jueves, abril 21, 2022

«Leer no es una forma de matar el tiempo, es una manera de comprender mejor la vida»

 

José Miguel Valle es filósofo y docente. Se dedica a investigar de forma independiente las interacciones humanas. Es autor de los ensayos La capital del mundo es nosotros, La razón también tiene sentimientos, El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza, y Acerca de nosotros mismos. También ha escrito el relato de no ficción Rock & Ríos. Lo hicieron porque no sabían que era imposible. Todas las semanas escribe en su blog Espacio Suma NO Cero. Coincidiendo con el Día del Libro publica Leer para sentir mejor (Editorial Alvarellos), un ensayo en edición tetralingüe en el que aporta reflexión sobre el papel del libro y la práctica lectora.

Entrevista realizada por Eimi Gond Dasein

 

Me gustaría empezar preguntándote cómo te surge escribir este libro

La génesis de este libro pertenece al dominio de los imponderables, a esas cosas que ocurren sin que se puedan vaticinar. La Asociación Galega de Editoras contactó conmigo para que pronunciara la conferencia clausural de su último Simposio celebrado en Santiago de Compostela. Uno de los editores presentes me planteó que podía ser una buena idea trasladar a lenguaje escrito lo que había compartido desde la oralidad con el fin de depositarlo en un libro. Acepté su propuesta.

Es decir, ¿tu conferencia la reescribes como libro?

Qué va. Cuando acepté el ofrecimiento decidí ir un poco más allá. En vez de transcribir literalmente la conferencia, que se había grabado, le comenté al editor que prefería basarme en el pequeño esquema que había utilizado en mi exposición y ponerme a desarrollarlo con la hondura y la exactitud conceptual que proporciona la escritura. Si normalmente elaboro mis conferencias extrayendo ideas diseminadas en mis ensayos, este ensayo ha nacido de las ideas que vertebraron una conferencia. Me ha encantado invertir el proceso creativo. 

¿Por qué escribes sobre la lectura cuando habitualmente tus ensayos tratan sobre las intersecciones humanas?

Te confesaré un secreto. Siempre acabo escribiendo el mismo libro, lo que ocurre es que los titulo de manera diferente.

Me cuesta creerlo.

Evidentemente no es así, aunque tampoco hay mucha hipérbole en mi afirmación. La lectura como proveedora de herramientas lingüísticas con las que organizar la realidad, nuestra condición de seres narrativos, el lenguaje como nutriente natural del cerebro, el yo como el resultado de una ilación semántica y relacional, son temas que llevo abordando desde hace años.

Por supuesto este libro es una apología de la lectura, pero también lo es de la imaginación, la inteligencia, la capacidad compasiva, la elaboración de horizontes posibles, la incorporación del otro como elemento nuclear del mundo ético y deliberativo, la inmersión en la biodiversidad humana, es decir, hablo del acceso a la otredad que facilita la lectura absorta y pensativa. Leer nos pone en contacto con las ideas y los sentires de personas que escapan a nuestra esfera de actuación. Es un ejercicio maravilloso para agregar a los demás en los diálogos que entablamos con nuestra interioridad.

En una parte del libro hemos leído que reivindicas el poder de la palabra.

Existe una dolorosa recensión de vocabularios afectivos, de lenguaje destinado a romper la inexactitud de los sentimientos de apertura al otro, por emplear terminología acuñada en mis ensayos. Creo que desestimamos el poder transformador del lenguaje. Las palabras no solo designan el mundo, también lo generan cuando lo declaran, y esta capacidad performativa debería bastar para acudir a la lectura con avidez, porque es en la lectura donde nos amistamos de un modo profundo con el lenguaje. Los nexos lingüísticos adquieren matices cuando leemos a personas que tienen la capacidad de convertir en palabra la pluralidad de la experiencia humana.

También te manifiestas muy crítico ante el eslogan «Leer es un placer».

