Stonedhead II, de Didier Lourenço |
Una de las prescripciones más
repetidas en cualquier curso es que debemos «hablar bien». Nada que objetar.
Una de las obligaciones improrrogables es convivir fraternalmente con las palabras, porque ellas son la única forma que tenemos de
acomodar la realidad en los circuitos neuronales de nuestro
cerebro, el único instrumento para que lo que apresan nuestros ojos abandone su condición innominada y por tanto incomprensible y borrosa. Hablar bien es irrevocable para cualquier tarea que nos anude con los demás, pero
se nos olvida muchas veces que también lo es «hablarse bien». Yo he escrito
muchas veces que el alma es esa conversación que mantenemos con nosotros mismos
a todas horas contándonos lo que hacemos a cada minuto. Lo que somos se construye
con la conversación íntima entre yo y yo, una charla tan espontánea y a la vez tan vital como la propia respiración. Hablarse bien es saber
discernir correctamente en qué lugar de nosotros debemos posar nuestra atención.
Hablarse bien es no abusar de introspección porque un análisis excesivo desencuaderna
cualquier conclusión y saquea la realidad hasta dejarla absurda y desazonadora. Todo en exceso es veneno, decía con razón el clásico.
Hablarse
bien es saber mirar en derredor y elegir correctos elementos de referencia personales
y sociales con los que leernos no para mortificarnos sino para incrementar posibilidades. Es colorearse
con sustantivos, verbos y adjetivos en los que salgamos bien parados o nos
brinden propósitos de enmienda y mejora. El psicólogo Albert Bandura defiende que
nada influye tan poderosamente en la vida del hombre como la opinión que tenga
de su eficacia personal. Esa percepción de la autoeficacia vincula con el
lenguaje interior, con las narrativas íntimas, con el relato que en el día a día
vamos escribiendo con aciertos y tachones de nosotros mismos. Cómo nos hablemos
determina cómo actuaremos. El efecto Galatea nos indica que nos esforzamos por
cumplir las expectativas que depositamos en nosotros mismos. Las expectativas
son ficciones que aspiran a suceder, sí, pero su génesis está en el discurso
interior, en esa conversación marcada como un metrónomo con la que nos empalabramos a cada instante y que a mí me gusta llamar alma. Hablarse bien tendría que
elevarse al rango de deber hacia uno mismo.