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Estos días estoy leyendo el ensayo Aporofobia, el rechazo al pobre (Paidós, 2017) de Adela Cortina. Aporofobia es el término con el que se describe el desprecio a las personas en situación de pobreza. Es un concepto acuñado por la propia Adela Cortina hace dos décadas. Mi mejor amigo y yo nos topamos con él en uno de sus artículos de aquellos días. Recuerdo que hablamos mucho al respecto y desde entonces esa palabra forma parte de nuestro vocabulario cotidiano. Aporofobia proviene del término griego áporos, sin recursos, y gracias a esta reciente palabra podemos referirnos a la animadversión que se vierte hacia una persona exclusivamente por el hecho de ser pobre. El ejemplo de la inmigración es paradigmático. Se rechaza al inmigrante pobre, pero incluso se sugiere cambiar la legislación del país receptor para que se instale a su conveniencia el inmigrante rico. En realidad, como señala Cortina, es repulsión al que está en una situación de debilidad, cruel estigmatización de los peor situados. El pobre se convierte así en abyecto objeto de repudio (que no sujeto, en tanto que no se le reconoce dignidad). Creo que también se podría tachar de aporofobia el denigrante discurso que vincula la pobreza no a una consecuencia económica y política de la escandalosamente desigual distribución de los recursos, sino a un fracaso personal, al demérito o a la escasez de esfuerzo y su subsiguiente ausencia de premio. Es el colmo de la pobreza y el cinismo de la riqueza: el pobre además de ser pobre es culpable de serlo. Se antoja harto difícil erradicar la pobreza del espacio compartido cuando un elevado número de los que comparten ese espacio creen que quien la padece es porque se la merece. Esta visión despolitiza el problema social de la pobreza y lo relega a asunto privado. Imposible así establecer escenarios de diálogo y deliberación en torno a la génesis de las tremebundas desigualdades económicas.
Se suele definir la pobreza como la incapacidad de establecer unos mínimos
elementales para la protección y el cuidado de la existencia material. Esta
afirmación es irrefutable, pero presenta una lectura muy reduccionista. En Sentimentalismo
tóxico, de Theodore Dalrumple, se especifica la pobreza
como la situación en la que una persona recibe unos ingresos inferiores al
sesenta por ciento de la renta media. Luego explica qué consecuencias trae
adosada una pobreza crónica: menos esperanza de vida, mayor frecuencia de
enfermedades, dolores y discapacidades sin acceso a un tratamiento, trabajo
continuo y monótono que solo sirve para sobrevivir en pésimas condiciones,
ansiedad e inseguridad sobre el futuro. La situación de pobreza ratifica
el Principio Mateo: «al que más tiene, más se le dará, y al que tiene poco,
hasta lo poco que tiene se le quitará». La usurpación más severa de la penuria
viene a continuación. Adela Cortina cita al Premio Nobel de Economía Amartya
Sen para presentar la pobreza en su dolorosa totalidad: «la pobreza es falta de
libertad, imposibilidad de llevar a cabo los planes de vida que una persona
tenga razones para valorar». La ausencia de recursos básicos provoca
disturbios en todos los flancos de la experiencia humana, pero sobre todo en la
construcción de un horizonte vital. La pérdida de lo más primario de la
soberanía individual expulsa ferozmente del léxico la palabra proyecto. La
pobreza y sus contemporáneos vecinos (la precariedad, la inestabilidad, la
incertidumbre, la volubilidad, la indefensión, la pobreza salarial) desdibujan
el presente poco a poco, pero su verdadera víctima es la desintegración de
cualquier idea de futuro.
En Temas
básicos de ética, Xabier Etxeberría ofrece una afirmación similar: «En la
pobreza no hay más proyecto de autorrealización que el de sobrevivir». En La
felicidad paradójica, Guilles Lipovetsky explica muy bien cómo la pobreza
no es solo la insuficiencia de recursos económicos, sino vivir sumido en la
carencia de autonomía y proyectos. Dicho con el vocabulario de la filosofía
moral. Si no hay unos mínimos (condiciones y bienes materiales) que garanticen
la supervivencia, no puede haber ningún máximo (proyectos personales de
autonomía). El artículo 22 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos
intuye esta condición y la convierte en derecho: «Toda persona, como miembro de
la sociedad, tiene derecho a la seguridad social, y a obtener, mediante el
esfuerzo nacional y la cooperación internacional y en conformidad con la
organización y los recursos de cada Estado, la satisfacción de los derechos
económicos, sociales y culturales, indispensables para su dignidad y para el
libre desarrollo de su personalidad». Hace poco un muy amable lector de La
capital del mundo es nosotros me comentó que lo que más le había gustado
del libro es cómo se transparentaba que sin un mínimo de recursos es
inalcanzable la autonomía de cualquier sujeto. Ser pobre no es morirte de
hambre, es que el proyecto en el que uno encarna su dignidad está muerto.