativas se debe a otro u otros, y minimizamos o directamente suprimimos la autocrítica a nuestra persona. Hay sentimientos que al tomar la gobernabilidad de nuestro entramado afectivo favorecen estos ejercicios ficcionales. El odio pulsa un mecanismo fabulador en el que damos forma al objeto odiado conforme a las culpas que queremos borrar de nuestra persona. La imaginación es una facultad nuclear para que odiar dispense consuelo y bálsamo, bondades que el chivo expiatorio satisface plenamente. A veces no es necesario odiar, sino instalarse en un par de gradiantes más abajo. Basta un inopinado estallido de cólera para que nuestra proyección imaginativa elija como chivo expiatorio a la misma persona que paradójicamente recibirá nuestro cariño cuando el enojo amaine y termine diluyéndose.

El sintagma chivo expiatorio está extraído del libro del Pentateuco. En sus páginas se narra que un sumo sacerdote al poner las manos sobre la cabeza de un macho cabrío transfería los pecados del pueblo a este animal, que luego era condenado a su fatídica suerte abandonándolo en mitad del desierto. La filósofa estadounidense Martha Nussbaum esclarece en La monarquía del miedo que «cuando las personas se sienten muy inseguras, arremeten contra los vulnerables y los culpan de sus problemas convirtiéndolos en chivos expiatorios». Es el mismo argumento que aduje al principio. Cuando una persona se siente víctima, y es fácil sentirse así si la animadversión y la susceptibilidad colonizan los afectos, afila su mirada para distinguir victimarios por doquier. El chivo expiatorio nos devuelve una imagen favorable de nosotros mismos, puesto que la desfavorable que tanto nos desasosiega es culpa suya. Como se le achaca el origen del problema, el chivo expiatorio logra que ese problema se desplace lejos de su genuino origen, y se confunda el síntoma con la causa. La insensatez de este dinamismo deletéreo no es que busquemos chivos expiatorios que nos descarguen de juicios muy críticos sobre nuestra persona, es que al instituir esta figura en el imaginario social también puede ser nuestra persona quien acabe encarnándola.

Cuando se analiza el odio es fácil teorizar que odiar es odiarse. Escribe Nussbaum que «el odio a uno mismo se proyecta con demasiada frecuencia hacia fuera, hacia "otros" particularmente vulnerables; de ahí que las actitudes de la persona hacia sí misma sean un elemento clave de toda buena psicología pública». Dicho desde la dimensión política. El malestar democrático nacido del desdén político mostrado a las capas más desfavorecidas en favor de cada vez mayores prerrogativas a las élites económicas en los momentos más lacinantes de la crisis financiera, es un factor situacional idóneo para incentivar el odio e instrumentalizarlo partidistamente. Para un estratega de la gestión de la comunicación política es muy sencillo elaborar eslóganes con los que captar adeptos acérrimos simplemente eligiendo un par de chivos expiatorios. Desplazamos nuestro rensentimiento a un grupo vulnerable sin capacidad ni política ni social para desarticular la narrativa en la que lo inculpamos de nuestros males. El chivo expiatorio es pura analgesia para el dolor infligido por la frustración y la impotencia.

La filósofa alemana Carolin Emcke se pregunta en su ensayo Contra el odio «si este odio envuelto en «preocupación» puede estar funcionando como sustitutivo (o válvula de escape) para canalizar experiencias colectivas de privación de derechos, marginación y falta de representación política». La respuesta es sencilla observando paisajísticamente la irrupción de liderazgos basados en la completa anulación del otro diferente. Gracias al chivo expiatorio el odio se redirige contra otras personas ridículamente estereotipadas, y no contra las medidas políticas y económicas que permiten el curso regular de las injusticias que despiertan ese odio. A todas las personas nos compete impedir que quienes odian puedan fabricarse un objeto a medida sobre el que expiarse a cambio de reclamar punición severa para él. Para este cometido son herramientas potentes los contextos dignos donde la vida no se reduzca a malvivir (mitigación de la pobreza y sus correlatos la ignorancia y el dogmatismo), el encuentro con personas con biografía y puntos de vista dispares (cultivo de la compasión, la diversidad y la policromía de valores), y la participación del juicio crítico y la argumentación bien fundada (configuración de una deontología discursiva y del diálogo práctico como principio de convivencia). El refranero nos recuerda que errar es de humanos, pero en un momento epocal de posverdad, populismos y descontento democrático, echarle la culpa a los demás es de sabios. Es un deber público recuperar intacto el refrán original. 


