jueves, julio 03, 2014

La revolución de la fraternidad



En el ensayo La revolución de la fraternidad (Destino, 2013), su autora, la periodista y psicóloga Paloma Rosado, defiende la necesidad de reincorporar la olvidada fraternidad al discurso social. El lema enarbolado en la Revolución Francesa que proclamaba «libertad, igualdad, fraternidad» ha quedado reducido a un binomio en el que las dos primeras consignas han recibido un trato preferencial en detrimento de la fraternidad, que ha sido escamoteada de las narraciones públicas. La autora vindica el papel rector de la fraternidad en nuestras vidas como llave de acceso a la felicidad. La neurociencia constata que la felicidad se agazapa en ese flujo cotidiano que nos anuda invisiblemente a los demás, en nuestras relaciones con el otro, en la degustación de proyectos y actividades de la gente que hormiguea a nuestro alrededor tanto en los espacios públicos como en los círculos de convivencia más íntima. Hace más de medio siglo, el primer artículo de los Derechos Humanos, esos Derechos que la productividad económica anhela convertir en territorio lucrativo, nos exhortaba a una fraternidad que ahora los científicos corroboran como matriz de la felicidad: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». 

En la genealogía de la felicidad está la fraternidad, tratar al otro como si fuera nuestro propio duplicado, corresponderle como una persona equivalente a la nuestra. La felicidad vincula con los demás, con la maraña de interacciones policéntricas que entretejemos con nuestros pares, con la camaradería y pulsión cooperadora que reclaman las tareas que desbordan nuestra capacidad, con la experiencia irremplazable del reconocimiento y el cariño que siempre nos los tiene que expedir alguien ajeno a nosotros, con el afecto que nutre las relaciones en una simbiosis alimenticia que nos hace sentir vivos. En el esclarecedor ensayo Flow, que aglutinaba cientos de entrevistas, se colegía que el momento más placentero de las personas consultadas emergía cuando hacían algo que les encantaba, y lo hacían de un modo compartido. Este resultado bidimensional destapaba el secreto de la felicidad: hacer cosas que nos gusten y hacerlas, o compartirlas, con la gente cercana que las siente como propias. Para poder trabar amistad con la felicidad necesitamos alejarnos del totalitarismo narcisista que irradia nuestro ego y disolvernos en los demás, adentrarnos en ellos, que sus fines y los nuestros estén alineados por nuestra común condición de frágiles y precarios seres humanos. El libro de Paloma Rosada narra en sus páginas finales los testimonios de gente que poco antes de morir confesaba qué era aquello de lo que se arrepentía en esos postreros momentos, qué deuda dejaban por saldar, por qué les enojaba ser expulsados del reino de los vivos. La queja más frecuente era la de no haber manifestado sus afectos, no haber expresado el amor que sentían por las personas que siempre habían estado cerca de ellas. Se puede argüir que la degustación del otro y su verbalización es la fuente de nuestra felicidad. La felicidad comparece cuando uno brinca el perímetro de su yo. Cuando se adentra en el territorio del nosotros.

En el ensayo La revolución de la fraternidad (Destino, 2013), su autora, la periodista y psicóloga Paloma Rosado, defiende la necesidad de reincorporar la olvidada fraternidad al discurso social. El lema enarbolado en la Revolución Francesa que proclamaba «libertad, igualdad, fraternidad» ha quedado reducido a un binomio en el que las dos primeras consignas han recibido un trato preferencial en detrimento de la fraternidad, que ha sido escamoteada de las narraciones públicas. La autora vindica el papel rector de la fraternidad en nuestras vidas como llave de acceso a la felicidad. La neurociencia constata que la felicidad se agazapa en ese flujo cotidiano que nos anuda invisiblemente a los demás, en nuestras relaciones con el otro, en la degustación de proyectos y actividades de la gente que hormiguea a nuestro alrededor tanto en los espacios públicos como en los círculos de convivencia más íntima. Hace más de medio siglo, el primer artículo de los Derechos Humanos, esos Derechos que la productividad económica anhela convertir en territorio lucrativo, nos exhortaba a una fraternidad que ahora los científicos corroboran como matriz de la felicidad: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». 

