Obra de Nata Zaikina |
Fernando
Savater se pregunta en su popular ensayo Ética
para Amador cuál es la mayor recompensa que podemos obtener haciendo lo que
sea, cuál es el premio más grande que hay detrás de las acciones que más
deseamos conquistar. Luego advierte que la respuesta es tan sencilla que
puede provocar decepción. La máxima gratificación que podemos alcanzar con
cualquiera de nuestros actos más deseados es la alegría. Savater la define como
un sí espontáneo a la vida. José Antonio Marina la califica como la gran
emoción de entre todas las que nos dispensa nuestra biología. Concuerdo con auparla a lo más alto del podio de las emociones tanto primarias como secundarias. Sería
complicado hacer existir algo valioso en la vida, si la alegría se ausentara
en el proceso. Aprendemos lo que amamos, y el amor en esta acepción maravillosa
es la alegría que emana de entablar amistad con aquello que nos hace
disfrutar. Nos toparíamos con la philia griega, el vínculo que se trenza con aquello que facilita que el corazón bombee entusiasmo. Para acometer esta amistad se necesita el
talento de saber elegir bien, que es la tarea primordial de pensar y de relacionarnos con ideas. A mis alumnas y alumnos les repito casi a diario una máxima que escribí hace tiempo: «Elegid la realización de aquellas actividades que os entusiasmen tanto que os fastidie tener solo una vida por delante». Incomprensiblemente el entusiasmo ha dejado de ser una aspiración tanto personal como política. Ha desaparecido de la agencia. Para mí es un misterio insondable, porque el sentido de la vida sería inexistente si no existiera el entusiasmo, esa exacerbación de la alegría orientada de un modo inteligente.
Hace
unos
años concluí por estas mismas fechas la cuarta temporada de este Espacio
Suma
NO Cero, y lo hice escribiendo un artículo en el que exhortaba a prestar más atención a la
alegría y a desatender la tiranía cada vez más opresiva de la felicidad. Prolifera una exigencia de ser feliz que lejos
de hacer felices a las personas las enclaustra en la frustración,
o las vuelve «hipocondriacas emocionales», en atinada expresión de Edgar
Cabanas y Eva Illouz recogida en su ensayo Happycracia. Es llamativo lo mucho que se habla de felicidad y lo poco de alegría, con
lo difícil que es auditar la felicidad y lo fácil que es saberse alegre. La alegría se experimenta en los marcos estables de la cotidianidad mientras que la felicidad se explora a posteriori con parámetros muy abstractos para dilucidar si compareció o se ausentó. Si la felicidad exige evaluación, la propia evaluación segrega a la vida de aquello que la hace viva. La compleja escrutabilidad de la felicidad la condena a hallarse entre un todavía no y un ya no. La alegría es un sí a la celebratoria inmediatez de la vida. No conozco a nadie que en plena vivencia de la alegría se dedique a dirimir si está alegre o no, o se interrogue por la licitud del propio sentimiento.
La alegría es un brote que se desata cuando
nos encontramos en una situación que favorece nuestros intereses. De repente,
el mundo ha concedido derecho de admisión a alguno de nuestros deseos,
proyectos, o metas. Sentimos que la vida se alía con nuestra persona y esa alianza nos
suministra altos niveles de una energía que se disemina con celeridad por todo
el cuerpo. La cara y los ojos se ensanchan y refulgen, se realzan los pómulos,
se estira la curva carnosa de los labios, aumentan los niveles de oxígeno, se
estimulan los neurotransmisores en la circulación sanguínea, se incrementa la
capacidad propulsora. Henri Bergson escribió que «la alegría anuncia siempre que la
vida ha triunfado, que ha ganado terreno, que ha alcanzado una victoria: toda
alegría tiene un acento triunfal». La alegría recluta lo mejor y el cuerpo se nos queda pequeño para recogerlo. En los momentos de mayor ebullición parece como si quisiéramos escapar
del contorno de nuestra corporeidad, deshilachar las costuras que constriñen nuestra expansión. Cuando decimos que «no cabemos de gozo» queremos
señalar que nuestra geografía corporal deviene demasiado diminuta para abrigar el
tamaño agigantado que nos proporciona ese entusiasmo patrocinado por el sí a la vida. Cuando nos coloniza la
alegría y nuestro cuerpo se torna insuficiente para sostener su irradiación,
siempre nos dirigimos al encuentro del otro. Al no caber en nosotros
solicitamos que el otro recoja ese desbordamiento. La alegría solo alcanza su
plenitud cuando se comparte, lo que la convierte en encendida aliada de la ética. Aquí finaliza la octava temporada de este espacio en el que semanalmente deposito análisis y pensamiento. Espero que mi escritura haya regalado momentos alegres a quien haya posado sus ojos en ella. (F̶e̶l̶i̶z̶) Alegre verano a todas y todos.
Aspirar a una vida tranquila.