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martes, diciembre 24, 2019

¡Alegres y acogedores días!

«La alegría es el sentimiento con el que celebramos el sí a la vida. Se trata de un brote que se desata cuando nos encontramos en una situación que favorece nuestros intereses. De repente, el mundo ha concedido derecho de admisión a alguno de nuestros deseos, proyectos, o metas. Sentimos que la vida se alía con nosotros y esa alianza nos suministra altos niveles de una energía que se disemina con celeridad por todo el cuerpo. En los momentos de mayor ebullición parece como si quisiéramos escapar del contorno de nuestra corporeidad, deshilachar las costuras que constriñen nuestra expansión. Cuando nos coloniza la alegría y nuestro cuerpo se torna insuficiente para sostener su irradiación, siempre nos dirigimos al encuentro del otro. Al no caber en nosotros solicitamos que el otro recoja ese desbordamiento. El sí a la vida se convierte en el sí a los demás».

Este es un retal de la conferencia que pronuncié este pasado 20 de diciembre en el hermosísimo salón del Consulado de Portugal en Sevilla, el pabellón que levantaron con motivo de la Exposición Universal de 1929. Acquajet tuvo la deferencia de contar conmigo para aportar reflexión y prologar su ágape navideño. Acordamos que les hablaría del papel estelar del sentimiento de la alegría en la interacción humana. Subrayé que la alegría es tender una alfombra roja al otro para que pase sabiéndose bienvenido. Cultivarnos en ella es fomentar los hábitos afectivos que favorecen tratarnos bien. Os deseo que paséis unos días acogedores y alegres al lado de los seres que más queréis y que más os quieren a vosotras y vosotros. Volveremos a coincidir entrado ya enero. Un fuerte y cariñoso abrazo.

martes, abril 09, 2019

El ser humano es el ser que no se basta a sí mismo


Fotografía de Serge Najjar

La definición de fascismo que desgrana la filósofa brasileña Marcia Tiburi en su potente ensayo ¿Cómo conversar con un fascista? es esclarecedora: «El fascismo cancela la oportunidad de pensarnos en común». Me viene a la memoria una afirmación de Emilio Lledó que descansa en el libro Palabras entrevistas: «No existe política, no existe una retícula colectiva, sin que haya una inteligencia en común». Evolutivamente comenzamos a pensarnos comunitariamente porque comprobamos en la práctica vital que nuestra menesterosidad o nuestra insuficiente autarquía solo se superaba con la socialidad. La polis como estructura para la agrupación humana nació de la conciencia de que el animal humano no se bastaba a sí mismo. El homo sapiens atomizado era presa fácil de la inanición y la muerte. Necesitaba la activa participación de los otros para poder colmar sus necesidades más primarias. La soledad exacerbaba su vulnerabilidad, y no contar con donantes de ayuda suponía el acelerado advenimiento de su insoslayable extinción. Nuestros ancestros más tribales sortearon la indigencia a la que les condenaba la biología empleando la inteligencia y su cristalización en un conjunto de creaciones, experiencias y significados compartidos. Inventaron una nueva naturaleza que no estaba en la naturaleza. Inventaron aquello que no existía en el hábitat en el que vivían para medrar en bienestar y estrechar la participación de la precariedad en sus ya de por sí precarias vidas. Crearon el lenguaje, la escritura, la técnica, la música, la ciencia, el derecho, la filosofía, las artes, la medicina, la arquitectura, la religión. Miles de años después nominamos a ese conjunto de invenciones como cultura.

Unos y otros necesitaban la ayuda de los demás, la construcción de lo común para sobrevivir como individualidades. Así nació el ciudadano, el habitante de una estructura civilizada. Cedo aquí la palabra a Marcia Tiburi: «Cuando hablamos de lo común nos referimos a aquello que construimos entre nosotros en términos políticos y que está hecho de una aleación de singularidad y alteridad». Se trata de una experiencia circular que nos enriquece en cada nueva rotación, porque la política es la articulación de la vida en común, y la vida en común es el palpitar de las subjetividades que se despliega en la recepción política. Emilio Lledó tiene una preciosa definición de política en la que señala que se trata de «la construcción de la mismidad con los otros». La política es la forma en que nuestra subjetividad se va perfilando y singularizando gracias a la interacción con los otros. Ahora se entenderá mejor porque lo político es personal y lo personal es político.

