miércoles, octubre 22, 2014

Dañar la autoestima del otro


Miradas lejanas, de René Magritte
La mayoría de nuestras reacciones más airadas persiguen como fin último proteger nuestra autoestima. En la literatura del conflicto se suele señalar que los problemas se cronifican no porque no tengan solución, sino porque cuando se bosquejan algunas de ellas se daña la autoestima del otro. Zaherir la autoestima de una persona es tremendamente sencillo, pero esa sencillez se hipertrofia si además es una persona con la que compartimos afecto cotidiano. Basta una palabra dañina ubicada estratégicamente en el sitio adecuado para que la autoestima del destinatario se desplome como un edificio de veinte plantas tras una voladura. Una regla de oro que se repite en la bibliografía es separar el problema de la persona, y una conducta en la que tropezamos permanentemente es descalificar primero a la persona, o dispararle una metralla de agravios, y luego tratar de que coopere con nosotros en la solución del problema. Sí. Es cierto. Conducirnos así es irracional, pero los seres humanos nos guiamos por la irracionalidad muchas más veces de las que creemos.Por eso somos seres humanos.

Este comportamiento es de una torpeza mayúscula. Las personas nos revolvemos volcánicamente cuando lesionan el concepto que tenemos de nosotros mismos, cuando lastiman o intentan dañar nuestra dignidad, cuando nos tratan de un modo inmerecido que envilece nuestra condición de personas. Nada nos desgarra más por dentro que sentir que alguien intenta devaluar la imagen positiva que tenemos de nosotros mismos.  Lo verdaderamente desolador es que la mayoría de las ocasiones solemos lastimar la autoestima en escenarios de conflicto en los que para su resolución necesitamos la colaboración de la otra parte. ¿Qué cooperación puedo recibir de una persona a la que le acabo de magullar su autoestima?  Es una situación absurda que se da muy a menudo cuando las emociones se inflaman y la racionalidad se va de vacaciones. La solución también es fácil. Esperar a que las emociones se apacigüen y no intentar nada hasta que el intelecto vuelva de allí. A veces no retorna y por eso finalmente hay que recurrir a la intervención de terceros (mediadores, árbitros, representantes, jueces). kant defendía que la autoestima es un deber hacia uno mismo. Yo añado que también lo es la autoestima de los demás.

lunes, octubre 20, 2014

Hablarse bien



Stonedhead II, de Didier Lourenço
Una de las prescripciones más repetidas en cualquier curso es que debemos «hablar bien». Nada que objetar. Una de las obligaciones improrrogables es convivir fraternalmente con las palabras, porque ellas son la única forma que tenemos de acomodar la realidad en los circuitos neuronales de nuestro cerebro, el único instrumento para que lo que apresan nuestros ojos abandone su condición innominada y por tanto incomprensible y borrosa. Hablar bien es irrevocable para cualquier tarea que nos anude con los demás, pero se nos olvida muchas veces que también lo es «hablarse bien». Yo he escrito muchas veces que el alma es esa conversación que mantenemos con nosotros mismos a todas horas contándonos lo que hacemos a cada minuto. Lo que somos se construye con la conversación íntima entre yo y yo, una charla tan espontánea y a la vez tan vital como la propia respiración. Hablarse  bien es saber discernir correctamente en qué lugar de nosotros debemos posar nuestra atención. Hablarse bien es no abusar de introspección porque un análisis excesivo desencuaderna cualquier conclusión y saquea la realidad hasta dejarla absurda y desazonadora. Todo en exceso es veneno, decía con razón el clásico.

Hablarse bien es saber mirar en derredor y elegir correctos elementos de referencia personales y sociales con los que leernos no para mortificarnos sino para incrementar posibilidades. Es colorearse con sustantivos, verbos y adjetivos en los que salgamos bien parados o nos brinden propósitos de enmienda y mejora. El psicólogo Albert Bandura defiende que nada influye tan poderosamente en la vida del hombre como la opinión que tenga de su eficacia personal. Esa percepción de la autoeficacia vincula con el lenguaje interior, con las narrativas íntimas, con el relato que en el día a día vamos escribiendo con aciertos y tachones de nosotros mismos. Cómo nos hablemos determina cómo actuaremos. El efecto Galatea nos indica que nos esforzamos por cumplir las expectativas que depositamos en nosotros mismos. Las expectativas son ficciones que aspiran a suceder, sí, pero su génesis está en el discurso interior, en esa conversación marcada como un metrónomo con la que nos empalabramos a cada instante y que a mí me gusta llamar alma. Hablarse bien tendría que elevarse al rango de deber hacia uno mismo.