Obra de Daniel Coves |
Quiero poner una lupa de aumento en la afirmación
tristemente extendida de que los conflictos se solucionan solos. Si los conflictos
tuvieran la capacidad autodeterminadora de eliminar la discrepancia o llevarla
a una intersección satisfactoria, no habría tanta bibliografía, ni tanta
literatura enfrascada en encontrar fórmulas para poder gestionarlos óptimamente, ni cursos de especialización, ni
másteres, ni investigación. Los conflictos no se solucionan solos, como
pregonan los que responden ante ellos con la evasión o con maniobras
dilatorias, pero paradójicamente sí se agravan solos. Un conflicto severo que
no se aborda a tiempo tiende a desplazarse a toda velocidad hacia el lugar en
el que inflige más daño. Me atrevería a decir que se trata de un tropismo, una
inercia congénita a la idiosincrasia de las fricciones humanas. Cuando alguien
percibe un molesto desacuerdo pero no se encamina a su posible organización a través
del diálogo, su irresolución suele incubar podredumbre en el aparato
sentimental. Se infernaliza la discrepancia. La gestión de un conflicto trata
justamente de detener esta propensión. Acercar el conflicto hacia el lugar en
el que puede ser regulado y articulado de un modo pacífico. Quizá también solucionado.
Desgraciadamente no siempre podemos elegir el
momento adecuado para abordar la gestión de un conflicto. En la literatura de
las fricciones se suele recalcar que saber elegir el instante de su regulación
es multiplicar exponencialmente su posible solución. La
dificultad estriba en que solemos poner encima de la mesa la disensión justo en el momento en que nos secuestra la irascibilidad.
Precisamente la característica funcional del enfado es la de suministrarnos elevadas cantidades de energía para enfrentarnos a lo que nos segrega de nuestros deseos. Nadie suele pronunciar palabras bondadosas cuando está irritado, enojado,
encolerizado, o rabioso, que son los distintos gradientes de la emoción
universal de la ira. En un conflicto las experiencias de exclusión se tornan protagonistas porque cuando intuimos que
algo obstruye nuestros intereses aparecen los sentimientos de enfado, tristeza, o
miedo, y sus distintas tonalidades emocionales. A pesar de la copiosa casuística, yo no conozco ni un solo caso en el
que alguien se haya alegrado ante la llegada de un conflicto.
La ocurrencia de sentimientos de clausura suele interrumpir la actitud empática, que es la única forma que tenemos de internarnos en un campo semántico compartido, que a su vez es el requisito indispensable para la fabricación de consenso. Hay otro obstáculo mayúsculo. La mayoría de los mediadores certifican que entre el setenta y el ochenta por ciento de los conflictos se deben a una mera cuestión de amor propio, o de orgullo, de los actores protagonistas. En esta acepción el orgullo estriba en la terquedad a cambiar un curso de acción por el hecho de que hacerlo demostraría ante el otro aceptar el demérito de no haber elegido en su momento la mejor opción. No tengo ninguna duda de que quien se conduce así lo hace de una manera torpe. Si nuestro interlocutor nos ofrece una evidencia que mejora la nuestra, decantarse por ella delata inteligencia. Se trataría de una muestra en la que se respetaría el diálogo como empresa cooperativa, se consideraría al otro como nuestro colaborador, y se aceptaría el poder transformador de los argumentos. Acabo de resumir la tríada rectora para compatibilizar cualquier discrepancia.
Artículos relacionados:
La bondad convierte el diálogo en un auténtico diálogo.
Dos no se entienden si uno no quiere.
La exhumación de agravios.
La ocurrencia de sentimientos de clausura suele interrumpir la actitud empática, que es la única forma que tenemos de internarnos en un campo semántico compartido, que a su vez es el requisito indispensable para la fabricación de consenso. Hay otro obstáculo mayúsculo. La mayoría de los mediadores certifican que entre el setenta y el ochenta por ciento de los conflictos se deben a una mera cuestión de amor propio, o de orgullo, de los actores protagonistas. En esta acepción el orgullo estriba en la terquedad a cambiar un curso de acción por el hecho de que hacerlo demostraría ante el otro aceptar el demérito de no haber elegido en su momento la mejor opción. No tengo ninguna duda de que quien se conduce así lo hace de una manera torpe. Si nuestro interlocutor nos ofrece una evidencia que mejora la nuestra, decantarse por ella delata inteligencia. Se trataría de una muestra en la que se respetaría el diálogo como empresa cooperativa, se consideraría al otro como nuestro colaborador, y se aceptaría el poder transformador de los argumentos. Acabo de resumir la tríada rectora para compatibilizar cualquier discrepancia.
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