Obra de Lydia Benady |
La semana pasada me entrevistaron en una sección de
videoconferencias destinadas a adolescentes. Me preguntaron qué le diría a una persona adolescente sobre la libertad.
Salté como un resorte. La palabra libertad me incomoda porque el abuso de su
mal uso la ha degradado hasta convertirla en el culmen justificado del egoísmo. Cuando se apela a ella desparecen los intereses del resto de las
personas y se eleva a derecho un deseo personal vaciado de responsabilidad cívica. Nos introduciría en un
peligrosísimo atolladero ciudadano. Si la libertad se yergue en el valor máximo
al que ha de supeditarse el resto de valores, la convivencia (entendida como la
articulación armónica de existencias dispares) se tornaría imposible. Si cada persona exigiera cumplir su
pliego de demandas desiderativas en nombre de la libertad (en un momento epocal en el que el deseo está
exacerbado como nunca en la historia de la humanidad por los sistemas de la producción y la
financierización), vivir conllevaría colisionar permanente y violentamente con los deseos, igualmente hiperestimulados, de los demás. Tejer comunidad devendría quimérico. La irrestricta libertad del deseo nos abocaría a muchos problemas y no erradicaría ninguno.
El equívoco que trae adjuntado la palabra libertad es tan mayúsculo que
en ocasiones se cita para pronunciar aseveraciones de una insensata trivialidad argumentativa. Hace poco se hizo célebre la definición esgrimida por una representante política con un apabullante liderazgo social en la que consideraba que ser libre es
poder tomarte una caña. Frente a la confusa palabra libertad, es preferible la de autonomía. Etimológicamente autónomo deriva de auto -uno
mismo- y nomos -ley-. Significaría la capacidad de una persona de darse leyes a
sí misma. Yendo un poco más lejos, autonomía quiere decir la capacidad de
brindar propósitos a nuestra vida elegidos por nuestra volición. Libertad no es
hacer lo que le plazca a una persona, sino algo bastante más elevado: es darle a la vida un sentido tan apasionante que se
desee el apremiante advenimiento de un nuevo día, y que ese sentido personal confraternice
con la vida de los demás. Como explica José
Antonio Marina: «Limito mi libertad porque me parece bueno compartir mi vida
con otras personas». La libertad es establecer marcos políticos que ofrezcan posibilidades autónomas a la ciudadanía.
Hay que recordar que los nexos sociales restringen el
campo de acción, pero en simultáneo ensanchan sobremanera la autonomía. Es la grandeza de la interdependencia. La reducción del tamaño de la libertad en
favor de un espacio compartido agiganta el tamaño de la autonomía. El mecanismo
es a la vez portentoso y sencillo. Para satisfacer las necesidades vitales sin las cuales la
existencia se malograría y fenecería, se requiere del concurso de los demás, y gracias a garantizar estos mínimos
podemos aspirar a elegir unos máximos: el contenido de aquello que vincula con lo más profundo y alegre de nuestro ser. Si «mi
libertad acaba donde empieza la de los demás», «mi autonomía
empieza donde acaba la necesidad». Esta necesidad solo se cubre con la
participación política de una comunidad que emplee sus recursos en cuidar las circunstancias y los contextos de sus miembros. Recuerdo una preciosa definición de Spinoza sobre la libertad: se es libre cuando
se pueden suprimir las pasiones tristes y sustituirlas por las pasiones alegres. Una persona accede al acto libérrimo por excelencia cuando puede
desobedecer aquellos deseos que le empequeñecen y que le elicitan sentimientos de clausura al otro. Es una persona autónoma quien posee la capacidad de colocar la atención allí donde lo decida su voluntad porque apunta hacia lo que le hará ser mejor. No creo que haya acción ni más libre ni más inteligente.
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