En la genealogía de la felicidad está la fraternidad, tratar al otro como si fuera nuestro propio duplicado, corresponderle como una persona equivalente a la nuestra. La felicidad vincula con los demás, con la maraña de interacciones policéntricas que entretejemos con nuestros pares, con la camaradería y pulsión cooperadora que reclaman las tareas que desbordan nuestra capacidad, con la experiencia irremplazable del reconocimiento y el cariño que siempre nos los tiene que expedir alguien ajeno a nosotros, con el afecto que nutre las relaciones en una simbiosis alimenticia que nos hace sentir vivos. En el esclarecedor ensayo Flow, que aglutinaba cientos de entrevistas, se colegía que el momento más placentero de las personas consultadas emergía cuando hacían algo que les encantaba, y lo hacían de un modo compartido. Este resultado bidimensional destapaba el secreto de la felicidad: hacer cosas que nos gusten y hacerlas, o compartirlas, con la gente cercana que las siente como propias. Para poder trabar amistad con la felicidad necesitamos alejarnos del totalitarismo narcisista que irradia nuestro ego y disolvernos en los demás, adentrarnos en ellos, que sus fines y los nuestros estén alineados por nuestra común condición de frágiles y precarios seres humanos. El libro de Paloma Rosada narra en sus páginas finales los testimonios de gente que poco antes de morir confesaba qué era aquello de lo que se arrepentía en esos postreros momentos, qué deuda dejaban por saldar, por qué les enojaba ser expulsados del reino de los vivos. La queja más frecuente era la de no haber manifestado sus afectos, no haber expresado el amor que sentían por las personas que siempre habían estado cerca de ellas. Se puede argüir que la degustación del otro y su verbalización es la fuente de nuestra felicidad. La felicidad comparece cuando uno brinca el perímetro de su yo. Cuando se adentra en el territorio del nosotros. 



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lunes, junio 30, 2014

La persona más impertinente del mundo



Leo a Daniel Innerarity una certera definición de creatividad. Aparece en su recomendable ensayo La democracia del conocimiento (Paidós, 2011). «La creatividad es la capacidad de modificar nuestras expectativas cuando la realidad las desmiente en lugar de decirle a la realidad lo que ésta debería ser». A mí me gusta repetir que la realidad es la persona más impertinente con la que se van a tropezar nuestros deseos durante toda su vida. Nadie es tan aguafiestas, tan indolente, tan inflexible, tan déspota en sus decisiones. A pesar de que en el mundo somos ocho mil millones de habitantes, la realidad es la persona que más empeño pone de todas ellas en la tarea de llevarnos la contraria. Más todavía. Uno puede irse muy lejos, perderse en el lugar más remoto y recóndito, expatriarse al sitio más ilocalizado, pero cuando llegue allí comprobará que la realidad estaba esperándolo sin ninguna prisa. Sí, hay que admitirlo. Esta obstinación y esta ubicuidad es desquiciante. 

La realidad es de la opinión de que no nos merecemos gran parte de nuestras expectativas, sobre todo las más apetecibles, así que se pasa el día intentando frustrarlas. Lo peor de todo es que en la mayoría de los casos se sale con la suya. Todo nuestro paisaje emocional descansa en el diálogo que mantenemos a todas horas con nuestras expectativas acerca de a cuál de ellas la realidad le ha concedido su aquiescencia. Una forma de amistarnos con la realidad, o al menos evitar que haga horas extras en su labor de fastidiarnos, consiste en confeccionar expectativas vinculadas exclusiva y simétricamente a nuestros esfuerzos y a nuestros méritos, es decir, a nuestras capacidades y a la energía que empleamos en actualizarlas. Ni expectativas que sean demasiado faraónicas como para que su incumplimiento nos provoque infelicidad, ni que sean demasiado diminutas como para agregarnos a una temible rueda de acomodación que nos induzca a la abulia y nos deniegue el acceso a la experiencia del progreso. Ni hipertrofiarlas para que nos conviertan en irresolutos ni jibarizarlas para desaprovechar su fuerza propulsora. No queda más remedio que utilizar filtros de relevancia y establecer primacías sensatas a la hora de diseñarnos por dentro. La única forma de que la realidad sea más permisiva con nosotros estriba en fijarnos metas congruentes y merecidas, tomar decisiones cabales y pertrecharnos de los recursos adecuados para poder arribar hasta allí. Probablemente madurar no sea otra cosa que una habilidad refinada para espantar expectativas. Tener experiencia se podría resumir en la capacidad de aniquilar ciertos deseos y anticiparnos de este modo a que sean ellos los que nos aniquilen a nosotros.Una cuestión de vida o muerte. Muerte en vida, por supuesto.



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Deseos y necesidades no son sinónimos.