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martes, julio 15, 2025

Aporofobia, chivos expiatorios y la dicotomía Nosotros-Ellos

Obra de Didier Lourenço

Escribe la filósofa estadounidense Martha Nussbaum que «el odio a uno mismo se proyecta con demasiada frecuencia hacia fuera, hacia "otros" particularmente vulnerables; de ahí que las actitudes de la persona hacia sí misma sean un elemento clave de toda buena psicología pública». Dicho desde la dimensión política. El malestar democrático y la sensación de injusticia nacidos del desdén institucional mostrado a las capas con bajo nivel de renta,  abandonadas a su suerte, en favor de cada vez mayores prerrogativas a las élites económicas en los momentos más lacerantes de la crisis financiera de 2008, es un factor situacional idóneo para incentivar y azuzar el odio e instrumentalizarlo partidistamente a través de la génesis de un chivo expiatorio. El chivo expiatorio logra que el problema se desplace lejos de su genuino origen, y se confunda el síntoma con la causa. Es un dinamismo insensato y deletéreo, pero fabuloso para enmascarar el verdadero origen de numerosos problemas sociales. Como odiar es odiarse, es muy sencillo elaborar eslóganes con los que captar apoyo electoral entre quienes están descontentos con su vida simplemente eligiendo un chivo expiatorio. El resentimiento se desplaza a un grupo precario sin capacidad ni política ni social para desarticular la narrativa en la que se le inculpa de todos los males. El chivo expiatorio es pura analgesia para el dolor infligido por la frustración y la impotencia. Ocurre que los sentimientos de clausura obnubilan a quienes los hospedan, de tal modo que su potencia destructora se redirige contra otras personas ridículamente estereotipadas, y no contra las medidas políticas y económicas que permiten el curso regular de las injusticias que despiertan ese odio. 

Estos mecanismos cognitivos se están percibiendo con desoladora transparencia en estos convulsos días en los que el chivo expiatorio han sido las personas migrantes. Cabe puntualizar que no hay xenofobia en quienes dirigen su animadversión a las personas foráneas, o demandan una reevaluación deshumanizadora de las políticas migratorias, sino aporofobia, el elocuente término que acuñó Adela Cortina hace ya un cuarto de siglo. Leamos qué dice su autora en el ensayo que escribió en 2017 para teorizar sobre este término y delimitar su campo de acción semántico: «Lo que produce rechazo y aversión no es que vengan de fuera, que sean de otra raza o etnia, no molesta el extranjero por el hecho de serlo. Molesta, eso sí, que sean pobres, que vengan a complicar la vida a los que, mal que bien, nos vamos defendiendo, que no traigan al parecer recursos, sino problemas. Y es que es el pobre el que molesta, el sin recursos, el desamparado, el que parece que no puede aportar nada positivo al PIB del país al que llega o en el que vive desde antiguo, el que, aparentemente al menos, no traerá más que complicaciones. De él cuentan los desaprensivos que engrosará los costes de la sanidad pública, quitará trabajo a los autóctonos, es un potencial terrorista, traerá valores muy sospechosos y removerá, sin duda, el 'estar bien' de nuestras sociedades, en las que indudablemente hay pobreza y desigualdad, pero incomparablemente menor que la que sufren quienes huyen de las guerras y la miseria.  (...) Aunque algunas gentes se quejen de que en la vida corriente hablamos en exceso de fobias, lo bien cierto es que, por desgracia, existen, son patologías sociales y precisan diagnóstico y terapia. Porque acabar con estas fobias es una exigencia del respeto, no a «la dignidad humana», que es una abstracción sin rostro visible, sino a las personas concretas, que son las que tienen dignidad». 

En el fabuloso ensayo  Compórtate, la biología que hay detrás de nuestros mejores y peores comportamientos, el neurobiólogo Robert Sapolsky dedica gran parte de su estudio a explicar la dicotomía Nosotros- Ellos, inercia tribal imbatible para la constitución del chivo expiatorio. Tendemos a la confianza, la generosidad y la cooperación hacia los miembros de nuestro grupo (Nosotros), y desplegamos un comportamiento acerbado y susceptible de entrañar violencia hacia otros grupos (Ellos). Si convenimos que fascismo es el modo de repudiar  e intentar fracturar cualquier otro sentir que no sea el propio, este propósito confiere arraigo a esta categorización tan agonal de Nosotros-Ellos. Afortunadamente Sapolsky afirma que existen factores que remiten esta peligrosa dicotomía, y, por tanto, me permito agregar, también ayudan a elidir esa renuencia a aceptar sin victimizarse la existencia de pluralidad y heterogeneidad humanas. 

