Mostrando entradas con la etiqueta felicidad. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta felicidad. Mostrar todas las entradas

martes, julio 12, 2022

Entusiásmate tanto que te fastidie tener solo una vida por delante

Obra de Nata Zaikina

Fernando Savater se pregunta en su popular ensayo Ética para Amador cuál es la mayor recompensa que podemos obtener haciendo lo que sea, cuál es el premio más grande que hay detrás de las acciones que más deseamos conquistar. Luego advierte que la respuesta es tan sencilla que puede provocar decepción. La máxima gratificación que podemos alcanzar con cualquiera de nuestros actos más deseados es la alegría. Savater la define como un sí espontáneo a la vida. José Antonio Marina la califica como la gran emoción de entre todas las que nos dispensa nuestra biología. Concuerdo con auparla a lo más alto del podio de las emociones tanto primarias como secundarias. Sería complicado hacer existir algo valioso en la vida, si la alegría se ausentara en el proceso. Aprendemos lo que amamos, y el amor en esta acepción maravillosa es la alegría que emana de entablar amistad con aquello que nos hace disfrutar. Nos toparíamos con la philia griega, el vínculo que se trenza con aquello que facilita que el corazón bombee entusiasmo. Para acometer esta amistad se necesita el talento de saber elegir bien, que es la tarea primordial de pensar y de relacionarnos con ideas. A mis alumnas y alumnos les repito casi a diario una máxima que escribí hace tiempo: «Elegid la realización de aquellas actividades que os entusiasmen tanto que os fastidie tener solo una vida por delante». Incomprensiblemente el entusiasmo ha dejado de ser una aspiración tanto personal como política. Ha desaparecido de la agencia. Para mí es un misterio insondable, porque el sentido de la vida sería inexistente si no existiera el entusiasmo, esa exacerbación de la alegría orientada de un modo inteligente.

Hace unos años concluí por estas mismas fechas la cuarta temporada de este Espacio Suma NO Cero, y lo hice escribiendo un artículo en el que exhortaba a prestar más atención a la alegría y a desatender la tiranía cada vez más opresiva de la felicidad. Prolifera una exigencia de ser feliz que lejos de hacer felices a las personas las enclaustra en la frustración, o las vuelve «hipocondriacas emocionales», en atinada expresión de Edgar Cabanas y Eva Illouz recogida en su ensayo Happycracia. Es llamativo lo mucho que se habla de felicidad y lo poco de alegría, con lo difícil que es auditar la felicidad y lo fácil que es saberse alegre. La alegría se experimenta en los marcos estables de la cotidianidad mientras que la felicidad se explora a posteriori con parámetros muy abstractos para dilucidar si compareció o se ausentó. Si la felicidad exige evaluación, la propia evaluación segrega a la vida de aquello que la hace viva. La compleja escrutabilidad de la felicidad la condena a hallarse entre un todavía no y un ya no. La alegría es un sí a la celebratoria inmediatez de la vida. No conozco a nadie que en plena vivencia de la alegría se dedique a dirimir si está alegre o no, o se interrogue por la licitud del propio sentimiento.

La alegría es un brote que se desata cuando nos encontramos en una situación que favorece nuestros intereses. De repente, el mundo ha concedido derecho de admisión a alguno de nuestros deseos, proyectos, o metas. Sentimos que la vida se alía con nuestra persona y esa alianza nos suministra altos niveles de una energía que se disemina con celeridad por todo el cuerpo. La cara y los ojos se ensanchan y refulgen, se realzan los pómulos, se estira la curva carnosa de los labios, aumentan los niveles de oxígeno, se estimulan los neurotransmisores en la circulación sanguínea, se incrementa la capacidad propulsora. Henri Bergson escribió que «la alegría anuncia siempre que la vida ha triunfado, que ha ganado terreno, que ha alcanzado una victoria: toda alegría tiene un acento triunfal». La alegría recluta lo mejor y el cuerpo se nos queda pequeño para recogerlo. En los momentos de mayor ebullición parece como si quisiéramos escapar del contorno de nuestra corporeidad, deshilachar las costuras que constriñen nuestra expansión. Cuando decimos que «no cabemos de gozo» queremos señalar que nuestra geografía corporal deviene demasiado diminuta para abrigar el tamaño agigantado que nos proporciona ese entusiasmo patrocinado por el sí a la vida. Cuando nos coloniza la alegría y nuestro cuerpo se torna insuficiente para sostener su irradiación, siempre nos dirigimos al encuentro del otro. Al no caber en nosotros solicitamos que el otro recoja ese desbordamiento. La alegría solo alcanza su plenitud cuando se comparte, lo que la convierte en encendida aliada de la ética. Aquí finaliza la octava temporada de este espacio en el que semanalmente deposito análisis y pensamiento. Espero que mi escritura haya regalado momentos alegres a quien haya posado sus ojos en ella. (F̶e̶l̶i̶z̶) Alegre verano a todas y todos.

