martes, octubre 06, 2015

Empatía y compasión, primas hermanas



Pintura de Michele del Campo
Resulta muy curioso comprobar cómo en el discurso social se promociona la empatía y al mismo tiempo lo desacreditada que se halla la compasión. Son dos sentimientos que comparten estrechos lazos familiares. La compasión es hacer propio el dolor del otro, y la empatía es la identificación afectiva con el otro, vivir la vivencia aversiva o efusiva del otro. En un programa educativo llamado Pedagogía de la Cooperación, destinado a alumnos de la ESO y de Bachillerato, yo definí la actitud empática como «habitar en los ojos del otro para sentir y entender cómo se  ve la realidad desde allí». Es un sentimiento muy útil porque permite absorber situaciones (y los sentimientos que se derivan de ellas) sin la agotadora necesidad de protagonizarlas. El término empatía ha ganado centralidad frente a la palabra compasión. Actualmente nos encanta que empaticen con nosotros, pero nos enoja que «se compadezcan» de nosotros. La compasión está fiscalizada acerbadamente porque se interpreta que hay en ella señales de desprecio y humillación al otro o, peor aún, de gratificación y superioridad propias, como si en vez de sentir dolor se estuviera llevando a cabo un ejercicio de gozosa autocomplacencia. Sin embargo, ambos sentimientos, la compasión y la empatía, nacen de un hallazgo maravilloso. Los seres humanos hemos descubierto un mecanismo que correlaciona con nuestra condición de animales sociales y con nuestro constituyente deseo de ampliar y profundizar los nexos emocionales con los demás. Compartir el dolor y que el otro lo sienta como suyo aminora la intensidad de ese dolor en quien lo padece. Más todavía. Hacer nuestro el dolor del otro es el primer paso para auxiliarlo yendo a sus orígenes. Si ese dolor posee causas sociales, surge el sentimiento de justicia y el deseo de un mundo menos inhóspito. La compasión muestra una acérrima enemistad con la indiferencia. 

Otra paradoja estriba en que señalamos como inhumanas a las personas que no son capaces de sentir compasión cuando contemplan el sufrimiento de los demás (o muestran aséptico desinterés por él), pero nos revolvemos ante aquel en el que podemos intuir que siente compasión por nosotros (aunque la merezcamos). Quizá lo que verdaderamente nos repele es dar lástima. En la gramática sentimental actual dar lástima no balsamiza el dolor, lo subraya y lo reafirma, y últimamente la lástima emerge sobre todo cuando contemplamos comportamientos tan abyectos que llega a afligirnos el hecho de que un ser humano, un semejante a nosotros, los pueda llevar a cabo. Este tipo de conductas las calificamos como miserables. Hace poco le leí a Aurelio Arteta, autor del reputado ensayo La compasión. Apología de un sentimiento bajo sospecha, que el término miserable etimológicamente significa compadecible. El miserable era el que por su situación era digno de compasión (al igual que memorable, explica Arteta, es lo que merece ser recordado). Con el tiempo el término borró su significado seminal, (ahora señala como miserable al que actúa de un modo indigno y se hace acreedor de un pliego de cargos por conducirse así), del mismo modo que la compasión ha sido arrinconada en favor de la empatía. La compasión se dirige al tuétano de la naturaleza humana. La empatía es un contagio afectivo que se queda en la piel, aunque es paso previo para adentrarse hasta el fondo. La compasión delata en el dolor del otro nuestra condición de seres humanos y por tanto nuestra ineluctable vulnerabilidad. Nos recuerda nuestra fragilidad biológica y la necesidad de ayudarnos unos a otros para aminorar su despotismo. Logra una torsión de la mirada. Al ver al otro me veo a mí, y al verme a mí veo al otro. Despierta la dimensión ética.La dimensión humana.

jueves, octubre 01, 2015

Una obviedad olvidada: las condiciones condicionan



Looking for somewhere to live, de Hossein Zare
Siempre he defendido que no es muy meritorio ser digno cuando la vida no te pone en disposición de dejar de serlo. Cuando hablo de comportamiento digno o ético me refiero a la conducta de un sujeto que prefiere seguir un curso de acción en el que sabe que perderá una oportunidad valiosa para él, a cambio de no quebrar su estratificación de valores. Renunciar a un beneficio en aras de no traicionar algún principio vector de tu vida hace que la dignidad aparezca siempre escoltada de la sensación de derrota, de pérdida, de taponar el acceso a una situación mejor, de ver cómo la prosperidad pasa a tu lado pero prefieres que se aleje de ti antes que desembolsar por ella una deslealtad a tus preceptos éticos. Conviene apuntar inmediatamente aquí que para mantener intacta la capacidad de elegir en dilemas tan desestabilizadores es necesario tener satisfechas las demandas de la fatalidad humana. La elección ética empieza allí donde termina el hambre y todos sus modernos sucedáneos (penuria material, exclusión social, privación de Derechos Humanos, incluidos los de segunda generación, etc.). Recuerdo que mi admirado aunque omnívoramente pesimista Cioran escribió que todas nuestras humillaciones provienen de que no podemos resolvernos a morir de hambre, y que pagamos muy cara siempre esta cobardía. Sí, así, es. Morirnos de hambre no entra jamás en nuestros planes.