Sapolsky propone entre otros factores preventivos la necesidad de darse cuenta de los  estrepitosos prejuicios con los que construimos las narrativas en las que luego se apoyan nuestros argumentos y creencias, «ser consciente de nuestra sensibilidad a la repugnancia, al resentimiento y a la envidia; reconocer la multiplicidad de dicotomías Nosotros-Ellos que albergamos y enfatizar aquellas en las que el Ellos se convierte en un Nosotros; contactar con un miembro de Ellos en las circunstancias correctas; resistirse al esencialismo; asumir otra perspectiva; y, por encima de todo, individualizar a los miembros del grupo Ellos». Cuando se personaliza y se pone nombre y apellidos a los seres humanos, se humaniza el trato. Cuando nos humanizamos al tratarnos, propendemos a reprimir los juicios precipitados y superficiales. Cuando pensamos sin prisas e intercambiamos pareceres con personas que padecen una historia de sufrimiento, solemos mostrar diligencia y cuidado con la dignidad de la que es titular esa persona por el hecho de ser una persona tan extraordinaria como lo son todas las demás por serlo. La filiación a la humanidad disuelve cualquier dicotomía porque está por encima de todas las que se puedan fabular.   

 
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martes, junio 15, 2021

Las mutaciones de la palabra miserable

Obra de Marcos Beccari

Recuerdo lo mucho que me llamó la atención leer en La compasión. Apología de una virtud bajo sospecha que el término miserable etimológicamente significa compadecible. El filósofo Aurelio Arteta explicaba en las páginas de este ensayo que, igual que memorable es lo que merece ser recordado, el miserable es el que por su situación es digno de compasión. El tiempo borró el significado seminal de este vocablo y lo mutó en otro muy disímil. Ahora miserable es aquel que actúa de un modo indigno y se hace acreedor de un pliego de cargos por conducirse así. No hay compasión hacia él, solo desaprobación, o punición. Sin embargo, si nuestra ordenación sentimental está bien configurada, si nuestro entramado afectivo ha indagado lo suficiente como para verse cara a cara con la vulnerabilidad y la falibidad humanas, el miserable nos debería dar lástima, otra virtud bajo sospecha, por proseguir con la terminología de Aurelio Arteta, una variación de la tristeza que emerge cuando oteamos comportamientos tan desalmados que llega a afligirnos la corroboración de que alguien semejante a nosotras y nosotros los pueda llevar a cabo. 

Las trayectorias de la palabra miserable son numerosas y todas ellas invitan al ejercicio especular. El término alberga varias acepciones relacionadas con lo mezquino y la pobreza. Por un lado tildamos de miserable a quien se conduce de manera ruin, pérfida, abyecta, malvada, canalla, vil, innoble, despreciable.  Por otro, a quien sufre pobreza extrema. En esta segunda rama semántica, miserable sería quien acumula mucha miseria, del mismo modo que amable es el que hospeda mucha amabilidad en el trato. Otra acepción es la de tacaño y cicatero. Hay una cuarta acepción que significa desdichado, desventurado, infeliz. La genética lingüística de malvado enlaza directamente con la de desdichado. Si desgranamos su etimología, veremos que el término malvado proviene de malifutius, que a su vez procede de malus (malo) y factus (destino). Una persona desdichada es una persona condenada a una existencia desgraciada,  el desgraciado es aquel que se halla en una situación lamentable, que no tiene donde caerse muerto, que es una formulación eufemística de la pobreza, pero a la vez también es el que tiene mal destino, lo que le convierte en malvado. Se cierra este espacio de convergencia léxica.

Hibridar pobreza y ruindad bajo el mismo paraguas conceptual es un auténtico semillero para que brote con frondosidad la aporofobia. El lenguaje nunca es inocuo, y detrás de estas ingenieras semánticas germinan creencias y ficciones con mucho protagonismo en la estructuración de los imaginarios y en la vertebración del medioambiente social. Si la pobreza adjunta pobreza moral, como indica la compartición del mismo término, acto seguido justificaremos el miedo al pobre, porque a quien vemos como poco moral lo juzgamos peligroso, una persona cuya impredecibilidad nos desasogiega al no estar sujeta a los estándares éticos y prefigurados. He aquí la criminalización del pobre y su conversión en miserable, ahora según la acepción moral. La aporofobia no es solo la aversión al pobre por ser pobre, como bien señala la progenitora del vocablo, Adela Cortina, sino que es aporofóbica toda disposición a señalar al pobre como agente ameritador de su pobreza. Culpabilizar al pobre de su situación de pobreza pone en cuestión su voluntad y por lo tanto desplaza el asunto a la esfera ética.