 

     Artículos relacionados:

    Aspirar a una vida tranquila.

martes, enero 18, 2022

Disfrutar es desear lo que se tiene

Obra de Anita Kleim

Por casualidad me topo con un texto de Irene Vallejo en el que se hace las siguientes preguntas con sus correspondientes contestaciones: «¿Solo sentimos el valor de lo que fue nuestro y dejamos escapar? ¿Todos nuestros paraísos son paraísos perdidos? La mayoría de nosotros no sabemos decir con exactitud en qué consiste la felicidad hasta que ya la sentimos vivida por completo. Cuántas veces la reconocemos al recordarla, pero sin haberla percibido con claridad mientras duraba». No recuerdo a qué poeta le leí el mismo argumento geográfico aunque formulado con la condensación audaz del aforismo: «La felicidad se ubica entre todavía no y ya no».  Escribo aquí la palabra felicidad para respetar la literalidad de la cita, pero esta palabra lleva unos años desterrada de mi vocabulario por la sencilla razón de que su uso, en vez de esclarecer nuestros afectos y nuestro mundo desiderativo, los emborrona y los convierte en vaporosos y desconcretos. La decisión de eliminar este término se acrecentó después de leer Happycracia, el ensayo de Eva Illouz y Edgard Cabanas en el que patentizan que para esa dupla formada por el pensamiento neoliberal y la cultura de autoayuda la felicidad es una idea instrumentalizada espureamente que en vez de proporcionar bálsamo provoca desasosiego crónico. En mi caso prefiero utilizar la palabra alegría, el sentimiento que aflora cuando la realidad favorece nuestros intereses. También me gusta mucho la palabra sentido, la narración en la que encajamos el devenir de nuestros días para conferir orientación y puntos de arraigo a la instalación de nuestra existencia en el mundo de la vida. Tanto la alegría como el sentido le deben mucho a la atención, a esa capacidad con la que decidimos dónde posar nuestra percepción y cómo absorber sentimentalmente lo percibido. Creo que acabo de definir en qué consiste la autonomía humana.

Sigo leyendo la prosa amable y sabia de Irene Vallejo: «Cuando la memoria regresa al pasado, nos damos cuenta de que hemos dejado atrás, sin pararnos, casi sin verlos, los oasis más verdes. Por eso Fausto, el personaje de Goethe, vendía su alma al diablo a cambio de un momento del que poder decir: “¡Detente, instante, eres tan bello…!. No se trataba solo de felicidad, sino de la conciencia de esa felicidad mientras duraba». De nuevo recuerdo otro aforismo en el que se aseveraba que «solo los poetas están en disposición de valorar las cosas sin necesidad de que se las lleve la corriente». Obviamente no se trata de dedicarnos a escribir poemas para pertrecharnos de una sensibilidad lírica, sino de inaugurar cada nuevo día con una mirada creadora, un sistema de evaluación cabal que nos permita estratificar prioridades y advertir la suerte que albergamos de estar vivos sin demasiadas averías ni en el cuerpo, ni en los afectos, ni en la dignidad. Sin embargo, la torpeza humana nos vuelve miopes para contemplar y  disfrutar  lo maravilloso que está a nuestro alcance, que es mucho, y nos dona una vista de lince para detectar lo que nos falta, que también es mucho, pero mayoritariamente innecesario. Esta constatación no está reñida con la ampliación de posibilidades, la propensión a ensanchar los límites de nuestro campo de acción y a indignarnos si intentan estrechárnoslos con decisiones injustas.

