martes, junio 28, 2016

«Guardar rencor», o cómo apilar odio



Obra de Martine Johanna
«Guardar rencor» es una expresión de una poderosa capacidad evocadora. Este sedimento lingüístico transparenta una redundancia dinámica, porque lo único que podemos hacer con el rencor es guardarlo, depositarlo,  apilarlo, acumularlo. Dentro de la organización sentimental, el rencor es un odio almacenado cuya característica más singular es su enmohecimiento. Se trata de un odio rancio, envejecido, senil. El rencor es la institucionalización sentimental del odio que pierde su condición de estallido episódico para, alejado del epicentro cronológico y geográfico que lo despertó, investirse de perennidad. El proceso que nos lleva de la ira en plena erupción a la lava solidificada alrededor de un corazón que exhala bilis y humo cada vez que verbaliza los acontecimientos se puede cartografiar con meticulosa precisión. El odio es el sentimiento que nace cuando se desea o se inflige daño a alguien al que le imputamos actos imperdonables, o una ofensa que nos lastimó gravemente en mitad de los afanes cotidianos, o la autoría de heridas irrestañables en nuestra baqueteada biografía. Una vez atribuida la paternidad del mal, decidimos compensarlo de alguno de los muchos modos que oferta la vida para el propósito de amargar la existencia ajena, ejecutar una devolución que equilibre los daños causados, reembolsarse un sufrimiento del que uno se siente acreedor y por tanto con derecho a ajusticiar por su cuenta al ominoso deudor. A veces no solo se anhela dañar, sino que asimismo se desea la eliminación real o metafórica del otro. Nos sentimos impotentes para erradicar el daño recibido, pero tremendamente creativos para pulverizar a la persona que nos lo provocó. Si ese sentimiento se prolonga en el tiempo, entonces el odio se transfigura en resentimiento. Repetir el mismo sentimiento de entonces, pero desplegado y sentido en un punto cronológico muy alejado del origen. 

Ahora mismo estamos incursionando en las cloacas más sórdidas y hediondas del alma humana, pisando el limo que descansa en las profundidades y que no suele aparecer en la superficie gracias a la intervención de otros sentimientos afanados en pertrecharnos de pudor y vergüenza. Saber que estamos zigzagueando por la zona más pestilente de la geografía humana es sencillo y fácilmente reconocible. Allí se está en contra de la vida, bien de la propia, bien de la del prójimo que una vez atentó contra nuestros intereses. El odio es ubérrimo en el arte de inventar calamidades. Espolea laboriosamente la inventiva fantaseando con infligir algún mal al odiado, o fabula con que la vida le zancadillea con alguna fatalidad, o incluso exhorta a esa propia vida a que sea despiadada y ponga todo su empeño en dificultarle cruelmente la existencia. Frente a la escenografía aparatosa de la irascibilidad y el enojo, el odio suele presentarse en una silenciosa febrilidad en la que se confinan la venganza y la furia. La longeva fertilización de ese odio se va metamorfoseando en rencor, que puede traducirse como la belicosidad de un odio que no caduca nunca, permanece activado en el tiempo, inmune a la obsolescencia que sin embargo sí asola a otros sentimientos.

Si el odio y el sentimiento de amor (que no el amor como sistema de motivación) son desviaciones de la atención, el rencor es la atención posada sobre alguien que sigue parasitando nuestra mente mucho después de desencadenarse el episodio que ahora se rebobina en nuestro sistema límbico cada poco tiempo. Es alienante porque asienta su imperecedera mirada obsesiva en alguien que no somos nosotros, ni nuestros propósitos. El otro deslocaliza nuestra atención y la canibaliza hasta despojarnos de ella. Según Carlos Castilla del Pino, como odiamos todo aquello que consideramos una amenaza para lo más medular de nuestra identidad (sólo odiamos a quienes otorgamos superioridad sobre  nosotros), el rencor vincula con la contemplación de aquello que despreciamos en nosotros mismos y que el odiado nos ofrece a través de un doloroso y eterno espejo desfavorecedor. El rencor reafila diariamente ese odio ya oxidado, esa imagen displacentera de nosotros en un ejercicio de renovación que nos va jibarizando y agrietando por dentro. El  rencor sella las ventanas del alma e impide airear el pasado. Se convierte en aire viciado, odio opresivo y claustrofóbico que encarcela al que lo padece y no al que va dirigido, que en ocasiones puede ni conocerlo ni imaginarlo tan siquiera.  Es una mirada girada hacia atrás que se pierde todo lo que aparece por delante, que es donde se empadrona el flujo que llamamos vivir. El silogismo es sencillo. Donde habita el rencor no habita la vida.



