martes, marzo 17, 2015

El abogado del diablo



Obra de Nick Lepard
El abogado del diablo fue una figura instaurada por la Iglesia Católica en el siglo XVI. Permaneció vigente hasta que Juan Pablo II la eliminó en la década de los ochenta del siglo pasado. Se empleaba en los procesos de beatificación. Como era habitual que ante la presentación de un candidato todo fuesen loas y epítetos celestiales, se decidió encomendar a un tercero la investigación de los aspectos más desfavorables del posible santo. Con la información recolectada, esta persona confrontaba e impugnaba los ditirambos con los que el candidato era ensalzado frente a los miembros del tribunal. Inyectaba disensión para muscular los argumentos del debate. Así nació el abogado del diablo. Recordada su genealogía, esta figura es perfecta para entornos cloroformizados por el pensamiento grupal  (ese que transforma las decisiones del grupo en rituales de unanimidad a la búlgara), por el hiperliderazgo que inhibe la iniciativa personal, por los grupos terriblemente endogámicos que reducen la inicial visión multipolar a una visión unívoca cuando sus miembros conviven largo tiempo con personas con intereses, competencias, tareas, preparación académica y estatus parecidos. Allí donde hay sospechoso consenso, allí donde la recurrencia del conflicto escasea, allí el abogado del diablo tiene mucha tarea por delante.   



Se suele afirmar en plan jocoso que el jefe ideal es aquel que coloca a su lado a gente con valentía suficiente como para decirle esas cosas por las que en cualquier otro trabajo les mandarían a engrosar las listas del paro. Erich Fromm aseguraba que la humanidad sólo había progresado gracias a actos de desobediencia. El disidente evita el pensamiento uniforme, unidimensional, acrítico, la peligrosa estandarización y el etiquetado que desdeñan los matices, la ausencia de visiones alternativas que cronifican el estatus quo aunque sea empobrecedor, los puntos ciegos que operan sobre nuestro intelecto y hacen que no veamos aquello que para otra mirada es evidente, las ilusiones cognitivas que sólo las percibimos cuando alguien nos objeta lo que para nosotros hasta hace un segundo era indudablemente obvio. El abogado del diablo nos señalará como personas portadoras de un pensamiento falible, delatará nuestra excesiva confianza en lo que creemos saber y nuestra renuencia a admitir el protagonismo de nuestra ignorancia en la adopción de decisiones. La disensión es primordial para que la duda se erija en la reina que legisle todos nuestros enunciados, puesto que sólo quien duda se plantea la veracidad de lo afirmado por unos y otros. Necesitamos la presencia de un disidente que nos impida dar crédito a lo primero que se nos pase por la cabeza o llegue a nuestros oídos. Un abogado del diablo dentro y fuera de nuestro cerebro.



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miércoles, marzo 11, 2015

Dar envidia

Pintura de Alex Katz
La envidia es el daño que nos inflige la contemplación de algo apetecible y que sin embargo posee otro, la tristeza que nos invade cuando alguien disfruta con un bien o una experiencia vetados para nosotros. No vincula ni con la admiración ni tampoco con la construcción de referentes. Hace cuatro siglos Hobbes separó la emulación que nos permite crecer con esa envidia que intenta frustrar el disfrute del otro para amortiguar la desdicha que provoca observarlo. En La tragedia de la envidia, Jorge Kahwagi Macari distingue entre la envidia común (sana) y la destructiva envidia amarilla. En Pequeño tratado de los grandes vicios, José Antonio Marina la define como el dolor por la prosperidad ajena. En Las experiencias del deseo, Jesús Ferrero la cartografía como puro movimiento del deseo en su eterno apetecer lo que no tiene, y se refiere a ella como un deseo concentrado y coagulado de lo que el otro posee y que calcina todo lo demás hasta reducirlo a ceniza. Como todos los deseos, su arquitectura se basa en la presencia de una ausencia, en una insujetable fuerza borboteante que intenta suplir un vacío que araña y duele. Estos arañazos se combaten a través del mimetismo, si se puede, o devaluando el bien ajeno, aunque se anhele. La envidia es un sentimiento muy peligroso y alienante porque elige como referente a otro, y cuando posa su mirada sobre uno mismo sólo es para detectar ausencias. Un auténtico pasaporte para la infelicidad. No es extraño que, en ese mapa de los sótanos del alma que son los siete pecados capitales, figure con letras de oro.

A pesar de estas temibles certezas, he comprobado cómo en los últimos años uno de los nuevos señuelos publicitarios es dar envidia. Hace poco me topé con el siguiente anuncio en la prensa. Era de una agencia de viajes: «el mejor momento para viajar al Caribe es en otoño porque es cuando más envidia puedes dar a tus conocidos». La semana pasada me encontré otro en el que se apelaba a las bondades de un coche porque era perfecto «para que te miren con envidia». Como la retórica de mercado se ha instalado en la manera de interpretar realidades ajenas por completo al mercado, este reclamo comercial se ha desplazado velozmente al ámbito personal. Hace unos meses una amiga mía muy joven me contó una anécdota que le había ocurrido con un cantante solista de cierta popularidad en el mundo indie español. En un bar el cantante le propuso una aventura de cama esgrimiendo como argumento que «así mañana podrás darle envidia a tus amigas». Lo que se relee en estas prácticas que aluden a dar envidia como elemento motivador de nuestras acciones, es que, al parecer, el ego se engola cuando vemos cómo el ego de los demás se raquitiza al descubrir gracias a nosotros una carencia que lo tritura y lo atormenta. Dicho de otra forma. Nuestra satisfacción no reside en lo intrínseco de la experiencia que llevamos a cabo ni en los posibles sentimientos placenteros que nos pueda procurar, sino en que esa experiencia estimule la envidia ajena. Nuestra autoestima se siente bien no porque disfrute con lo que hace, sino con la contemplación de la tristeza que provocamos en el otro al señalarle una ausencia. Sin comentarios.



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