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martes, febrero 04, 2025

El merecimiento y la compasión

Obra de Serge Naijar

La filósofa estadounidense Martha Nussbaum entiende por compasión «una emoción dolorosa orientada hacia el sufrimiento grave de otra criatura o criaturas». Siguiendo esta concepción, a lo largo de los años tanto en textos como en ensayos, he sostenido que solo pueden darse dos opciones cuando entramos en contacto con el sufrimiento ajeno. Son las que sirven para catalogar el trato a los demás de humano o inhumano. O bien mostramos imperturbabilidad e indolencia ante su contemplación (inhumanidad), o bien prorrumpe en nuestro entramado afectivo el sentimiento de la compasión (humanidad). El sentimiento compasivo induce a atenuar el sufrimiento de la persona doliente con cursos de acción personal, o, si el daño guarda genealogía social, insta a reclamar una intervención institucional. Creo que es factible agregar un tercer elemento extraído de la actual deriva política. Nuestra posible respuesta ante el dolor de una persona se puede trifurcar en indiferencia (mirar para otro lado), compasión (acompañar al doliente e incoar procesos para atenuar o clausurar su dolor) y aversión (hostigar al doliente para cronificar su dolor). 

En los últimos tiempos una ciudadanía aquejada de múltiples malestares ha elegido democráticamente a mandatarios cuyo rasgo distintivo es negar cualquier conato de compasión y ayuda hacia quienes se encuentran con vidas sepultadas bajo la mole de la pobreza y la imposibilidad estructural de salir de ella. Releen la pobreza como autoinfligida, consideran que las personas que la padecen se la han buscado por flaqueza moral, o no la ahuyentan por holgazanería, escasez de denuedo personal o perezoso ímpetu emprendedor (término recurrente en la jerigonza neoliberal). La ausencia de compasión en la derechización del mundo encuentra uno de sus motivos en que los decisores políticos y sus votantes juzgan que quienes padecen vidas vulnerabilizadas se las merecen porque no se han esforzado lo suficiente para sortearlas y disponer de otras. Replicando argumentos aporófobos, sopesan que los pobres son pobres porque no ponen empeño suficiente en dejar de serlo. Algún autor denomina esta situación como criminalización de la supervivencia básica de las personas. Se criminaliza a quienes aspiran a subsistir huyendo de la penuria y el horror. Se les estereotipa como únicos agentes responsables de su propia suerte, y no como víctimas de condicionantes políticos y socioeconómicos. 

Esta lectura (la miseria es merecida y por lo tanto «la justicia social es una aberración», como arengó hace unos meses a sus correligionarios una figura política mundial) alberga consecuencias terribles, y explica por qué se  adoptan decisiones que acarrean mucho dolor a quienes ya lo padecen en cantidades abrumadoras. Aurelio Arteta, uno de los mayores estudiosos de la compasión en nuestro país, evoca a Aristóteles para matizar en sus reflexiones sobre este sentimiento que «la compasión es el sentimiento moral de tristeza que nos embarga ante la desgracia inmerecida del otro». El inmerecimiento citado en la definición aristotélica es un aspecto central en el abordaje de la compasión. Nos conmueve el dolor ajeno cuando lo consideramos inmerecido, y nos volvemos más insensibles ante una situación dañosa que consideramos resultado merecido de decisiones desafortunadas, elecciones fáciles o simple concatenación de dejaciones. Sintetizando. Los seres humanos solemos compadecernos de las víctimas, pero no de quienes acusamos de responsables o directamente culpables.

Acaso desde la arena política no se sienten afectos conmiserativos, o su emergencia es muy exigua, además de por lo mencionado, porque se incumple la necesaria similitud de posibilidades. La compasión nos conduce hacia aquello doloroso que advertimos en el otro, pero que a la par lo reconocemos como propio en tanto que podría sucederle a nuestra persona, o a las personas que conforman nuestro círculo afectivo. Resulta un ejercicio muy sencillo fabular qué hubiera sido de nuestra vida en caso de haber nacido en circunstancias similares, y este malabar imaginativo pulsa la compasión. No se trata tan solo de ponerse en la piel del otro (como reza el título del  incisivo y estupendamente trenzado ensayo de la filósofa Belén Altuna, que va al núcleo mismo de la ética), sino que el otro nos haga visualizarnos en el caso de que algunos de sus condicionantes se hubieran dado en nuestro sino biográfico. Las desigualdades materiales estratosféricas atrofian la compasión porque disuaden la imaginación. Esta propensión es entendible en el nicho de las élites, pero no en los extractos sociales con rentas medias y bajas, que paradójicamente son quienes aplauden y ratifican en las urnas las iniciativas destinadas a desmantelar los resortes protectores del estado, a pesar de que esas mismas medidas acabarán socavando y empobreciendo sus propias vidas. En el luminoso ensayo Una filosofía del miedo, Bernard Castany Prado nos instruye con una ecuación muy sencilla pero muy indicativa: «a más miedo menos compasión». Y con su prosa cargada de expresividad añade: «Cuando el que es vulnerable se nos representa como una amenaza, no solo dejamos de verlo como un individuo que merece nuestra comprensión y ayuda, sino que lo único que deseamos es apartarnos de él, o apartarlo de nosotros». 


