lunes, mayo 04, 2015

Manual de civismo



Manual de civismo (Ariel, 2014) es una obra destinada a explorar la conducta cívica. Lo firman dos autoridades muy conocidas, la catedrática emérita de Filosofía moral y política Victoria Camps, y Salvador Giner, catedrático emérito de Sociología y Ciencia política.  La primera edición es de 1998, pero ahora se presenta revisada y actualizada. Aunque el título de la obra se autorreferencia como un manual, estamos más bien delante de un ensayo, un ensayo de ética. El civismo es el compromiso de cada uno de nosotros con la vida de los demás. Somos existencias vinculadas a otras existencias, biografías que se cruzan con otras biografías, no podemos no vivir la vida en común,  y ese destino irrevocable nos obliga a pensar y tratar al otro con responsabilidad y deferencia. De este hecho transcendente de sociabilidad deriva la definición más canónica de civismo: el modo de vivir en la ciudad, o el modo de vida propio del ciudadano. Necesitamos articular comportamientos y modos de convivencia que armonicen las voluntades de  las personas, muchas veces divergentes por intereses dispares, valores disímiles, criterios egoístas, escasez de recursos, o el muy humano deseo de sojuzgar al otro. 

Los autores analizan en qué consiste ese buen comportamiento cívico para orquestar saludablemente esta convivencia en la vida privada, el trabajo y la vida pública. Son esferas diferentes pero que sin embargo se interpenetran y se retroalimentan. Las personas seguimos siendo personas tanto si estamos en el confort del hogar, en el nicho ecológico de la actividad retribuida o dando un paseo por la calle. El civismo se aprende practicándolo, aunque la mejor manera de enseñarlo es a través del ejemplo de nuestra conducta correcta. El aprendizaje invisible de las interacciones se convierte así en el auténtico maestro que no necesita aulas ni ofertas curriculares para impartir sus lecciones. El civismo se acaba convirtiendo en una ética de mínimos que debería suscribir cualquier ciudadano al margen de su procedencia, ideología y religión (frente a la ética de mínimos, la ética de máximos individualiza el contenido de la felicidad). Se trata de que nuestra condición de sujetos yuxtapuestos a otros sujetos nos obligue a tratar a los demás con consideración y respeto. Los autores explican la genealogía de ese respeto que es el principio maestro del propio civismo: «lo que nos hace respetar a los demás es el respeto a nosotros mismos, la conciencia de nuestra propia dignidad. Queremos a los otros y les queremos para vivir juntos una vida mejor y asegurar un futuro próspero para la humanidad». Dignidad, he ahí la piedra filosofal de todo lo que necesitamos para fomentar lo valioso.



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miércoles, abril 29, 2015

La reputación



La reputación  es la valoración que tienen los demás de nosotros. Estamos tan obsesionados con ella y su centralidad en la competición y la comparación social que en muchos casos somos víctimas del imperialismo del ego enmascarado en la identidad profesional, el estatus social, la retribución salarial, la titulación del conocimiento, la visible aristocracia del mérito, etc., etc., etc. Toda una gama de prescriptores encaminados a la colonización de reputación. Desgraciadamente ese afán se puede resumir en ese concepto tan horrendo como posmoderno que habla del yo como marca, una marca que hay que «saber vender» en el mercado para trepar por la pirámide social y, una vez ubicados en las alturas, los demás pronostiquen nuestro comportamiento al alza. El filósofo Alain de Botton escribió hace ya unos años el muy plausible ensayo Ansiedad por el estatus. Recuerdo que después de leerlo pensé que se podría haber titulado Necedad por ser más que los demás. Solemos engañarnos afirmando que los demás no nos importan, pero invertimos elevadísimas cantidades de tiempo y de esfuerzo muy circunscrito en lograr ser importantes para ellos, y apropiarnos así de la consecuente conducta de valor del otro hacia nosotros (materializada en reconocimiento o cariño). En los círculos corporativos la reputación es concebida como un recurso intangible para la generación de valor y por extensión para la optimización financiera, el santo grial  en el ecosistema empresarial. En los paisajes íntimos y en los nexos comunitarios esa valoración consustancial a la reputación vincula más con el orden axiomático que jerarquiza la visión del mundo del que nos escruta que con nosotros mismos. Dicho de un modo sencillo. Su opinión sobre nosotros depende de sus valores, aquello que cobra protagonismo en su vida, lo que significa que aprecia o deprecia en nosotros lo que previamente valora o subestima en él.  De ahí que la emisión de un juicio sobre algo externo es en realidad una afirmación sobre algo interno. La sobreestimación o la minusvaloración de nosotros no dependen íntegramente de nuestros actos ni de nuestro discurso, sino más bien de la estratificación axial que guía la vida del otro.  

Las personas somos entidades muy complejas, entramados inextricables de biología y biografía, pozos sin fondo,  nudos gordianos difíciles de desatar. Muchas veces ni nosotros mismos sabemos quién habita en las palpitaciones de nuestras sienes, quién se hospeda en el interior de nuestros actos, quién adopta unas décimas de segundo antes que nosotros las decisiones que luego ejecuta nuestro cerebro. Este desconocimiento tan mayúsculo nos permite aducir que la reputación es lo que piensa de nosotros la gente que no nos conoce de nada, puesto que incluso nosotros somos para nosotros un jeroglífico de cuyo significado sólo poseemos aproximaciones cuarteadas. El escritor Juan Bonilla publicó en los noventa la recomendable novela Nadie conoce a nadie. En sus páginas se demostraba cómo se puede contaminar muy fácilmente el concepto que tenemos de alguien, incluso afectivamente muy cercano, lo que servía para corroborar el irrefutable título del libro. Que nadie conozca realmente a nadie no impide que construyamos juicios acelerados sobre las alteridades con las que nos cruzamos. Solemos tardar treinta segundos en configurar una primera impresión sobre una persona que acabamos de conocer. Tres minutos en  valorarla. Menos de diez en hacernos una idea macroscópica que nos permita creer que ya podemos predecir su conducta. Nuestra reputación depende de esos instantes. Demasiada inconsistencia para perder tanto tiempo en tratar de controlarla. Demasiada volubilidad para que nuestra estima esté en manos de alguien que no somos nosotros.



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