Al atribuir voluntariedad  a la pobreza (y por lo tanto admitir el colmo de culpar de ella a quien la padece), se descarta así su condición de problema estructural y político propios de los escenarios de suma cero, se omite la preminencia del entorno en el que se despliega cada vivir humano, y por su puesto  se excluye la pobreza del listado de asuntos a tratar en la agencia pública. La omisión intencional de la pobreza como problema colectivo que delata enorme fragilidad social da alas argumentativas a la afirmación  de que ser pobre es una decisión, como lo es ser feliz o desdichado, lo que la perenniza, pero asimismo justifica la contraimagen del éxito personal de la riqueza. Si en el relato del pensamiento hegemónico la riqueza es fruto del denuedo, sería fácil aducir que la pobreza se podría exorcizar si hiciéramos partícipe de ese desempeño al compromiso individual. Se construye la falacia de que la voluntad es el garante que media en los procesos meritocráticos, en vez de un criterio de posibilidad. De este modo en el escrutinio de la pobreza no solo se penalizaría al pobre por serlo («no se ha esforzado lo suficiente», según la retórica aporofóbica), simultáneamente esta penalización que prestigia la voluntad traería adjuntado un halago narcisista para quien no es o no se considera pobre. La estigmatización de la pobreza encubriría el autoelogio.

 

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martes, enero 09, 2018

Aporofobia (aversión al pobre), la palabra del año



Obra de David Kassan
Por su interés lingüístico e informativo, Aporofobia ha sido elegida la palabra del año 2017 por la Fundación del Español Urgente. Este neologismo significa el desprecio a las personas en situación de pobreza. Ya aparece en la versión digital del diccionario de la RAE. Es un concepto acuñado por Adela Cortina hace dos décadas. Mi mejor amigo y yo nos topamos con él en uno de sus artículos de prensa de aquellos días. Desde entonces esa palabra forma parte de la cotidianidad de nuestro vocabulario y nos ha servido para delimitar con precisión ciertas conductas del paisaje social muchas veces nominadas con deliberada inexactitud. Al enterarse de la elección, su autora ha comentado que «me parece oportuno que se ponga sobre el tapete que este fenómeno existe, dándole un nombre». Adela Cortina inventó la palabra para diferenciar la xenofobia de la animadversión al pobre. A veces consideramos xenófobas realidades sociales que sin embargo son aporofóbicas. Aporofobia proviene del término griego áporos, sin recursos, y ahora gracias a ella podemos referirnos a la aversión a una persona exclusivamente por su pobreza. El año pasado Cortina publicó un ensayo con el transparente título de Aporofobia, el rechazo al pobre (Paidós, 2017), lo que sirvió de trampolín de notoriedad al término. En sus páginas explica en qué consiste exactamente. 

La profesora utiliza el ejemplo de la inmigración para que se distinga claramente entre xenofobia y aporofobia. Se rechaza al inmigrante pobre, pero incluso se sugiere cambiar la legislación del país receptor para que se instale a su conveniencia el inmigrante rico. En realidad, como señala Cortina en el ensayo, es repulsión al que está en una situación de debilidad, cruel estigmatización de los peor situados. El pobre se convierte así en objeto de repudio (que no sujeto, en tanto que no se le reconoce dignidad ni se le aplican los Derechos Humanos que jurídicamente trae aparejados). Creo que también se podría tachar de aporofobia el denigrante discurso que conexa la pobreza no a una consecuencia económica y política de la escandalosamente desigual distribución de los recursos, sino a un fracaso personal, al demérito o a la escasez de esfuerzo y su subsiguiente ausencia de recompensa. Es el colmo de la pobreza y el cinismo de la riqueza: el pobre además de ser pobre es culpable de serlo. Se antoja harto difícil eliminar o al menos atenuar el pauperismo del espacio compartido cuando un elevado número de los que comparten ese espacio creen que quien lo padece es porque se la merece. Esta visión despolitiza el problema social de la pobreza, lo disocia del reparto de la riqueza y lo relega a asunto privado.

Se suele definir la pobreza como la incapacidad de establecer unos mínimos elementales para la protección y el cuidado de la existencia material. Esta afirmación es irrefutable, pero presenta una lectura muy reduccionista. La ausencia de recursos básicos provoca disturbios en todos los flancos de la experiencia humana, pero sobre todo en la construcción de un horizonte vital. La pérdida de lo más primario de la soberanía individual expulsa ferozmente del léxico la palabra proyecto. La pobreza y sus contemporáneos vecinos (la precariedad, la inestabilidad, la incertidumbre, la volubilidad, la indefensión, la pobreza salarial) desdibujan el presente poco a poco, pero su verdadera víctima es la desintegración de cualquier idea de futuro. En la pobreza no hay posibilidades de autorrealización, que es el referente más radicalmente humano. Dicho de otro modo. La pobreza deshumaniza. La aporofobia amplifica abyectamente esta deshumanización.



