miércoles, octubre 29, 2014

¿Cuándo hay que sentarse a resolver un conflicto?



Pintura de Sarolta Bang
Estoy estos días tutorizando un curso sobre Gestión de Equipos. Uno de los apartados trata el tema de los conflictos. Un participante comenta que «cuando se producen conflictos lo mejor es actuar cuanto antes para evitar que pueda ir a mayores». Resulta muy interesante la pedagogía de los tiempos en los conflictos. Elegir el momento adecuado en la resolución de un conflicto trae adjuntado un alto porcentaje de la propia solución, del mismo modo que utilizar un instante inoportuno puede emponzoñar, encastillar y cronificar la desavenencia. Por lo tanto la elección de los tiempos no es un asunto baladí.  Para saber dirimir correctamente los tiempos hay que preguntarse con quién lo tenemos y saber si estamos ante un conflicto de baja o de alta intensidad. Los de baja pueden demorarse en el tiempo sin que se agiganten o se tornen virulentos  (de hecho, tratarlos con demasiada asiduidad provoca innecesarias rozaduras en la convivencia), pero los de alta intensidad requieren una intervención inmediata, porque se infectan rápidamente de podredumbre y convierten las sillas en las que sientan los actores en conflicto en la viva imagen que ilustra este post. Ojo. Que la gestión solicite urgencia no significa que no haya que esperar, escrutar el instante en que las palabras (que son las que poseen la exclusividad en la solución del conflicto) serán más eficaces tanto en el que las pronuncia como en el que las escucha e interpreta. 

Los conflictos de alta intensidad nunca se solucionan solos, al contrario, lejos de la tutela de sus actores tienden a desplazarse a toda velocidad allí donde infligen más daño. Hay que aplacarlos antes de que colonicen territorios más extensos, contaminen de toxicidad emocional a sus protagonistas y truequen la búsqueda de soluciones en una de culpables. Pero también hay que ser prudentes y descartar su resolución si nuestras emociones están excesivamente inflamadas y por tanto deseosas de encapsularse compulsivamente en palabras lacerantes, en una miríada de descripciones bárbaras, o en la temible  exhumación de agravios. Nadie resuelve bien un conflicto con el ánimo roído por la bilis o arrojando lava por la boca. El mejor momento es aquel en el que podemos encarar el conflicto con racionalidad, sin la tentacular irascibilidad presidiendo nuestras reflexiones, sin la sangre en esa temperatura de ebullición que le hace anhelar el cobro de viejas deudas. Sólo así podemos  fomentar el deseo de satisfacer nuestro interés pero también aportar nuestra colaboración para ayudar a satisfacer el de la contraparte. Resulta una perogrullada recordarlo, pero un conflicto no se soluciona por más que uno ponga empeño en ello, si una de las partes no está  por la labor de colaborar con nosotros. Esa colaboración sólo se puede dar si uno se muestra con educación, consideración, respeto, lenguaje pacífico, paralenguaje tranquilo, argumentos bien confeccionados y predisposición a escuchar los argumentos del otro y a adherirse a ellos sin son más sólidos que los nuestros. Justo todo lo que la animosidad convierte en una escombrera.

lunes, octubre 27, 2014

Objetar no es descalificar



Con motivo del último artículo titulado «Dañar la autoestima», un lector hizo una enriquecedora apreciación. La resumo aquí. Son muchos los que parapetándose en la protección de su autoestima impiden que uno emita cualquier juicio que les ataña. Esta reflexión nos conduce a un nuevo paisaje más relacionado con las teorías de la argumentación que con el respeto a la autoestima. No compartir la opinión sobre un tema deliberativo, como puede ser el comportamiento de aquel que interactúa con nosotros, no es sinónimo de dañar su autoestima. Una cosa es una crítica a un hecho, idea o conducta concretos, y otra muy diferente es lacerar la autoestima (esa «montaña rusa con un solo pasajero» como la etiqueta Andrés Neuman en su brillante libro de definiciones Barbarismos). Refutar una idea o censurar un comportamiento de un modo pacífico y educado no es lastimar la autoestima, ni tan siquiera es descalificar a la persona destinataria de nuestro contraargumento. Cierto analfabetismo argumentativo considera que una crítica sobre una conducta determinada es una enmienda a la totalidad de la persona que recibe la objeción. Es una conclusión muy pobre, un autorretrato bastante elocuente del que se revuelve escudándose tramposamente en el respeto que todas las personas nos merecemos por el hecho de serlo.

