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Obra de Bo Bartlett |
La compasión es el sentimiento que hace suyo el
dolor ajeno, las punzadas de daño que asesta observar el sufrimiento y las penalidades de otro. Surge
cuando la contemplación de la desgracia que padece alguien prende en nuestro
interior como si su titularidad nos perteneciera.
La socióloga Helena Béjar en su fantástico
ensayo
El mal samaritano (Anagrama,
2001) se refiere a ella como asumir la aflicción del otro como si fuera
nuestra. En los noventa el filósofo Aurelio Arteta dedicó un libro a la compasión con el fin de limpiar
su mala fama intelectual y elevarla hasta donde realmente se lo merecía. El subtítulo de su obra era elocuente: «
Apología de una virtud bajo sospecha». Arteta
trasvasó la compasión de sentimiento a virtud en tanto que la virtud pertenece
a la esfera moral. La compasión sería «una virtud capaz de extender la
solidaridad desde nuestro sentido del nosotros a los que hasta entonces eran simplemente
ellos». En sociedades individualistas donde priman el interés y el beneficio propios, no sólo se privatiza el dolor, también la
posibilidad de que alguien pueda sentirlo honestamente al contemplarlo, como si el dolor
fuera una propiedad privada que no puede abandonar la reclusión del yo para
adentrarse en el territorio compartido del nosotros. De aquí surge esa interpelación que se ha convertido en una muletilla, ese «no quiero que se compadezcan de mí», una frase malograda
que veta a que alguien haga suyo el dolor o la fragilidad que ve en un
congénere y la posibilidad de contrarrestarlos a través del amparo, la ayuda o la
prestación de recursos.
Desdeñar la colaboración nacida de la empatía del dolor supone
un duro revés para el discurso cívico. Como le leí hace poco
a Leonardo da Sandra en su
Filosofía para desencantados, «el lema
rector de toda civilidad debe ser buscar el mayor beneficio para la mayor
cantidad de gente el mayor tiempo posible». Pero ¿alguien se puede embarcar en
una tarea cívica así de descomunal si nos negamos a que nos ayuden porque no deseamos compartir
nuestro dolor? La legitimidad o ilegitimidad de la compasión, su narcisismo o su altruismo, parece que estriba en
las motivaciones que nos impulsan a ella. Podemos compadecernos por una pura
lógica de la reciprocidad, tanto directa o indirecta, para que nos ayuden a
nosotros si alguna vez nos encontramos en una infausta situación similar. Podemos
actuar por la gratificación intrínseca que
supone aliarse con el desdichado, lo que hace que utilicemos al otro para
sentirnos bien nosotros.
Pero también
podemos guiarnos desinstrumentalizadamente al comprobar que todos pertenecemos al
género humano y que nuestra condición de seres frágiles deambulando por la vida sin
destino fijo, ni certezas, ni inmunidad a la adversidad biológica (cuitas, dolor, enfermedad, decrepitud) que tarde o temprano nos visitará, requiere la participación de nuestros congéneres para reducir nuestra vulnerabilidad. Nos impulsaría una cuestión ética, el humanismo que destila nuestra identificación de equivalencia con el otro, lo que,
como defiende Arteta, convierte la compasión más en una virtud que en un
sentimiento. La filósofa norteamericana y experta en el estudio de las emociones Martha Nussbaum explica que la
compasión como emoción racional se transforma en justicia. La compasión
se transfigura en ética, en civismo, en sociabilidad, en conciencia de nuestra
interdependencia de seres frágiles que conviven con otros seres frágiles en
espacios compartidos en un lapso concreto de tiempo que llamamos vida. El clásico
susurró: «Nada humano me es ajeno». Podemos parafrasearlo aquí: «Todo dolor
humano me es propio».
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Empatía, compasión y Derechos Humanos.
Contraempatía, sentirse bien cuando otro se siente mal.
Sin imaginación no hay compasión.