El filósofo francés Andre Conte-Sponville decía que en vez de fijarnos obsesivamente en lo que nos falta, cultivemos la práctica de demorar nuestra atención en lo que tenemos. No es una apelación al conformismo, sino una prescripción para sortear la pegajosidad de la tristeza. La sentimentalidad consumista nos recuerda siempre las ausencias que nos incompletan y nos reprueba que nos conformemos con estar plácidamente repantingados en la zona de confort, es decir, que censura que nos sintamos cómodamente guarecidos de la incertidumbre y la precariedad, cuando sabemos que ambas circunstancias erosionan el vivir bien hasta convertirlo en un vivir mal. El consumismo incita a desear aquello que no tenemos, a sentirnos decepcionados si no alcanzamos lo que el propio consumo nos permite colmar (de aquí deriva el título La sociedad de la decepción de Lipovetsky). En La Felicidad, desesperadamente, Comte-Sponville señala otra dirección del deseo, muy acorde con el título de la obra. El deseo no es solo anhelar lo que no tenemos, es también anhelar que sigamos teniendo lo que ya tenemos. La sabiduría del desesperado es la de quien no  espera nada porque ha logrado estar tranquilo con lo que posee. Es una desesperación inteligente que no cursa con la zozobra sino con el sosiego y la ataraxia. Por eso es propia del sabio. «Disfrutar es desear lo que se tiene». No lo digo yo. Lo dice Sponville. Pero lo suscribo categóricamente.

Acabo de ver una entrevista que hace unos meses le hicieron al retirado periodista deportivo José María García. Hace tiempo le diagnosticaron un cáncer. Todas las pruebas que le realizaron hacían prever un desenlace aciago, aunque afortunadamente no fue así. El entrevistador le pregunta que si la posibilidad de saber que la vida puede cancelarse en cualquier instante le ha cambiado la manera de afrontar las cosas. La respuesta de García es antológica: «¿Ves esta vaso de agua que me han puesto aquí para la entrevista? Antes de la enfermedad lo podía ver medio lleno o medio vacío. Ahora lo veo siempre lleno». El psicólogo Axel Ortiz explica muy bien esta forma de mirar: «Cuando tenemos conciencia de lo afortunados que somos por lo que sí tenemos, nuestra vida se vuelve asombrosa».  Nada más leer esta reflexión me he acordado de un aforismo de mi añorado Vicente Verdú. Lo escribió poco antes de que un cáncer le interrumpiera abruptamente la vida. «La gente que se queja de que no le pasa nada, no sabe de cuanto mal se libra».

 

  Artículos relacionados:

martes, agosto 03, 2021

La difícil domesticación de los deseos

Obra de Elena Korneeva

Leyendo estos días el último ensayo del filósofo francés Guilles Lipovetsky, Gustar y emocionar, ratifico una curiosa paradoja que rige el devenir colectivo. Suelo traerla a colación en muchas de mis conversaciones cotidianas porque me parece muy elocuente: decrece el poder adquisitivo, pero no ceja de incrementarse el deseo de adquirir. Lipovetsky lo menciona al presentar la discutible aseveración de que las plataformas digitales ofrecen una oportunidad económica porque permiten «optimizar los gastos en una época en la que los deseos no dejan de ser avivados a pesar de que el crecimiento del poder de adquisición de las familias se ha frenado». La economista Mariana Mazzucato comparte en las primeras páginas de El valor de las cosas unas cifras que apuntalan el declive del poder adquisitivo. Aunque se refiere a Estados Unidos, los datos son extrapolables a cualquier país del globo: «Entre 1975 y 2017 el producto interior bruto (PIB) de Estados Unidos más o menos se triplicó: pasó de 45,49 a 17,29 billones de dólares. Durante ese periodo la productividad crecía alrededor de un 60 por ciento. Sin embargo, desde 1979 los sueldos por hora reales de la gran mayoría de los trabajadores estadounidenses se han estancado o incluso reducido». El precio del trabajo vive en una eterna estanqueidad, incluso en ocasiones sufre procesos de miniaturización, pero simultáneamente se ha encarecido el precio del acceso a la cualificación y titulación formativa que luego permite competir para poder trabajar. También se ha disparado notoriamente el precio de las necesidades que hay que cubrir para garantizar lo más vital y primario para la supervivencia: necesidades alimenticias, habitacionales, materiales. Si los gastos fijos vinculados con el sustento se dilatan y los salarios se retraen,  la capacidad adquisitiva se desploma, lo que no es óbice para que las industrias de la persuasión continúen atizando paroxísticamente el deseo de adquisición, y se mantenga intacta la sinonimia que asocia felicidad a consumo. He aquí la paradoja.

