Obra de Sean Cheetham |
Resulta sorprendente cómo ciertos términos obtienen el consenso social de
un modo rápido y se instalan cómodamente en el argumentario colectivo. Uno de
ellos es el de inteligencia emocional. En
todo mi periplo académico como alumno de Filosofía no lo escuché ni una sola
vez, y eso que muchas disciplinas
trataban con profundidad vertiginosa temas nucleares que ahora parecen propios y exclusivos de la inteligencia emocional, el desarrollo personal y el coaching (cada vez somos más conscientes del carácter pluridisciplinario del conocimiento, pero cada vez levantamos más fronteras nominales entre las disciplinas para delimitar nuestra empleabilidad). En la facultad nosotros llamábamos
a aquellas ramas del saber filosófico de otra manera mucho más académica que jamás despertaría la curiosidad de un lector, y sí probablemente su rauda deserción. Podría poner ejemplos, pero no quiero asustar a nadie.
La primera vez que escuché la nomenclatura inteligencia emocional fue en el departamento de I+D de una empresa madrileña de formación en la que entré a trabajar. Eran los años en que mucha gente empezaba a relacionarse con el mundo emotivo de una manera febril, Daniel Goleman se estaba convirtiendo en una celebridad y su libro Inteligencia emocional estaba a punto de aurolearse como betseller. Recuerdo que una compañera me lo dejó para que lo leyera. Al entregármelo lo hizo con la misma sacralidad que si me estuviese entregando el Santo Grial para su custodia. He necesitado veinte años de estudio y la redacción de muchos textos para poder afirmar sin ningún equívoco que las emociones no tienen inteligencia, pero los sentimientos sí. Las emociones son dispositivos innatos de una plausible eficacia, pero adolecen de falta de esa inteligencia que ahora las acompaña cada vez que son citadas. Otra cosa distinta es el aparataje sentimental, que está erizado de inteligencia, aunque a veces esa inteligencia se emplee de manera errática, roma o calamitosa. La emoción pensada y articulada se metamorfosea en sentimiento.
Recuerdo que en una jornada sobre educación alternativa me referí a varias cuestiones vinculadas a la inteligencia emocional, pero bautizándolas como cuestiones de «educación sentimental». En el receso una profesora se acercó a mí y me confesó que le había llamado la atención que empleara la palabra sentimental. Le comenté que los sentimientos son una construcción de la cognición humana que a veces se aprovechan de la dotación genética de las emociones, pero otras veces no, y que para las estrategias vitales a las que nos estábamos refieriendo era mucho más acertado hablar de sentimientos que de emociones. Añadí que toda la educación se basa en manipular el deseo, que elicita sentimientos, y hacerlo de un modo que lo dirijamos a lo deseable. En Ética de la hospitalidad, Daniel Innerarity define la inteligencia como «una suministradora de razones para discriminar». Lo deseable forma parte de las elucubraciones éticas impulsadas por la inteligencia, fundamentales para domeñar la carga deseante y sentir acorde a lo deseado, un plano cuya jurisdicción pertenece al orbe sentimental, pero no al emocional. Ignoro por qué lo llaman emociones cuando se refieren a sentimientos, transferencia nominal que provoca conclusiones borrosas, pero sospecho que algo tendrá que ver el hecho de que el lenguaje académico se haya apropiado del término emocional y el lenguaje poético del vocablo sentimental. En mi ensayo Los sentimientos también tienen razón. El entramado afectivo en el quehacer diario (ver) siempre utilizo el adjetivo sentimental. Me parece muchísimo más acertado porque en los sentimientos ya está inserta la inteligencia y su capacidad de hacer valoraciones para jerarquizar el sentido. En las emociones, no. Me inclino por la denominación poética frente a la científica. No sé si la poesía es un arma cargada de futuro, pero en este caso la poesía se ha apropiado de un término más preciso que el de la ciencia. Es una victoria que me maravilla.
La primera vez que escuché la nomenclatura inteligencia emocional fue en el departamento de I+D de una empresa madrileña de formación en la que entré a trabajar. Eran los años en que mucha gente empezaba a relacionarse con el mundo emotivo de una manera febril, Daniel Goleman se estaba convirtiendo en una celebridad y su libro Inteligencia emocional estaba a punto de aurolearse como betseller. Recuerdo que una compañera me lo dejó para que lo leyera. Al entregármelo lo hizo con la misma sacralidad que si me estuviese entregando el Santo Grial para su custodia. He necesitado veinte años de estudio y la redacción de muchos textos para poder afirmar sin ningún equívoco que las emociones no tienen inteligencia, pero los sentimientos sí. Las emociones son dispositivos innatos de una plausible eficacia, pero adolecen de falta de esa inteligencia que ahora las acompaña cada vez que son citadas. Otra cosa distinta es el aparataje sentimental, que está erizado de inteligencia, aunque a veces esa inteligencia se emplee de manera errática, roma o calamitosa. La emoción pensada y articulada se metamorfosea en sentimiento.
Recuerdo que en una jornada sobre educación alternativa me referí a varias cuestiones vinculadas a la inteligencia emocional, pero bautizándolas como cuestiones de «educación sentimental». En el receso una profesora se acercó a mí y me confesó que le había llamado la atención que empleara la palabra sentimental. Le comenté que los sentimientos son una construcción de la cognición humana que a veces se aprovechan de la dotación genética de las emociones, pero otras veces no, y que para las estrategias vitales a las que nos estábamos refieriendo era mucho más acertado hablar de sentimientos que de emociones. Añadí que toda la educación se basa en manipular el deseo, que elicita sentimientos, y hacerlo de un modo que lo dirijamos a lo deseable. En Ética de la hospitalidad, Daniel Innerarity define la inteligencia como «una suministradora de razones para discriminar». Lo deseable forma parte de las elucubraciones éticas impulsadas por la inteligencia, fundamentales para domeñar la carga deseante y sentir acorde a lo deseado, un plano cuya jurisdicción pertenece al orbe sentimental, pero no al emocional. Ignoro por qué lo llaman emociones cuando se refieren a sentimientos, transferencia nominal que provoca conclusiones borrosas, pero sospecho que algo tendrá que ver el hecho de que el lenguaje académico se haya apropiado del término emocional y el lenguaje poético del vocablo sentimental. En mi ensayo Los sentimientos también tienen razón. El entramado afectivo en el quehacer diario (ver) siempre utilizo el adjetivo sentimental. Me parece muchísimo más acertado porque en los sentimientos ya está inserta la inteligencia y su capacidad de hacer valoraciones para jerarquizar el sentido. En las emociones, no. Me inclino por la denominación poética frente a la científica. No sé si la poesía es un arma cargada de futuro, pero en este caso la poesía se ha apropiado de un término más preciso que el de la ciencia. Es una victoria que me maravilla.
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