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Obra de Ryo Shiotani |
Los valores morales son abstracciones muy difíciles de explicar. No es nada sencillo definir lo justo, lo bueno, lo ejemplar, lo digno. Sin embargo, estos valores abandonan su condición
abstracta y se entienden con facilidad cuando se encarnan en acciones concretas llevadas a cabo por
individuos concretos. Aristóteles advirtió que las virtudes éticas no se pueden enseñar, pero sí aprender al contemplarlas en las acciones de los demás e incorporarlas como hábitos en la conducta propia. Para que esta transacción se lleve acabo urge la participación afectiva de la admiración. En el íncipit de
La virtud en la mirada. Ensayo sobre la
admiración moral, Aurelio Arteta define la admiración como «el sentimiento
de alegría que brota a la vista de alguna excelencia moral ajena y suscita en
su espectador el deseo de emularla». En
La
capital del mundo es nosotros (
ver) le concedí tanta importancia a este
sentimiento que recurrí a él para titular el último capítulo: Admirar lo
admirable. En
La razón también tiene
sentimientos (
ver), en la sección dedicada a los sentimientos de apertura al
otro, de nuevo volví a traerla a colación en el epígrafe Sentir admiración. Estaba persuadido de que la admiración es un sentimiento irrenunciable en la edificación personal, pero también en la configuración del espacio compartido. En
el tremendamente crítico con el paisaje social contemporáneo
Tantos tontos tópicos, el propio Aurelio Arteta escribe que la
admiración, el sentimiento de lo mejor, es también el mejor de los sentimientos. De aquí he extraído el título de este artículo. Si en mis clases y charlas hablo siempre del papel medular de la compasión
en las interacciones humanas, no
creo que la admiración posea un estatuto menor. Estamos ante un sentimiento mayúsculo. Su grandeza no corresponde con su promoción. Muchas veces ninguneado, o directamente olvidado, o malinterpretado como envidia, en otras ocasiones confundido con idolatría (admiración excesiva aunque con fundamento superfluo) o con inferioridad, siempre desplazado del podio de los grandes sentimientos.
Aurelio Arteta diferencia admirar de expresiones del lenguaje ordinario como
«me gusta
»,
«me encanta
», o
«me parece interesante
». Las dos primeras son habituales en el fragor de las redes sociales, pero admirar se sitúa bastantes peldaños por encima. Admirar es una actividad mucho más activa que la que señalan esos verbos en los que el sujeto puede ser un mero agente pasivo. La admiración es un sentimiento que trae entrañada la mimetización de lo excelente, impele a la acción, a emular al admirado, a aquel que recopila en su comportamiento aquellas conductas
que consideramos irrevocables para mejorar nuestra aventura de animales humanos. Para admirar las acciones modélicas hay
que saber qué es lo admirable, pero también asumir la polaridad de los valores y ubicar lo denigrante. Debemos evaluar, calibrar, sopesar, indagar, interpretar, pensar,
jerarquizar, comparar. Admirar es establecer juicios de valor, conferir un sentido al mundo y beligerar contra la indistinción. Sucede que juzgar como práctica está muy
desacreditada en bloque. La abstención de juzgar es plausible cuando la carencia de información
raquitiza o estupidiza nuestros posibles juicios y los convierte en prejuicios, pero juzgar para
evitar la desjerarquización de la conducta humana es un ejercicio que nos
permite segregar lo encomiable de lo execrable, lo notable de lo repudiable, lo empobrecedor de lo multiplicador, la vileza de la nobleza, lo excelente de lo pésimo, lo plenificante de lo esclavizante, la bondad de la maldad, lo digno de lo indigno, lo justo de lo injusto. Deslindar estos territorios parece una labor que solicita años de estudio e investigación, pero, como le leí a Innenarity, la costumbre ayuda más a discernir cuestiones morales que cualquier tratado de ética.
Un mal entendido
igualitarismo nos ha hecho creer que todos somos iguales y por lo tanto también
el valor de nuestras acciones, pero no es cierto. Somos, o deberíamos ser, iguales en dignidad y derechos, pero no necesariamente esa igualdad ciudadana nos calca en virtudes. Aplaudir
y encomiar al que las practica no trae adjuntada ninguna desigualdad jurídica, lo que trae es un beneficio social incalculable. Conexada con la admiración está el buen ejemplo, el mejor proveedor de buenos valores. Hanna Harent explicaba que «los seres humanos decidimos nuestras nociones de lo bueno y lo malo en la
selección de las compañías con las que desearíamos pasar la vida y de
los ejemplos que nos aleccionan». En los textos educativos se cita permanentemente lo nuclear del ejemplo en el aprendizaje, pero con frecuencia se omiten ciertos presupuestos necesarios para que el ejemplo no pierda fecundidad pedagógica. Es cierto que todos los ejemplos ejemplifican, pero no todos ellos son ejemplarizantes. El ejemplo para convertirse en valioso instrumento de imitación necesita la ejemplaridad, una conducta que, en palabras de Javier Gomá, progenitor del término ejemplaridad pública y autor de una tetralogía dedicada a su estudio, puede formularse en un imperativo: «que tu ejemplo produzca en los demás una influencia civilizadora». Hace ya unos cuantos años yo escribí
que el ejemplo es el único discurso que no necesita palabras. Tiempo después maticé que sin embargo sí se necesita saber qué palabras ejemplarizantes se quieren ejemplificar. Ahora añado que esta tecnología milenaria además requiere para su máximo aprovechamiento la mirada cómplice
y asombrada del que contempla la acción ejemplar. Sin admiración la ejemplaridad queda mutilada de valor para el que mira. Mira, pero no admira. Ve,
pero no emula.
Observa, pero no hace. Ojalá nunca estemos tan desentrenados del uso
cívico, o suframos la atrofia de la admiración, o la colonización de la indiferencia, que nos ofusquemos para desemparejar lo admirable de lo miserable. Si nos desorienta algo tan antagónico, difícilmente distinguiremos entre lo bueno y lo mejor.
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