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miércoles, junio 22, 2016

A sentir también se aprende


Obra de Donatella Marraoni
Cada vez que felicito un cumpleaños acompaño mi felicitación deseando al protagonista que la nueva edad le trate bien y sea dócil con sus deseos. Creo que es difícil desearle algo mejor a alguien. La más breve pero más incontestable idea prescrita para articular congruentemente el mundo afectivo (esa amalgama en la que incluyo emociones, sentimientos, deseos y actitudes) se la leí hace tiempo al neurocientífico y escritor Jonah Lehrer en el ensayo Cómo decidimos. Allí preceptuaba que «la mejor manera de gestionar las emociones y los deseos es pensar en ellos». «Pensar bien en ellos», me gusta puntualizar. Yo suelo repetir que la educación no es otra cosa que aprender a desobedecer deseos (el deseo es la borboteante presencia de una ausencia), aprender a elegir el monosílabo «no» cuando optar por el cómodo «sí» te gratifica en el corto plazo pero te empeora en el largo. La libertad consiste en la capacidad de posar la atención allí donde queremos, y no donde el deseo apunta inquisitivamente en contra de nuestra voluntad. Hace unos días mantuve una conversación con una mediadora catalana en la que le explicaba que desobedecer unos deseos implica indefectiblemente obedecer otros, así que la educación se encuentra con la tarea previa de discernir qué deseos son más convenientes y qué  deseos son más desaconsejables, qué deseos nos mejoran y qué deseos nos desencuadernan. Como en todo, la conveniencia o no de los deseos descansa en función de la estratificación de nuestros intereses y nuestras motivaciones, tanto de genealogía personal como social. Un deseo puede ser muy útil para emplearlo en una dirección concreta, pero ese mismo deseo puede empantanarnos si nos invade cuando perseguimos la dirección contraria. Platón redujo todo este posible guirigay conceptual en una glosa  llena de belleza en la que afirmaba que la educación no es otra cosa que enseñar a desear lo deseable. Parafraseándolo, podemos afirmar que la educación consiste en desear bien (desear lo digno de ser deseado), que no es otra cosa que sentir bien, que a su vez no es otra cosa que elegir bien. 

Y aquí irrumpe con fuerza lo más medular de todo este texto. Cuesta aceptarlo, porque creemos que los sentimientos son entidades impermeabilizadas a la racionalidad, pero a sentir también se aprende. Más todavía. Sentir bien es el resultado de haber aprendido a segregar con idoneidad unos deseos de otros, a no sucumbir a la labilidad y volatilidad del deseo, a diferenciar entre deseo sentido y deseo pensado, entre apetencia y proyecto. En el ensayo Trampas mentales, el filósofo italiano Matteo Motternini condensa este dinamismo propio de la indeterminación de algunos contextos señalando que en nuestro cerebro se inicia una competición entre dos sistemas neuronales distintos. El sistema límbico, centro del placer y de la recompensa, pugna con el área de la corteza prefrontal, destinada al razonamiento abstracto y al mantenimiento del objetivo. Quien posea mayor pugilato se alzará con una victoria que guarda crudas consecuencias en nuestra conducta. La tarea de ser persona consiste en la adhesión de sólidos marcos de evaluación que, a través de  la deliberación, la decisión y la acción, permitan el acceso a unos deseos y denieguen la entrada a otros. Uno puede adoptar una decisión muy buena pero dentro de un encuadre evaluativo muy malo, y viceversa. Por eso ser persona es el único trabajo que requiere dedicación plena. No podemos dejar esa tarea ni un sólo instante, porque somos el individuo que habita entre la persona que estamos siendo y la que nos gustaría ser después, y es en esa pequeña falla donde se acurruca el deseo.

En El gobierno de las emociones, Victoria Camps, Catedrática de Ética en la Universidad Autónoma de Barcelona, nos explica que las emociones y la racionalidad son un continuo. Matizo aquí que Camps homologa el término emociones a toda esa panoplia compuesta por emociones, sentimientos y deseos. Siguiendo a Aristóteles y a Spinoza, postula que nos movemos por deseos y sentimientos más que por evaluaciones cognitivas, pero la construcción del deseo y el sentimiento se realiza con los materiales que proporciona la reflexión. La gobernabilidad o la insumisión de nuestras emociones determinan nuestro pensamiento, y nuestro pensamiento hace que nuestra emociones sean dóciles o díscolas. Si no recuerdo mal, Claudio Naranjo defiende la integración de intelecto, amor e instinto, algo así como que el instinto se alíe con nuestros intereses, forjados reflexiva y afectivamente, en vez de que nuestros intereses se dejen arrastrar por el instinto. Spinoza también hablaba de algo análogo cuando teorizaba sobre la importancia de utilizar la fuerza del deseo (connatus) en la consecución de nuestros proyectos, que es un epítome perfecto de desear lo deseable.

En su ensayo, Victoria Camps hace también una lectura de la repercusión social de las emociones. Sólo desde la armonía de la razón y el sentimiento se puede actuar con racionalidad y responsabilidad moral, sólo así se pueden inculcar normas sociales. Sentimientos como la indignación, la compasión, la vergüenza, son necesarios para orientar la conducta. La autora cita a Hume y su tremenda aunque irrefutable reflexión en la que el filósofo inglés recuerda que no hay nada irracional en preferir que se hunda el mundo a que nos pinchemos un dedo. Es cierto, pero en esa preferencia sí hay déficit ético. Hay que intentar una educación sentimental en la que casen emoción y razón, génesis de un buen comportamiento, porque  el objetivo de la ética, y aquí Victoria Camps cita a Rorty, consiste en eliminar la crueldad y ensanchar el nosotros. La construcción de la organización social pasa inevitablemente por la sentimental, pero también ocurre a la inversa. De este modo la política necesita la ética, la ética necesita la política, y ambas necesitan la docilidad del deseo para poner su fuerza al servicio de la inteligencia.



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