Hace unas semanas leí una conferencia transcrita del siempre distendido Fernando Savater. En mitad de la charla ratificaba con un ejemplo muy didáctico la idea  que yo trato de explicar en este artículo. Savater estaba en una tarima hablando del desafío moral de la alegría, y en un determinado momento interpela al auditorio (cito de memoria, las palabras no son textuales): «Es muy fácil que ahora mismo todos ustedes se comporten de un modo ético. Están cómodamente sentados escuchando a este conferenciante,  se encuentran a gusto, disfrutan con sus palabras. Es más fácil ser éticos en estas condiciones que si de pronto hay un incendio. ¡No, no se asusten, no veo ninguna señal de que lo haya! Pero si hubiera un incendio se crearía una situación en que la moralidad se convertiría en algo más difícil. En ese instante habría que decir, espere usted, abran las puertas, pase usted primero, señora, etc., etc.». De esta  hilarante anécdota se puede inferir algo que ya no es tan hilarante. Agregar factores estresantes al medio ambiente social hace peligrar el equilibrio ético de todos aquellos que lo conforman. Si se deprimen condiciones directamente relacionadas con necesidades vitales de las personas, afloran en simétrica yuxtaposición ciertas conductas.

Yo mismo lo he comprobado muchas veces realizando un experimento con los alumnos de algunos de mis cursos. Se trata de un juego en el que exacerbo la lógica competitiva para que los participantes pugnen por satisfacer a toda costa el propósito del juego. Cuanto más apremiantes son las circunstancias, más se deteriora el comportamiento ético, más abyectas son las tácticas que emplean sus protagonistas, más probabilidades para que surja la defección y la mentira. John M. Steiner habló de una inclinación en los seres humanos que denominó durmiente. «Es la inclinación a cometer actos violentos que está hipotéticamente presente en un individuo aunque permanece invisible, y que puede emerger en determinadas condiciones propicias: presumiblemente cuando los factores que hasta entonces reprimían dicha tendencia se debilitan o desaparecen de forma abrupta». La fronteriza línea que separa la conducta ética de la que la transgrede es muy delgada. Basta con fragilizar condiciones básicas del tejido social o del microcosmos personal de un individuo para que todo se pueda resquebrajar sórdidamente. Ojalá la vida no nos ponga en ninguna situación en la que nos llevemos la desagradable sorpresa de comprobar que en la persona que creemos ser habita otra muy diferente de la que no teníamos ni la más remota idea. A todos nos conviene preservar las condiciones sociales propicias para que nadie descubra a su particular durmiente.  



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martes, septiembre 29, 2015

Diálogo, la palabra que circula



Pintura de Alex Kazt
En el acervo popular existe un dicho que nos recuerda que «hablando se entiende la gente». Se trata de una afirmación excesivamente optimista, una frase que posee una hermosa sonoridad lapidaria, pero cuya consistencia deviene en frágil si se analiza pormenorizadamente. Seguro que cualquiera de nosotros a lo largo de la vida ha padecido intentos frustrados de entenderse con alguien después de hablar durante mucho tiempo (incumpliendo el mandato de la brevedad, puesto que cuanto más se mira un problema menos se ve), ha mantenido intacta una disensión tras truncados intentos de conciliar intereses, se ha mareado dando vueltas sobre la circularidad de ideas que nunca echaban el ancla en ningún puerto. Conociendo esta desventurada posibilidad, a mí me gusta decir que «hablando se puede entender la gente», pero sobre todo «si no se habla, es difícil entenderse». Toda la cultura del acuerdo y toda la educación para el diálogo y la paz se pueden resumir en este último aserto. 

Etimológicamente diálogo ensambla el término logo (palabra) con el prefijo dia (que circula). Diálogo es por tanto la palabra en circulación, la palabra que se desliza a través dos o más personas, pero conviene matizar enseguida que no se trata de una palabra cualquiera. La palabra es la distancia más corta entre dos cerebros que desean entenderse, pero para que esa palabra evite la dirección contraria y recale en la cerrazón y el empecinamiento es necesario encapsularla en argumentos construidos correctamente, en razones que utilizamos para defender una posición o para impugnarla. Sólo a través de la arquitectura de los argumentos podemos convertir el diálogo en un recurso útil, en una herramienta maravillosa para el progreso de la sociedad civil y los contextos democráticos. Los argumentos poseen poder de excavación y, bien utilizados por los interlocutores, pueden extraer minerales valiosos, pero esgrimidos de un modo avieso pueden convertirse en pegajoso lodo y embarrarlo todo. Hace unos días leí a un profesor de Filosofía que sus alumnos consideraban que debatir  es gritar, interrumpirse, atacarse, zaherirse, afirmarse por encima de todo, lograr la disipación del valor y el respeto que el otro se concede a sí mismo. Cuando se desencadenan estos combates de esgrima verbal, cuando proferimos barbaridades en las que abdican los argumentos educados, cuando la adhesión pasional hacia nuestras ideas se confunde con nuestro ego y nos impide el sano olvido de nosotros mismos, cuando somos incapaces de aceptar que dos postulados opuestos pueden convivir amablemente en el mundo de lo deliberativo, no hay diálogo. La palabra no circula. Y la historia nos dice que allí donde las palabras no circulan, tarde o temprano emerge la fuerza en sus distintas gradaciones y encarnaciones. Inequívocamente.



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