Que a alguien no le guste este texto que estoy escribiendo ahora y me lo haga saber no significa que esté atacando a lo más íntimo de mi persona. Significa que este texto lo considera mejorable o más cristalino y que se puede abordar desde ángulos de observación más esclarecedores. Si uno presenta un argumento confeccionado de una manera más sólida que el que yo puedo esgrimir, no tengo que releer esa situación como una agresión a mi autoestima. Al contrario. Me están ayudando a pertrecharme de evidencias mejores que las que yo manejaba hasta ese instante. Habrá que recordar aquí que uno de los cuatro principios vectores para resolver satisfactoriamente diferencias afirma que hay que «separar el problema de la persona». Totalmente cierto. Pero el requisito es aplicable tanto para el que formula el problema como para la persona que escucha en qué consiste. Si una de las partes se ciñe al problema y la otra considera que esa formulación es un ataque frontal a su persona, no hay solución posible. Para que dos partes dialoguen bajo un mismo paraguas argumentativo y un mismo territorio sentimental necesitan consesuar un protocolo. Necesitan una pedagogía de los argumentos compartida.

miércoles, octubre 22, 2014

Dañar la autoestima del otro


Miradas lejanas, de René Magritte
La mayoría de nuestras reacciones más airadas persiguen como fin último proteger nuestra autoestima. En la literatura del conflicto se suele señalar que los problemas se cronifican no porque no tengan solución, sino porque cuando se bosquejan algunas de ellas se daña la autoestima del otro. Zaherir la autoestima de una persona es tremendamente sencillo, pero esa sencillez se hipertrofia si además es una persona con la que compartimos afecto cotidiano. Basta una palabra dañina ubicada estratégicamente en el sitio adecuado para que la autoestima del destinatario se desplome como un edificio de veinte plantas tras una voladura. Una regla de oro que se repite en la bibliografía es separar el problema de la persona, y una conducta en la que tropezamos permanentemente es descalificar primero a la persona, o dispararle una metralla de agravios, y luego tratar de que coopere con nosotros en la solución del problema. Sí. Es cierto. Conducirnos así es irracional, pero los seres humanos nos guiamos por la irracionalidad muchas más veces de las que creemos.Por eso somos seres humanos.

Este comportamiento es de una torpeza mayúscula. Las personas nos revolvemos volcánicamente cuando lesionan el concepto que tenemos de nosotros mismos, cuando lastiman o intentan dañar nuestra dignidad, cuando nos tratan de un modo inmerecido que envilece nuestra condición de personas. Nada nos desgarra más por dentro que sentir que alguien intenta devaluar la imagen positiva que tenemos de nosotros mismos.  Lo verdaderamente desolador es que la mayoría de las ocasiones solemos lastimar la autoestima en escenarios de conflicto en los que para su resolución necesitamos la colaboración de la otra parte. ¿Qué cooperación puedo recibir de una persona a la que le acabo de magullar su autoestima?  Es una situación absurda que se da muy a menudo cuando las emociones se inflaman y la racionalidad se va de vacaciones. La solución también es fácil. Esperar a que las emociones se apacigüen y no intentar nada hasta que el intelecto vuelva de allí. A veces no retorna y por eso finalmente hay que recurrir a la intervención de terceros (mediadores, árbitros, representantes, jueces). kant defendía que la autoestima es un deber hacia uno mismo. Yo añado que también lo es la autoestima de los demás.