La construcción de nuestro entramado afectivo en un marco de socialidad nos impele a compartir con el otro la autoría del ser que somos. Marcia Tiburi postula algo medular sobre ese otro con el que mantenemos perpetua interacción: «El otro nunca está dado, siempre es pensado. Siempre es, en cierto modo, construido, más aún, es materializado, performatizado». La otredad es una entidad cuya edificación en nuestro imaginario está mediatizada por la práctica discursiva, por los procesos de categorización y estereotipia, por la inercia del favoritismo endogrupal, por la fácil mecánica de azuzar sentimientos de odio al exogrupo para producir cohesión intragrupal, por releer dicotómica y maniqueamente la realidad. El otro coautor de mi mismidad lo pensamos desde todos estos posibles ángulos de reflexión.  El otro es una abstracción, y como toda relación con lo abstracto nuestra relación con él depende de nuestra capacidad cognitiva y afectiva cristalizada en prácticas lingüísticas. La preponderancia de unos afectos u otros determina nuestra manera de tratar imaginariamente a ese otro que nunca conoceremos.

La imposibilidad de encuentro con todos los que conforman el grupo de los otros facilita que sea sencillo caer en prejuicios grupales, que a su vez pueden desembocar en conductas discriminatorias y en actitudes hostiles. Resulta preciso subrayar que el planeta Tierra está habitado por ocho mil millones de personas (para 2050 se presume que la cifra ascenderá a diez mil millones), y que cualquiera de nosotros teje vínculos de cierta raigambre con un diminuto número de ellas. Nuestra relación con el resto, que es prácticamente toda la humanidad, es a través de construcciones textuales que delimitan territorios mentales e imaginativos. Nunca realizaremos inmersión afectiva con ellos, nunca llevaremos a cabo interacción alguna ni con sus identidades ni con sus obras. Nos relacionamos con la ciudadanía planetaria a través de nuestra imaginación ética, que es una imaginación mediada, y que puede estar orientada a la promoción de sentimientos de apertura o de clausura del otro. A expandir el círculo empático o a miniaturizarlo endogámicamente.

Este conjunto de discursividades que dan forma a la construcción imaginaria del otro puede ser dogmático, crédulo, fundamentalista, xenófobo, fascista, aporofóbico, misógino, homofóbico, machista, misántropo, prejuicioso, o cosificador; pero también puede formatearse en reflexivo, deliberativo, autocrítico, bondadoso, hospitalario, sinérgico, inclusivo, amable.  El lenguaje como instrumento performativo determina nuestra concepción de ese otro que nunca conoceremos aunque viva hospedado en nuestro argumentario, y condiciona por completo nuestra reflexividad y nuestras acciones políticas entendidas como forma de pensarnos en la gigantesca intersección en la que florece la vida humana. El acto del lenguaje no solo enuncia y permite pensar el mundo, también lo hace. La palabra entra en nuestras vidas y se hace existencia. Hablar, pensar y hacer son sinónimos, aunque ningún diccionario sancione esta consanguinidad semántica. He aquí la importancia de pertrecharnos de recursos críticos para deconstruir el impacto y la disputa de esa mediación en nuestro imaginario, y la exigencia democrática de deliberación bien argumentada y no emotividad incendiaria ni eslóganes hueros en la mercadoctecnia electoral. La categorización banal y osada disuelve las particularidades de la idiosincrasia individual como primer paso para la entrada de prejuicios e ideas peyorativas o fascistas que convertirán al otro en algo más próximo a un objeto que a un sujeto, el momento inequívoco en el que la dignidad entra en crisis. Como bien apunta nuestra filósofa brasileña, «el diálogo se torna imposible cuando se pierde la dimensión del otro». Si negamos a la alteridad la equiparación del reconocimiento que solicitamos para nuestra subjetividad, es imposible establecer condiciones para pensar lo común.



 
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