La literatura sobre gestión del cambio dedica
abundante bibliografía a las resistencias que generan los cambios en las
personas. La palabra cambio siempre se presenta de un modo laudatorio, se le
atribuye un prestigio asociado decididamente irrefutable. El cambio, mudar o
alterar una cosa o situación, es un valor en sí (y por eso las siglas políticas
lo enarbolan en sus eslóganes para recolectar votos), pero en una extraña
paradoja a su lado suelen aparecer adosadas resistencias congénitas, inercias
que suelen releerlo con animadversión. La siempre picajosa realidad indica que
las cosas no son exactamente así ni de sencillas ni de dicotómicas. Los seres
humanos somos reluctantes al cambio cuando las cosas van bien, pero lo deseamos
cuando comprobamos que van indefectiblemente mal. Conviene agregar a este
diagnóstico una variable de enorme centralidad en nuestra convivencia íntima
con los procesos de cambio. Nos amistamos e ilusionamos con aquellos cambios
sobre los que tenemos control, pero nos llevamos muy mal con aquellos que son
impuestos sin la participación de nuestra voluntad.
Son estas últimas permutaciones las que generan
reticencias muy enraizadas. Suelen inducir estados de ánimo muy lánguidos y de
ahí el estigma y la tensión que en ocasiones las acompañan. Así que los
promotores de cualquier cambio intentan subvertir este segundo paisaje: que el
cambio impuesto sea simultáneamente deseado. Se trataría de incidir sobre el
sistema de creencias e ideas a través de todos los mecanismos de producción de
influencia. Si deseamos insertar un cambio, es condición ineludible promocionar
las ventajas de ese cambio, prescribir y estimular una construcción correcta de
expectativas que lo hagan apetecible, objetivar el modo de implementarlas, y hacer
partícipe del proceso a los implicados que absorberán las consecuencias. La
literatura también defiende la dirección contraria. En determinadas coyunturas
resulta muy didáctico citar el desastre al que nos conduciría la petrificación.
Cierto que hay cambios que nos conducen a escenarios aparentemente peores
o no deseados, pero el término de la comparación para evaluar ese cambio no es
de dónde venimos, sino a dónde nos arrojaría el inmovilismo. Elegir un correcto
elemento de contraste en nuestro análisis es capital para evaluar con garantías
el proceso de cambio. Yo prefiero la opción de levantar expectativas que
amplíen posibilidades, decisión idealista que suele provocar entusiasmo, y no
recurrir a la segunda (presentar horizontes aciagos), que segrega resignación y
deprime las condiciones ambientales. Siempre se cambia para incrementar lo
bueno o para disminuir lo malo, nunca para lo contrario, aunque muchas veces
estas fronteras se tornan muy borrosas. Bueno y malo pueden poseer significados
diametralmente opuestos en función de los intereses de los actores sobre los
que impacta el cambio. Y a partir de aquí todo se enreda. Bienvenidos al
laberinto.