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martes, enero 21, 2025

Que en la vida haya planes de vida

Obra de Geoffrey John

Escucho en una entrevista radiofónica definir la libertad como «estar donde se quiere estar». Quien lea habitualmente las deliberaciones que comparto aquí todos los martes habrá comprobado que suelo mostrarme esquivo con la palabra «libertad», porque es un sustantivo muy desgastado y groseramente instrumentalizado como señuelo electoral. El abuso del mal uso de la palabra libertad la ha degradado hasta convertirla en el culmen para legitimar acciones maleducadas y pretextar un egoísmo incívico. Cuando se apela individualmente a ella desaparecen los intereses del resto de las personas y se eleva a derecho un deseo personal vaciado de responsabilidad ciudadana. Despierta perplejidad esta glorificación de una libertad que se puede condensar en el desafiante aserto «quién es nadie para decirme a mí qué es lo que puedo o lo que no puedo hacer». Desde hace unos pocos años esta idea de libertad lleva desplazándose de forma metonímica hacia el campo semántico de la anomia, la desregulación, la contracción del sector público, el autoritarismo pecuniario, la abolición de sistemas redistributivos con los que minar la desigualdad material, o con la demanda de políticas impositivas ultralaxas por parte de los tenedores de una riqueza exorbitante. A quienes postulan que ser libre es hacer lo que les plazca, y que limitar las acciones que patrocina el deseo es opresión, se les olvida que sus acciones comportan deberes con los demás porque tanto sus acciones como las nuestras confluyen en una misma intersección. Nos ponemos límites porque consideramos deseable compartir nuestra vida con otras vidas sin que suframos colisiones dolorosas. De no ser así la convivencia se antojaría quimérica. 

Frente al término libertad, me adhiero a la tradición de quienes emplean la palabra autonomía, la capacidad de una persona de darse leyes a sí misma con las que trazar su periplo biográfico. Es muy frecuente que se nos olvide que solo podemos ser autónomas en marcos de interdependencia. La interdependencia es toda situación en la que una persona no puede colmar sus propósitos de manera unilateral. Platón sostuvo que las ciudades emergieron porque las personas no se bastan a sí mismas. Si pensamos profundamente, es fácil adivinar que no hay ninguna situación en la que de forma directa o indirecta no requiramos el quintaesencial concurso de una miríada de multiagentes. La autarquía, la autosuficiencia y el solipsismo son narratividades muy seductoras sin correlación alguna en el mundo real. Hay que hacer una concienzuda dejación del pensamiento para atreverse a a afirmar que todo depende de uno mismo. 

Como el antónimo de la libertad es la necesidad, para que la libertad pueda desplegarse necesita entramados políticos en los que la necesidad sea fácilmente satisfecha. La necesidad es lo común a todas las personas en tanto entidades biológicas y afectivas, y por eso su cuidado debería elevarse a acción pública y política. Aumentamos la factibilidad de ser libres cuando maximizamos la fortaleza de lo común en donde nuestras necesidades más primarias pueden cubrirse muchísimo más fácilmente. La libertad estribaría en la creación política de contextos donde lo necesario se protege para que ninguna persona encuentre obturada la capacidad de elegir planes de vida para su vida. La humanidad se torna más civilizada y humana cuando pone su inventiva política en que la necesidad y la precariedad dejen de ser protagónicas en la vida de las personas para que esas mimas personas sean soberanas de una parte mayúscula de su tiempo y puedan acceder a vidas más significativas que las que convoca la mera supervivencia. Explicado con un ejemplo recurrente en la conversación pública. Libertad no es tomarse una cerveza cuando a una persona le dé la gana, sino que la convivencia esté políticamente vehiculada de tal modo que existan condiciones socioeconómicas para que cualquier persona pueda tomársela. 

En República de los cuidados, leo a la filósofa argentina Luciana Cadahia que «las personas no somos libres cuando nada ni nadie interfiere sobre nosotros, sino que, como nos ha enseñado el republicanismo, nos hacemos libres cuando no estamos atadas a vínculos de dependencia y sumisión».  No somos libres, nos hacemos libres cuando nos liberamos de aquello que coerce nuestra agencia, que por supuesto se asocia a condiciones materiales, pero también a nuestro mundo desiderativo  y ético. Como he reiterado en los párrafos anteriores, la libertad colectiva es la que genera contextos donde la necesidad se puede colmar para dar paso a la predilección personal, y la libertad personal es la capacidad de elegir acorde a nuestros propósitos, proyectos, o metas con los cuales cada persona imbuye de sentido y alegría su vida. Spinoza aseveró esto mismo pero de un modo mucho más hermoso. Se es libre cuando se pueden suprimir las pasiones tristes y sustituirlas por las pasiones alegres. Para un cometido tan hermoso se necesitan hábitats colectivos cuidadosos que favorezcan que cada cual rellene con sus preferencias el contenido de su alegría. La pura celebración de la autonomía. 


