Obra de David Kassan |
Con mucha
frecuencia solemos confundir debatir con dialogar. Debatir proviene de battuere, golpear, y es el ejercicio en
el que los argumentos de una persona golpean los de otra con el propósito de
romperlos. Los debates políticos
ejemplifican con pedagógica elocuencia la idiosincrasia de este instrumento de la discusión pública. Un interlocutor
intenta hacer astillas los argumentos de su adversario dialéctico, pero el genuino fin
no es solo lastimar los argumentos, sino lograr la adhesión de la audiencia que
contempla los golpes. Para coronar este propósito se esgrimen estratagemas retóricas muy eficaces, pero que simultáneamente dañan discursivamente la cultura democrática. Convierten la deliberación con la que nos hacemos humanos en una sucesión de eslóganes con los que anular la voz de sus interlocutores, que mimetizan el maltrato argumentativo en una escalada de oposición cada vez más antagónica y extrema. Debatir es fantástico para crear fans, pero fomenta una
peligrosa regresión civilizatoria. Cada vez que se televisa un debate electoral me entristece comprobar que nuestros representantes electos no
emplean ni un segundo en dialogar. Por ahora
parece insoluble que los partidos que compiten por el voto puedan cooperar en
aras de encontrar juntos ideas que mejoren la vida de la ciudadanía. Llevan tan incardinada la competición
que en muchas ocasiones prefieren perjudicar lo común antes de
admitir que los de la bancada contraria han alumbrado una idea plausible.
Los debates son estructuras que propenden inercialmente a la polarización. Polarizar las ideas es un tropismo partidista, pero también lo es de la propia morfología del debate. Hace poco leí al neurocientífico Mariano Sigman, autor de El poder de las palabras, que «la polarización es fruto de las malas conversaciones». Creo que esta afirmación peca de un optimismo desmesurado. La polarización es fruto de unas conversaciones cuya última finalidad es incrementar el club de fans en que se han convertido los partidos políticos (y que capilar y miméticamente ha permeado también en las conversaciones públicas de la ciudadanía, sobre todo cuando se amparan en un anonimato que guarece la reputación). La polarización no solo se produce en conversaciones que no merecen llamarse así. A veces brotan en monólogos que sorprendentemente gozan de la atención de los medios. Un representante electo profiere una barbaridad, pergeñada concienzudamente por su equipo de gestión de la comunicación, sabiendo que su voz tendrá cobertura mediática y que a ella se adherirán nuevos fans. Es muy probable que la barbaridad haga aumentar el tamaño del club de fans, pero estará provocando una peligrosa recesión democrática. Cada vez que defendemos un argumento tenemos el deber deliberativo de explicarlo educadamente. Hay mucha violencia verbal cuando en un enunciado no concursa ni un solo elemento de buena praxis discursiva, ni sentimientos de confraternización, ni sensibilidad ética, ni tolerancia por la pluralización de voces que no tienen por qué alistarse a la nuestra, ni un ápice de una cooperación devastada por la simpleza del pensamiento dicotómico. Viendo a diario estas tristes evidencias, suelo compartir con mi compañera un lamento recurrente. «Así es muy difícil que lo político tenga solución en la política».
Es relativamente sencillo encontrar adeptos en un ecosistema democrático en el que quienes votan lo hacen
a la contra. No votan a un partido concreto, sino que su elección está confeccionada para que no salga el partido
por el que emocionalmente sienten aversión. Basta con descalificar a ese otro, o echar a rodar mecanismos tan primarios como inventar enemigos y ondear banderas, o urdir un par de falacias y esgrimir un par de sofismas que extremen artificialmente las posiciones, para lograr la adherencia y el ansiado voto por oposición. Los seres humanos nos ufanamos de ser racionales, pero en
muchas de nuestras decisiones hay mucha deficiencia epistémica y racional. Si no fuera así, la posverdad (que el sentimiento esté por encima de los hechos, incluso cuando se demuestra la falsedad de los hechos que elicitaron ese sentimiento) no se hubiera extendido epidemiológicamente por las democracias. La primera
regla básica de la conflictología anuncia la imperativa necesidad de separar el
problema de la persona con quien se tiene el problema. Si se desea producir
polarización, es suficiente con contravenir esta prescripción elemental. No separe jamás al problema de la persona y, si es posible, cíñase solo a la persona,
o convierta a la persona en el problema. Schopenhauer lo explicó muy bien en su
maquiavélico tratado El arte de tener
razón. Cuando los sentimiento buenos protagonizan las interacciones, se dialoga, se crea una empresa cooperadora de soluciones bondadosas, se desea que todas las personas queden contentas y mantengan la cordialidad con los acuerdos que se alcancen. Se piensa en la convivencia. Justo todo lo contrario de lo que ocurre cuando se salta al cuadrilátero a debatir.
Ser crítico no significa ser maleducado.