Una de las medidas para avivar la fuerza deseante humana es otorgar al deseo autoridad cognitiva al elevarlo a la categoría de necesidad. Recuerdo un eslogan bancario que sirve para ilustrar lo que intento explicar aquí. La entidad concedía financiación para tomarnos unas vacaciones afirmando que «te ayudamos a que este verano se cumplan tus deseos y necesidades». Poner en pie de igualdad al deseo con la necesidad es desordenar la priorización de la agenda humana y desnortar la piramización axiológica de las cosas.  En esta perniciosa igualación lo superfluo y lo necesario se confunden, lo fútil y lo relevante se presentan simétricos, lo prescindible y lo ineludible se uniformizan  hasta convertirse en indistinguibles. Para que la experiencia de vivir sea una masa caótica de deseos desjerarquizados se requiere operar sobre el deseo humano. No consiste solo en aplicar al deseo una estimulación incesante, sino categorizarlo de tal modo que su culminación se convierta en una urgente necesidad. Lipovetsky lo explica muy bien: «No bastaba con actuar eficazmente sobre las cosas materiales, sino que era necesario controlar la economía psíquica, influir en los comportamientos humanos, crear un nuevo régimen de deseos y estimular continuamente las necesidades del público». Esas hipotéticas necesidades se cifran en ampliar y renovar el inventario de bienes y servicios, en legitimar la bulimia de experiencias y extravagar su contenido, en poseer una identidad laboral halagadora al margen de que canabalice la casi totalidad del tiempo de vida, en identificar conformismo con mediocridad.

En su otra obra La sociedad de la decepción (Anagrama, 2008), Lipovetsky explica minuciosamente este engranaje del capitalismo productivo y del capitalismo afectivo. No se trata de satisfacer la demanda, como se martillea desde los manuales de economía, sino de crearla. Ajustar la demanda a la oferta del aparato productivo y financiero, y no al revés. Una auténtica revolución copernicana consistente en la fabricación social del deseo y sus disposiciones afectivas, sentimentales, valorativas. Acumulación, renovación, cambio, novedad, obsolescencia programada, obsolescencia psicológica, son determinantes en los hábitos de vida para que que el deseo no quede nunca satisfecho, puesto que su satisfacción y una tranquilidad pausada conducirían al sepulcro al sistema productivo y por extensión al financiero. Aristóteles afirmó que educar es educar deseos, pero en el mundo omnimercantilizado se trata de azuzarlos hasta que sean ellos los que tomen el gobierno de una voluntad cada vez más líquida  debido a esta lógica desquiciante. Platón se aplicó en hacer entender que educar es aprender a diferir lo admirable, pero desde los relatos del orden mediático-publicitario que tratan de persuadirnos de las bondades de los goces materiales se banaliza la realidad para convertir en admirable cualquier futilidad. Las trabas para la domesticación del deseo y la dificultad de poder sufragar sus exigencias originan desencanto, frustración, decepción. Es una situación idónea para que actúe la industria de la felicidad. El mecanismo que provoca deliberada infelicidad es el mismo que luego la combate ofertando felicidad mercantilizada. Se cierra así el círculo. Un bucle perfecto para vivir una vida en la que la vida siempre está en otra parte.

 

   Artículos relacionados: