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martes, abril 19, 2022

«No creo en el bien, creo en la bondad»

Obra de Agnes Grochulska

En Decir el mal, la filósofa Ana Carrasco afirma que «la destrucción de lo humano se da en el momento en que se deja de sentir al otro». Creo que es así, aunque no es exactamente así. Una persona sádica siente al otro al que inflige dolor precisamente para extraer de esa devastación un manantial de delectación y goce. Una persona empática puede entender muy bien el dolor del otro y no iniciar ningún curso de acción para aminorarlo o erradicarlo. Dejar de sentir al otro no es por lo tanto dejarlo de sentir, sino sentirlo de un modo que juzgamos inapropiado. Consideramos que es inapropiado no sentirlo como un portador de dignidad, un ser humano acreedor de respeto, una entidad valiosa que merece ser cuidada en vez de resquebrajada. No sentir al otro se refiere por lo tanto a la disolución de un sentir ético, anular la posibilidad de que en el dinamismo de la intersección broten fraternidades, cosificarlo como un medio para coronar propósitos. Justo hace unos días he terminado la última novela de Belén Gopegui, Existiríamos el mar, en la que la escritora defiende que «ninguna vida debería sostenerse en el daño de otras». El filósofo Joan Carles-Mèlich sostiene que el yo ético se forma en respuesta al sufrimiento del otro. No sentir al otro es no sentir el daño que se le ha infligido. No contestar a su sufrimiento. Mostrar imperturbabilidad. Indiferencia.

Frente a las acciones catalogadas de buenas, que buscan facilitar bienestar en la persona prójima sin que esa búsqueda provoque damnificados en la urdimbre social, el mal es un generador de destrucción. El que hace el mal no es atento, y no lo es porque desatiende o le provoca desdén la consecuencia de su acto, incluso en situaciones en las que el móvil es el bien. La ética es tener en cuenta a los demás, un tener en cuenta que viene escoltado por el respeto y la consideración. La estudiosa de la historia de las religiones, Karen Amstrong, se queja con frecuencia de que utilizamos a las personas como recursos. En el mal no se tiene en cuenta al otro, o si se le tiene en cuenta es como medio o recurso que justifica la obtención de un beneficio, lo que obliga a ser impertérrito ante el posible daño ocasionado, o a releer ese daño como inevitabilidad para alcanzar un bien, que es el primer precepto de los autoritarismos y los fascismos. En su Ética de la compasión, Mèlich establece una diferenciación crucial para demarcar fronteras y no extraviarnos en este laberinto: «Mientras el bien es una experiencia metafísica, el mal es una experiencia física». No sabemos con exactitud qué es el bien, pero el mal es aquella acción que provoca sufrimiento en el otro.

En la novela Vida y destino de Vasili Grossman podemos leer en boca de Ikónnikov: «Yo no creo en el bien, creo en la bondad».  En ocasiones los defensores de una idea del bien hacen mucho daño, y un ejemplo arquetípico son los totalitarismos. Sin embargo, quien esgrime la bondad y actúa bajo su susurro nunca hace daño a nadie. Si hiciera daño, su acción ya no sería bondadosa. El bien puede justificar muchos desafueros con su inmenso patrimonio de subterfugios, y convertirse en un instrumento del mal. La bondad desea el bienestar del otro, pero en la bondad el fin y los medios nunca se disocian. La bondad toma posición ética y pone límites de respeto en el tejido vincular con el otro sin que seamos muy conscientes de que los está poniendo. Ana Carrasco ofrece una definición del mal que evita nuevos equívocos: «El mal es la acción que pone en relación de un determinado modo dos o más sujetos en el movimiento que, orientado por una forma de vínculo, descompone, destruye, desintegra a quien lo sufre e, incluso, a quien lo ejecuta». Esta destrucción es abarcativa y se puede ceñir sobre las tres grandes áreas humanas que requieren cuidado y deferencia: la corporeidad, el entramado afectivo y la dignidad. La destrucción trastoca el cuerpo en un dominio del dolor, estrangula la esfera afectiva hasta convertirla en un lugar de sufrimiento, desapropia a la persona de la autonomía consustancial a su dignidad y la rebaja a sometimiento. Conviene recordar que el ser humano es el ser que puede comportarse de una manera que juzgamos muy poco humana. El animal humano se comporta con muy poca humanidad cuando trata a un semejante como si no fuera semejante a él. 