Para quien tiene adquirido el hábito, leer sí es un placer, por supuesto. Es una experiencia fruitiva, pero también constitutiva. En realidad, no leemos, nos leemos a través de lo que leemos, y mientras nos leemos nos escribimos, vamos sedimentándonos en una narración. Sin embargo, en la conferencia puse en entredicho el eslogan «Leer es un placer» porque hay muchas lecturas que no son nada placenteras, y porque rebajar la lectura a mera fuente de placer la obligaría a rivalizar entre las muchas que oferta la industria de la distracción. Leer no es una forma de matar el tiempo, es una manera de sentir y comprender mejor la vida.

Me ha gustado que en el libro comentas que leer es pura transgresión.

La práctica lectora fomenta la atención, la pausa, el recogimiento, la concentración, dimensiones muy dañadas por la celeridad del mundo y la voracidad de los tiempos de producción. Cada vez es más difícil tener soberanía sobre grandes cantidades de tiempo, y leer requiere no solo tiempo, sino tiempo de calidad. Mientras escribía el libro un amigo me llamó y me dijo: «Ya me compré el ensayo que me recomendaste. Ahora dime dónde puedo comprar tiempo para poder leerlo».

¿Luego carecer de tiempo es el gran enemigo de la lectura?

La falta de soberanía sobre nuestro propio tiempo es el gran escollo de la vida vivible. Lo podemos sentir cuando la lectura nos devuelve esa potestad, aunque sea momentáneamente. Leer no admite el apresuramiento de los tiempos de producción. Es una práctica que obliga a dialogar con el tiempo de una manera que contraviene los postulados de la rentabilidad y los objetivos de crecimiento consustanciales al orden capitalista.

Leer es pura disidencia. Aunque no me gusta incidir en la utilidad de la lectura, porque es asumir el postulado económico de lo útil, sí quiero añadir que leer sirve para algo muy obvio y que se puede verificar enseguida: sirve para hablar y expresarse bien. La insistente brecha digital es una diminuta línea si la comparamos con la brecha lectora, el abismo que se abre entre quienes leen asiduamente y quienes apenas leen. Leer sirve para la rearticulación de nuestra subjetividad y para vincularla bien en el espacio compartido, que es un espacio empalabrado. Este es el sentido del título.

¿Entonces podríamos decir que leer nos hace mejores?

Es muy tentador moralizar la lectura, pero creo que cometeríamos un error. Leer no nos hace virtuosos. Nos hace virtuosos comportarnos con virtud. 

¿Por qué una edición tetralingüe?

La idea fue del editor Henrique Alvarellos. El texto es una apología de la diversidad humana, de la constatación de que no hay dos seres humanos iguales en un lugar poblado por casi ocho mil millones de personas. Esta heterogeneidad me fascina, porque demuestra la complejidad y la densidad inabarcables del entramado afectivo e identitario en el que cada persona se habita de un modo narrativo.

A Joan Carles Mèlich hace tiempo le leí que sin ficciones no hay un yo. Esa pluralidad también es idiomática. Cada lengua ofrece una manera de asir la realidad, de acomodarnos en ella para intentar entenderla y entendernos. Cuando nacemos y abandonamos el útero materno llegamos a un útero cultural que el lenguaje atestigua de un modo irreprochable. Así que el libro está en castellano, que es la lengua en la que lo escribí, pero también aparece en gallego, catalán y euskera, las tres lenguas cooficiales de España.

Muchas gracias por esta conversación tan agradable. ¿Quieres añadir algo para terminar?

Pessoa nos dijo que la literatura existe porque la vida no basta. La vida es insuficiente, necesitamos narrárnosla para conferirle orientación y sentido, que los acontecimientos que irrumpen en nuestro día a día se conviertan en un agregado inteligible, la fabulación constituyente del yo que estamos siendo. Narrarnos bien como individuos y como comunidad es el primer paso para intentar que el mundo sea un lugar más amable. La lectura es especialmente apta para este cometido.

