Obra de Didier Lourenço |
Siempre cuento como anécdota la acalorada sorpresa que se llevó una trabajadora social cuando en mitad de una mesa redonda afirmé que la dignidad es un invento. Me espetó que cómo me atrevía a decir algo tan sonrojante. Le contesté que no había dicho nada ni atrevido ni burdo. La dignidad es una creación ética de la inteligencia, una portentosa invención que ha elevado la vida humana hasta cotas impensables e inaccesibles desde ángulos meramente biológicos. Es el valor común que los seres humanos nos hemos dado a nosotros mismos al considerarnos valiosos, un valor que tiene reconocimiento jurídico y se convierte en derecho gracias a la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Nos consideramos valiosos porque somos autónomos, es decir, podemos elegir qué fines queremos para dar forma a nuestra vida. Para que esa autonomía sea posible vivimos en ámbitos de interdependencia y debemos tener garantizados unos recursos mínimos, que son los que se tipifican en la Carta Magna. Unos mínimos para ser autónomos y para posibilitar que cada individuo decida luego con qué máximos anhela rellenar el contenido personal de su felicidad. Descubrimos así que la interdependencia es la garantía de la independencia o, como escribe Marina, la felicidad privada necesita un marco de felicidad colectiva. La interdependencia posibilita la satisfacción de las necesidades primarias, pero la independencia es condición insoslayable para el acceso a una vida en la que cada uno se plenifique según sus preferencias. Los filósofos griegos lo dedujeron muy pronto. Solo la vida en común nos permite ascender a una vida buena. La dignidad se torna real gracias a nuestra conducta respetuosa con el otro, y a que el otro haga lo propio con nosotros. Respetarnos es respetar nuestra condición de criaturas dignas.
Aristóteles distinguía dos tipos de acción humana, la praxis y la poiesis, las virtudes y las artes y ciencias. No es lo mismo lo que somos que lo que hacemos. Cuando acudo a congresos los participantes se suelen presentar equivocadamente diciendo que son lo que hacen. Yo suelo contar en plan hilarante que mi única aspiración es cumplir la máxima de Píndaro, «ser el que ya soy», tarea que exige un esfuerzo hercúleo porque la realidad propende a sabotearla. «El hombre no puede dejar de enfrentarse a las cosas, porque así prueba que él no es cosa alguna», escribe Savater en su Invitación a la ética. Lo práctico es aquello que se refiere al ser, no al hacer, porque hacemos cosas, pero el ser que las hace no es una cosa, no es un objeto, es un sujeto. Por eso no hay saber más práctico que la ética, que se refiere al comportamiento de nuestro ser en la indefectible intersección con otros seres, frente a los saberes técnicos, que se refieren a las cosas que hace el ser. Curiosamente los términos se han invertido en el mundo contemporáneo. El saber práctico es ahora el saber técnico, y se denomina saber teórico al saber filosófico, cuando no hay nada más práctico que todo lo relacionado con conducirse bien, reflexión absolutamente ética. Sospecho que esta subversión no es gratuita. Delata el momento crepuscular del pensamiento crítico, creativo y ético.
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