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martes, julio 14, 2020

«No es enfado, es tristeza»


Obra de Izumi Kogahara
En paisajes sentimentales con las fronteras muy desdibujadas resulta un ejercicio arduo distinguir entre enfadarnos y entristecernos. Ante ciertas situaciones que interfieren en nuestros propósitos, pero también en las expectativas que depositamos en los demás, quien está bien alfabetizado tiende a entristecerse en vez de a enfadarse. Esta elección sentimental es muy informativa. Existen muchas diferencias comportamentales entre enfadarse o entristecerse en esos momentos del quehacer cotidiano en que podemos caer en un sentimiento u otro, o en una mixtura de ambos.  El sentimiento de enfado surge cuando nos infligen un daño inmerecido. Dependiendo de la relevancia del daño, el enfado puede adquirir cantidad, intensidad y tonalidad muy variada. No es lo mismo molestarse que enfadarse, enojarse, disgustarse, irritarse, enrabietarse, cabrearse, indignarse, enfurecerse, encolerizarse, desmesurarse. La participación del inmerecimiento es nuclear para pulsar los mecanismos del enfado. En muchas ocasiones nos enfadamos no por el daño sufrido, sino porque consideramos que no nos lo merecemos, que el perjuicio recibido está anegado de ilicitud. La condición inmerecida nos confronta con la injusticia, cuya contemplación nos indigna. La intervención de lo inmerecido envuelve al enfado de la axiología propia de quien ha llevado a cabo relaciones valorativas con su derredor. Se puede asentir que los sentimientos sirven para organizar axiológicamente la realidad, como defiende Carlos Castilla del Pino en su Teoría de los sentimientos, pero también se puede aseverar que la realidad se recoloca axiológicamente gracias a la trama afectiva en la que nos acomodamos para la palpitación del vivir. En realidad, ambos movimientos ocurren simultáneamente. 

En La ira y el perdón, la filósofa estadounidense Martha Nussbaum postula varios motivos instrumentales por los que se despierta en nosotros la irascibilidad. La ira se elevaría a indicador de que se ha cometido una falta, fuente de inspiración de estrategias para abordarla, elemento de disuasión para los demás, pues desalienta a repetir la falta registrada en la columna del debe, o vindicación de la dignidad y el autorrespeto. Si el móvil que lo origina es intencional, una de las características prototípicas del enfado es que propende a retribuir con daño el daño sufrido. El enfado es el precursor de la venganza. La venganza puede ser un plato que se coma muy frío, pero se urde cuando la sangre hierve. Hay mucha absurdidad en intentar resarcir el daño inflingiendo daño. Sin embargo, cuando nos entristecemos no se anhela la comisión de daño, sino más bien que su perpetrador tome medidas para restaurar la expectativa lastimada y enmendar su comportamiento a fin de que no se vuelva a repetir. El enfado se enfoca en el pasado, la tristeza mira al futuro. El enfado ansía una retribución, la tristeza ahonda en la restauración. La ira es impetuosa y apenas puede inhibir la impulsividad, lo que demuestra que se relaciona muy mal con la inteligencia, se zafa de la ponderación, cancela el horizonte y se enemista con el futuro. La tristeza es analítica, hibernativa, evalúa con afinada calma lo perdido para reequilibrarlo en un enclave de porvenir mejorado.

Si realizamos una sencilla taxonomía de los sentimientos en la que podemos tripartirlos en sentimientos de ampliación (todos los relacionados con la alegría, pero también con la tristeza entendida como sistema evaluativo), sentimientos de reducción (los vinculados con la iracundia y el temperamento bilioso) y los sentimientos de reclusión (el odio, la envidia, los celos, y los autorreferenciales despreciativos), es fácil silogizar que el enfado no es constructivo, sino muy reductivo. Su animosidad desconsidera el largo plazo y por tanto es de una esterilidad palmaria para dictar lo que está por venir. El enfado puede originarse por algo minúsculo, pero los destrozos que puede ocasionar pueden llegar a ser mayúsculos. Todo esto sin contar con el resentimiento o enfado revenido, que hipertrofia estas singularidades al tratarse de un enfado antiguo que sin embargo mantiene intactos sus efectos insalubres e inquisitivos sobre un presente que marchita con su sola presencia.

La tristeza opera en otro plano muy diferente y mucho más perspicaz. Nunca es destructiva. Nos entristecemos cuando alguien nos importa, o cuando el daño causado es tan enorme que nos cuesta aceptar que lo pueda haber perpetrado alguien que pertenece como nosotros a la familia humana. En el ensayo La razón también tiene sentimientos sostengo que el profundo carácter indagatorio de la tristeza hace que todo lo que toca lo convierte en alma. La tristeza no interfiere en las grandes disposiciones sentimentales para erguir horizontes amables compartidos, más bien las relee y las desgrana para aceptar su condición de presupuestos ineludibles para plenificarnos: bondad, amabilidad, generosidad, gentileza, diligencia, consideración, cuidado, perdón. Sólo se pueden construir transacciones afectivas sólidas y por tanto futuros mejores desde estas disposiciones. El enfado es incompatible con toda esta variabilidad de sentimientos de apertura al otro. Si en una situación adversa alguien se apresura a aclararnos que «no, no estoy enfadada, estoy triste», estaremos delante de una oportunidad muy fértil para diseñar mejor el futuro compartido. Una oportunidad que paradójicamente debería alegrarnos. Y después enmendarnos.




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