 
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«Necesitamos fines en un mundo sobresaturado de medios».
«La pedagogía de la pandemia es colosal».  

martes, abril 19, 2022

«No creo en el bien, creo en la bondad»

Obra de Agnes Grochulska

En Decir el mal, la filósofa Ana Carrasco afirma que «la destrucción de lo humano se da en el momento en que se deja de sentir al otro». Creo que es así, aunque no es exactamente así. Una persona sádica siente al otro al que inflige dolor precisamente para extraer de esa devastación un manantial de delectación y goce. Una persona empática puede entender muy bien el dolor del otro y no iniciar ningún curso de acción para aminorarlo o erradicarlo. Dejar de sentir al otro no es por lo tanto dejarlo de sentir, sino sentirlo de un modo que juzgamos inapropiado. Consideramos que es inapropiado no sentirlo como un portador de dignidad, un ser humano acreedor de respeto, una entidad valiosa que merece ser cuidada en vez de resquebrajada. No sentir al otro se refiere por lo tanto a la disolución de un sentir ético, anular la posibilidad de que en el dinamismo de la intersección broten fraternidades, cosificarlo como un medio para coronar propósitos. Justo hace unos días he terminado la última novela de Belén Gopegui, Existiríamos el mar, en la que la escritora defiende que «ninguna vida debería sostenerse en el daño de otras». El filósofo Joan Carles-Mèlich sostiene que el yo ético se forma en respuesta al sufrimiento del otro. No sentir al otro es no sentir el daño que se le ha infligido. No contestar a su sufrimiento. Mostrar imperturbabilidad. Indiferencia.

Frente a las acciones catalogadas de buenas, que buscan facilitar bienestar en la persona prójima sin que esa búsqueda provoque damnificados en la urdimbre social, el mal es un generador de destrucción. El que hace el mal no es atento, y no lo es porque desatiende o le provoca desdén la consecuencia de su acto, incluso en situaciones en las que el móvil es el bien. La ética es tener en cuenta a los demás, un tener en cuenta que viene escoltado por el respeto y la consideración. La estudiosa de la historia de las religiones, Karen Amstrong, se queja con frecuencia de que utilizamos a las personas como recursos. En el mal no se tiene en cuenta al otro, o si se le tiene en cuenta es como medio o recurso que justifica la obtención de un beneficio, lo que obliga a ser impertérrito ante el posible daño ocasionado, o a releer ese daño como inevitabilidad para alcanzar un bien, que es el primer precepto de los autoritarismos y los fascismos. En su Ética de la compasión, Mèlich establece una diferenciación crucial para demarcar fronteras y no extraviarnos en este laberinto: «Mientras el bien es una experiencia metafísica, el mal es una experiencia física». No sabemos con exactitud qué es el bien, pero el mal es aquella acción que provoca sufrimiento en el otro.

En la novela Vida y destino de Vasili Grossman podemos leer en boca de Ikónnikov: «Yo no creo en el bien, creo en la bondad».  En ocasiones los defensores de una idea del bien hacen mucho daño, y un ejemplo arquetípico son los totalitarismos. Sin embargo, quien esgrime la bondad y actúa bajo su susurro nunca hace daño a nadie. Si hiciera daño, su acción ya no sería bondadosa. El bien puede justificar muchos desafueros con su inmenso patrimonio de subterfugios, y convertirse en un instrumento del mal. La bondad desea el bienestar del otro, pero en la bondad el fin y los medios nunca se disocian. La bondad toma posición ética y pone límites de respeto en el tejido vincular con el otro sin que seamos muy conscientes de que los está poniendo. Ana Carrasco ofrece una definición del mal que evita nuevos equívocos: «El mal es la acción que pone en relación de un determinado modo dos o más sujetos en el movimiento que, orientado por una forma de vínculo, descompone, destruye, desintegra a quien lo sufre e, incluso, a quien lo ejecuta». Esta destrucción es abarcativa y se puede ceñir sobre las tres grandes áreas humanas que requieren cuidado y deferencia: la corporeidad, el entramado afectivo y la dignidad. La destrucción trastoca el cuerpo en un dominio del dolor, estrangula la esfera afectiva hasta convertirla en un lugar de sufrimiento, desapropia a la persona de la autonomía consustancial a su dignidad y la rebaja a sometimiento. Conviene recordar que el ser humano es el ser que puede comportarse de una manera que juzgamos muy poco humana. El animal humano se comporta con muy poca humanidad cuando trata a un semejante como si no fuera semejante a él. 


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