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martes, julio 11, 2017

Aporofobia: aversión y rechazo al pobre por ser pobre

Obra de Cornelius Volker

Estos días estoy leyendo el ensayo Aporofobia, el rechazo al pobre (Paidós, 2017) de Adela Cortina. Aporofobia es el término con el que se describe el desprecio a las personas en situación de pobreza. Es un concepto acuñado por la propia Adela Cortina hace dos décadas. Mi mejor amigo y yo nos topamos con él en uno de sus artículos de aquellos días. Recuerdo que hablamos mucho al respecto y desde entonces esa palabra forma parte de nuestro vocabulario cotidiano. Aporofobia proviene del término griego áporos, sin recursos, y gracias a esta reciente palabra podemos referirnos a la animadversión que se vierte hacia una persona exclusivamente por el hecho de ser pobre. El ejemplo de la inmigración es paradigmático. Se rechaza al inmigrante pobre, pero incluso se sugiere cambiar la legislación del país receptor para que se instale a su conveniencia el inmigrante rico. En realidad, como señala Cortina, es repulsión al que está en una situación de debilidad, cruel estigmatización de los peor situados. El pobre se convierte así en abyecto objeto de repudio (que no sujeto, en tanto que no se le reconoce dignidad). Creo que también se podría tachar de aporofobia el denigrante discurso que vincula la pobreza no a una consecuencia económica y política de la escandalosamente desigual distribución de los recursos, sino a un fracaso personal, al demérito o a la escasez de esfuerzo y su subsiguiente ausencia de premio. Es el colmo de la pobreza y el cinismo de la riqueza: el pobre además de ser pobre es culpable de serlo. Se antoja harto difícil erradicar la pobreza del espacio compartido cuando un elevado número de los que comparten ese espacio creen que quien la padece es porque se la merece. Esta visión despolitiza el problema social de la pobreza y lo relega a asunto privado. Imposible así establecer escenarios de diálogo y deliberación en torno a la génesis de las tremebundas desigualdades económicas.

Se suele definir la pobreza como la incapacidad de establecer unos mínimos elementales para la protección y el cuidado de la existencia material. Esta afirmación es irrefutable, pero presenta una lectura muy reduccionista. En Sentimentalismo tóxico,  de Theodore Dalrumple,  se especifica  la pobreza como la situación en la que una persona recibe unos ingresos inferiores al sesenta por ciento de la renta media. Luego explica qué consecuencias trae adosada una pobreza crónica: menos esperanza de vida, mayor frecuencia de enfermedades, dolores y discapacidades sin acceso a un tratamiento, trabajo continuo y monótono que solo sirve para sobrevivir en pésimas condiciones, ansiedad e inseguridad sobre el futuro. La situación de pobreza ratifica el Principio Mateo: «al que más tiene, más se le dará, y al que tiene poco, hasta lo poco que tiene se le quitará». La usurpación más severa de la penuria viene a continuación. Adela Cortina cita al Premio Nobel de Economía Amartya Sen para presentar la pobreza en su dolorosa totalidad: «la pobreza es falta de libertad, imposibilidad de llevar a cabo los planes de vida que una persona tenga razones para valorar».  La ausencia de recursos básicos provoca disturbios en todos los flancos de la experiencia humana, pero sobre todo en la construcción de un horizonte vital. La pérdida de lo más primario de la soberanía individual expulsa ferozmente del léxico la palabra proyecto. La pobreza y sus contemporáneos vecinos (la precariedad, la inestabilidad, la incertidumbre, la volubilidad, la indefensión, la pobreza salarial) desdibujan el presente poco a poco, pero su verdadera víctima es la desintegración de cualquier idea de futuro.

En Temas básicos de ética, Xabier Etxeberría ofrece una afirmación similar: «En la pobreza no hay más proyecto de autorrealización que el de sobrevivir». En La felicidad paradójica, Guilles Lipovetsky explica muy bien cómo la pobreza no es solo la insuficiencia de recursos económicos, sino vivir sumido en la carencia de autonomía y proyectos. Dicho con el vocabulario de la filosofía moral. Si no hay unos mínimos (condiciones y bienes materiales) que garanticen la supervivencia, no puede haber ningún máximo (proyectos personales de autonomía). El artículo 22 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos intuye esta condición y la convierte en derecho: «Toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social, y a obtener, mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional y en conformidad con la organización y los recursos de cada Estado, la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables para su dignidad y para el libre desarrollo de su personalidad». Hace poco un muy amable lector de La capital del mundo es nosotros me comentó que lo que más le había gustado del libro es cómo se transparentaba que sin un mínimo de recursos es inalcanzable la autonomía de cualquier sujeto. Ser pobre no es morirte de hambre, es que el proyecto en el que uno encarna su dignidad está muerto.




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