Obra de Alisher Kushakov |
En el lenguaje coloquial tendemos a usar indistintamente los términos cara y rostro. Sin embargo, como herramientas conceptuales filosóficas son muy diferentes. La cara nos homologa como entidades humanas, pero el rostro nos singulariza, es el portador de los resultados de los procesos de individuación. La cara es el sitio donde trazamos nuestro rostro, el lugar en la que las enunciaciones, las afecciones y las acciones lo tallan y lo modelan. El inventario de sentimientos que brotan a lo largo de nuestra instalación en el mundo acaba positivándose en el rostro. De toda nuestra geografía corpórea, es en el rostro donde se esculpen con visibilidad las batallas libradas en nuestra biografía, el repertorio de eventualidades que nos conforman, la interacción con los demás, el cúmulo de ayeres, ahoras y porvenires en los que se inspira el relato identitario en que nos instituimos como un ente incanjeable e irreductible a cualquier descripción. La narratividad en la que se configura nuestra subjetividad se asoma parcialmente al rostro. Otros enclaves del cuerpo pueden documentar qué nos ha ocurrido y de qué vivencias estamos atravesados, por qué devenires ha navegado o se ha encallado nuestra existencia, pero es el rostro el que hace ligeramente visible la invisibilidad de esa narración que nos brinda sentido e identidad.
A juicio de
Heidegger, la memoria es el lugar donde comparece todo nuestro tiempo, y
el rostro
es el epítome de ese tiempo tanto vivido como soñado, impregnado como
imaginado,
real como ficcional. En el rostro se congregan el ser que estamos
siendo, pero también el ser que nos gustaría llegar a ser, o el
que una vez soñamos con ser y cuya proyección cercenaron circunstancias
del existir. En el rostro se reúnen todos los seres que somos, los
reales y los
apócrifos, los logrados y los frustrados, los construidos y los
esbozados. El
rostro es la conmemoración diaria de ese relato
en el que cohabita la memoria que somos y el futuro al que tratamos de
tender con nuestras deliberaciones, decisiones y acciones en el cauce
indetenible del presente continuo. Aunque el habla popular ha hecho
célebre el símil
de que la cara es el espejo del alma, si fuéramos más precisos
tendríamos que trocar las palabras y afirmar que en realidad el rostro
es el escaparate
de la subjetividad. Pero el rostro también es un
identificador
legal. La reproducción fotográfica del
rostro es
la que valida nuestro carnet de identidad.
En palabras de Lévinas, el rostro es el mediador de nuestros encuentros con la alteridad. El otro deja de ser una abstracción cuando se presenta con un rostro. Lévinas distingue entre el otro y el tercero. El tercero es una entidad abstracta cuyo rostro no vemos, lo que no obsta para saberla partícipe del mismo proyecto en el que estamos embarcados como miembros de la humanidad. Cuando escribí La capital del mundo es Nosotros, ese nosotros era un nosotros abarcativo y sin género conformado por los otros con rostro con cuyas interacciones somos, pero también por la masividad de terceros a los que ni vemos ni veremos jamás a lo largo de nuestra vida. La humanidad que hay en cada persona se actualiza cuando el otro deja de ser un tercero y deviene rostro. Cuando dos rostros se observan simultáneamente (el popular mirarse a la cara, o mirarse a los ojos) ven la singularidad que encarnan, pero simultáneamente contemplan su similitud, su condición de semejantes. Si la diferencia nos vuelve éticamente indiferentes, la semejanza es la puerta de acceso para el cuidado.
El sentimiento de la
compasión se activa ante la
contemplación de un otro que es a la vez distinto (como portador de subjetividad) e idéntico (como portador de dignidad), exactamente como cualquier
otro, lo que implica responsabilidad y consideración. En las advertencias
castrenses de la Primera Guerra Mundial se aconsejaba a los soldados de infantería que en el lance del combate no miraran jamás al rostro del
enemigo. Las posibilidades de disparar a
alguien con rostro (es decir, a alguien a quien ya no podemos estereotipar, puesto que el rostro lo singulariza y le confiere insustituibilidad) decrecen notablemente en comparación si a ese alguien lo tenemos engrilletado en una abstracción que consideramos ominosa. En Ética e infinito Lévinas lo resumió muy bien: «el rostro es lo que me prohíbe
matar». El rostro despierta mi responsabilidad ante el otro. Una táctica muy humanista consiste en fomentar espacios y tiempos para encontrarnos con el rostro de los demás, para que dejen de ser un tercero cuya abstracción narcotiza esa responsabilidad y ese cuidado que nos impedirían ejecutar acciones u omisiones para dañarlo, subyugarlo o eliminarlo.
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