Obra de Kai Samuels Davis |
Hace unos años ideé una dinámica para niños en la que era fácil detectar la tremenda desorientación conceptual que sufrimos todos con palabras como egoísmo, altruismo, amor propio, cooperación, competición, parasitismo, buenismo. En la dinámica ofrecía diferentes escenarios para que los niños y niñas distinguieran qué acción era la protagonista en cada uno de ellos. Descubrí la tremenda dificultad con la que chocaban para segregar unas acciones de otras, el galimatías léxico con el que trataban de ordenar sus ideas y la escasa fuerza explicativa de sus argumentos. El ejercicio validaba mi idea de la desorientación sentimental y axiológica en la que estamos inmersos sin probablemente ser conscientes. Para hablar unívocamente de egoísmo me gusta definirlo como toda conducta en la que se daña el bien común por mor de colmar un interés personal. Egoísmo no es desinterés por lo ajeno o interés por lo propio (de ahí que en ocasiones se confunda con el amor propio, que en su vertiente positiva es sinónimo de autorrespeto), es perjudicar deliberadamente el bien general para extraer de esa acción una ventaja personal. Cuando en esa acción que canibaliza el bien general no hay ganancia personal e incluso puede acarrear costes propios, entonces hablamos de estulticia. Es la conclusión a la que llegó Cipolla en su celebérrima Teoría de la estupidez explicada en el opúsculo Allegro ma non troppo.
Mi definición de egoísmo convierte en desafortunadas dos aserciones arraigadas en los imaginarios. La primera es la del gen egoísta popularizada por el libro de Richard Dawkins de título homónimo. Afirmar que nuestro organismo propende instintivamente a su propia conservación no entra en competencia con que mantengamos incólume el bien común porque en él también aparece inserta una elevadísima parte de rédito personal. Ocurre que en espacios de exacerbada competición rara vez solemos contemplar ese beneficio, como he podido corroborar estos últimos años con diferentes dinámicas y con diferentes audiencias. La segunda aseveración que se desarticula con esta definición es la que matrimonia el egoísmo con el altruismo. El egoísmo altruista es aquella acción en la que se ayuda desinteresadamente a otro, pero se tiende a descalificar su pureza altruista al inferir que el verdadero móvil es la recompensa interior que lleva implícito ayudar a los demás. Este es el motivo de adjetivarla de egoísta. No hay un aséptico desinterés, sino que la acción se instrumentaliza en tanto que ejecutarla secreta hormonas de autocompensación que nos producen un adictivo sentirnos bien con nosotros mismos. Tildar simplistamente de egoísta una acción en la que se colabora con el bienestar del otro porque su ejecución nos gratifica con alegría refrenda de nuevo nuestro analfabetismo afectivo y nuestra minoría de edad con respecto al debate discursivo sobre los escenarios de suma cero y suma no cero (de los que escribiré otro día). Cuando constato tanta confusión me acuerdo del pensamiento socrático y su intelectualismo moral. Necesitamos saber y sentir vívidamente qué es el bien porque su conocimiento y vivencia nos impulsará a actuar bien.
Yo me adhiero a los que argumentan que esta acción estigmatizada como egoísta es puro despliegue de la racionalidad. De ahí que defienda que «la bondad es el punto más elevado de la inteligencia», título de un artículo que publiqué aquí hace unos meses y que, con una promoción reducida a una entradilla de cuatro líneas en mi Facebook, se convirtió en un fenómeno viral al alcanzar un millón de visitas en una semana. Al ayudar al bienestar del otro estoy llevando a cabo una acción muy inteligente porque estoy instituyendo la lógica de la reciprocidad tanto directa como indirecta que podrá reportar beneficios en mi vida. ¿Hay algo más inteligente que ayudar al otro a sabiendas de que ese modo me estoy ayudando a mí puesto que todos formamos parte de un paisaje social reticular? Es fácil deducir que el sentimiento de alegría inherente a la acción bondadosa supone una ventaja evolutiva de primer nivel. Para advertirlo basta con fantasear el escenario antagónico. Sería atroz que ayudar al otro nos entristeciera, o que perjudicarlo nos embriagara de júbilo (en español no tenemos término para esta experiencia, pero en alemán esta disposición recibe el nombre de Schadenfreude). En la inmediatez del corto plazo el altruismo o la bondad pueden parecer una acción costosa (por eso al bondadoso a veces se le señala como tonto, porque se posterga la ventaja de la acción), pero en el largo plazo es la estrategia que trae adscrito un mayor beneficio para la comunidad, de la que conviene no olvidar que uno también forma parte. Si todos replicamos esta conducta, a todos nos iría mucho mejor y vivir sería una experiencia más grata.
El egoísmo por el que ayudamos a otro no se llama egoísmo, se llama cooperación. La cooperación consiste en satisfacer el interes propio, pero simultáneamente estar dispuesto a franquear ese dominio y admitir asimismo el interés de los demás. Es sencillo deducir que si yo solo pienso febril y exclusivamente en mi interés estoy fomentado que el otro haga lo mismo, y que para satisfacer su interés la contraparte atente contra el mío, que es el peor de los escenarios posibles para ambos. Nos hallaríamos en un escenario de suma cero, un auténtico peligro para todos si lo que está en juego son posibilidades vitales. La pregunta verdaderamente cardinal no debería centrarse en lo que somos los seres humanos, sino en lo que nos gustaría ser sabiendo en qué consiste el egoísmo, la bondad, el altruismo, la cooperación, la competición, los juegos de suma cero y no cero. La formulación «el ser humano ¿es egoísta o bondadoso?» es absolutamente intrascendente ante esta otra interpelación rotundamente más nuclear. «¿Cómo te gustaría comportarte como ser humano que eres y qué procedimiento y qué escenario consideras el más idóneo para ese fin?».
La bondad es el punto más elevado de la inteligencia.
¿Es posible el egoísmo altruista?