Obra de Nicolás Odinet |
Siempre es maravilloso traer un libro al mundo. Acaba de ver la luz la publicación colectiva Mediación y justicia restaurativa en la infancia y la adolescencia. (Huygens Editorial). Participo con la escritura de un largo capítulo titulado Cada vez se debate más, cada vez se dialoga menos. La idea central de este capítulo radica en que hemos trocado la palabra que circula entre nosotros con el afán de edificar intersecciones que faciliten la vida compartida (diálogo) por el monólogo estático que busca golpear y derribar el de nuestro oponente sin el menor deseo de enriquecimiento mutuo (debate). La esfera política exhibe ejemplos paroxísticos de debatir en detrimento de dialogar. El bulímico afán de rédito electoral requiere la polarización de las ideas, extremar las posiciones, enconar los ánimos y visceralizar las reacciones, arrinconar la ponderación y maximizar los maniqueísmos, atribuir mala intención al contrincante discursivo que de este modo nunca podrá alzarse en aliado en la búsqueda de evidencias que mejoren el espacio interseccional (fin último del diálogo). En este capítulo además trato de explicar cómo estas prácticas discursivas entronizadas y naturalizadas en el paisaje político y parlamentario permean capilarmente en las distintas esferas de la experiencia humana. Es fácil colegir cómo la liturgia de la confrontación partidista se expande al círculo de la interacción cotidiana hasta acabar contaminando a la infancia y a la adolescencia. Conviene no desdeñar el peso del aprendizaje por observación entre nuestras pertenencias culturales. Los animales humanos propendemos a mimetizar las conductas de aquellas personas que son significativas, y en las democracias deliberativas nuestros representantes electos lo son.
El diálogo en la exposición pública vive momentos muy crepusculares, pero el debate se encuentra en pleno mediodía. Noam Chomsky e Ignacio Ramonet escribieron un pequeño opúsculo titulado Cómo nos venden la moto. En sus páginas desvelaban un repertorio de técnicas de persuasión empleadas por los grandes medios y las concentraciones de poder con el fin de uniformizar nuestro pensamiento y erradicar cualquier indicio crítico. Ese libro se publicó hace veinticinco años, cuando el mundo pantalla era de una bisoñez enternecedora. La persuasión en el actual mundo omnipantallizado es mucho más sutil y sagaz. Sus efectos son tremendamente damnificadores para la polifonía de argumentos sustancial a las sociedades abiertas y al diálogo como instrumento para articularlas. Acabo de leer La civilización de la memoria pez del filósofo francés Bruno Patino. Me ha dejado la misma desasosegante sensación que cuando le leí a Marta Peirano El enemigo conoce el sistema, o Capitalismo de plataformas de Nick Srnicek. Patino cita el ensayo El filtro burbuja del ciberactivista Eli Pariser para explicarnos algo de crucial relevancia para nuestra concepción discursiva de la convivencia, y por lo tanto para el diálogo que entablamos con nosotros mismos y con los demás. Cuando navegamos por el e-mundo en realidad navegamos por la digitalización de un mundo prefigurado por una inteligencia algorítmica. Los algoritmos identitarios y comportamentales reconfiguran en nuestra pantalla un mundo personalizado basado en los datos de nuestras anteriores elecciones. Nadie ve lo mismo en su pantalla, nadie se encuentra lo mismo en los motores de búsqueda, nadie recepciona los mismos hilos de noticias. La web decidide lo que leemos y lo que vemos. Bienvenidos a una burbuja epistémica. Este hecho tan nuclear y tan poco recalcado voltea por completo las viejas técnicas de la propaganda. Debido al filtro «somos los autores de nuestra propia propaganda», como concluye Patino.
Cuando accedemos al mundo
digitalizado de la pantalla vemos el mundo que los oligopolios de la atención
nos han organizado personalmente a través de la recogida de nuestros
datos. De repente el mundo está sesgado según nuestros intereses, un mundo eximido de oposición discursiva, aislado de la diversidad y heterogeneidad de miradas que permitan enriquecer
la propia. Bruno Patino cita tres grandes sesgos que operan en este ecosistema
y que, me permito añadir, irradian una alta nocividad para el diálogo. Ahí están el sesgo de
confirmación (acabamos encontrando lo que buscamos, aquello que avala
nuestros argumentos), el sesgo de representatividad (la utilización de un ejemplo para
ratificar un argumento se acaba convirtiendo en verdad universal, subvirtiendo
de este modo la mecánica del razonamiento científico), y el sesgo de repetición
(damos más relevancia a la información que vemos más veces, lo que en las redes
significa que quienes tienen más actividad se apropian de esa relevancia. Si las personas más activas
son las que más confían en sí mismas, y, según el efecto Dunning-Kruger, las
que más sobreestiman su habilidad suelen ser las que poseen mayor grado de ignorancia, se colige
que quienes menos saben se erigen en más visibles y por tanto en más
informativamente relevantes). En este desalentador paisaje irrumpe otro sesgo.
Si la inteligencia algorítmica nos muestra un mundo en complaciente simetría
con nuestras ideas, es muy fácil caer en el falso consenso, creer
erróneamente que la mayoría piensa de un modo muy parecido a nosotras y nosotros, lo que
todavía reafirma más la creencia de estar en lo cierto, un auténtico escollo
para la emergencia de la duda, la autocrítica y la comprensión empática de la
divergencia. Este ecosistema es perverso para el fomento del diálogo, pero es
endémico para la generación de verdades dogmáticas y por lo tanto para
fertilizar la histerización de la conversación pública. La filósofa brasileña Marcia Tiburi defiende que «el diálogo se torna imposible cuando se pierde la
dimensión del otro». La vida humana es vida humana porque es compartida
precisamente con ese otro que el filtro burbuja y el debate tratan de
eliminar. Cuidar el diálogo es cuidar a ese otro que somos todas y todos simultáneamente.