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martes, octubre 01, 2024

Tener alma es gobernarse por valores éticos

Obra de Eva Serrano 

Los valores éticos son las formas de tratar a las personas que consideramos más idóneas para convivir bien. Esta es la definición que esgrimí hace unos días para compartirla con niñas y niños de doce años a quienes pregunté qué son los valores éticos, y en cuyas respuestas comprobé dos especificidades tremendamente humanas. La primera es que aunque no sepamos verbalizar una idea (lógicamente las criaturas tienen un inventario lingüístico muy acotado), esta incapacidad definitoria no acarrea que desconozcamos en qué consiste la idea. La segunda es que en la esfera ética la acción va por delante de la cognición. Los valores éticos difieren de los valores personales en que estos nacen de predilecciones privadas, mientras aquellos son mancomunados y en el proceso de su elección se puede utilizar la historia de la humanidad como un banco de pruebas que ayude a discernirlos. Los valores personales aspiran a forjar contextos para que concurra la alegría, los valores éticos pretenden que se dé cita lo justo. Desglosemos algunas de estas formas adecuadas para optimizar ese destino irrevocable que es la convivencia. Enumero valores y dispositivos sentimentales que hemos categorizado como excelsos para crear condiciones generativas y ventanas de acceso a una vida buena para todas y todos. Empiezo por los que considero más preeminentes.

La amabilidad es una congregación de gestos con los que allanar la convivencia para hacerla apacible. La conducta resulta amable cuando entablamos una relación cordial con esa pequeña parte del mundo que es nuestro alrededor. La bondad es todo curso de acción que colabora a que el bienestar y el bienser puedan comparecer en la vida de los demás, y que cuando se adentra en el espacio político se traduce en justicia. La dignidad es el valor común que toda persona posee por el hecho de ser persona, al margen de la moralidad de sus acciones. El respeto es el cuidado de esa dignidad. El cuidado es una acción en la que ponemos nuestra atención al servicio de la otredad. La compasión es un afecto primero y una movilización después destinada a que el sufrimiento amaine en quienes son aquejados por él. El amor es el sentimiento que brota cuando ayudamos a que nuestras personas queridas aumenten sus posibilidades de ser merecedoras de vivir situaciones de alegría. La alegría es el afecto que indica que la vida da el asentimiento a que los propósitos se hagan realidad, y con su expansiva presencia nos informa de que vamos en la dirección en que la existencia merece ser celebrada. Cuando la vida concede derecho de admisión a los deseos, los sentimientos de apertura al otro germinan y crecen y las personas tienden a mostrarse más amables, lo que facilita la emergencia de gestos y afectos empeñados en que cada día sea algo parecido a la dicha que se acaba de vivir. Pero esta dicha no es privativa, al contrario, quienes la experimentan la anhelan para todas las personas, porque todas son valiosas, y como todo lo valioso es vulnerable, la vulnerabilidad nos obliga a mostrarles cuidado y consideración, que es cómo señalamos el valor positivo que demandamos para nuestra persona al asignárselo simultáneamente a todas, ideación que hemos sintetizado en la dignidad. He aquí la circularidad inagotable de los valores éticos.

La combinatoria de estas formas elegidas para la conducción de la vida la hemos denominado trato humano. En su último ensayo, La escuela del alma, Josep María Esquirol nos avanza que hay que «educar para que lo humano del humano florezca y fulgure para siempre».  Unas líneas más adelante compendia y revela algo que parece que se ha olvidado en los discursos de la plaza pública: «Todos somos educadores, porque nos orientamos unos a otros». Cuando el otro nos preocupa, fortalecemos el espacio transpersonal, las interacciones donde la vida se transfigura en vida humana. Hay trato humano allí donde ponemos interés en los intereses de los demás, allí donde personas diferentes a la nuestra sin embargo no nos resultan indiferentes. A mis alumnas y alumnos les recalco que ser un ser humano es una suerte, porque el ser humano aspira comportamentalmente a actuar bajo la égida de los valores éticos y humanos. De hecho, es sintomático y muy ilustrativo que a la persona que abroga esta aspiración la descalifiquemos como inhumana, o desalmada, aquella persona que carece de alma y por tanto desempeña acciones en las que daña a terceros sin que el sufrimiento que inflige le afecte o le interrumpa su imperturbabilidad. La explicitud del adjetivo desalmado, desalmada me parece sublime. Habla maravillas de lo que supone tener alma. 


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martes, mayo 07, 2024

La utilización del odio

Los clásicos sostenían que el odio une a los semejantes, mientras que el amor une a los diferentes. El odio cohesiona a quienes conforman un nosotros uniforme que se fortalece anatematizando al grupo de los otros. Maillard Chantal afirma que el odio es una forma de la voluntad, una forma de desear, definición que me resulta muy plausible. El odio es el sentimiento que nace de desear infligir un daño al otro, cuya manifestación más exacerbada sería su eliminación física. En la cultura política democrática, el empleo auxiliar del odio es muy tentador porque recluta adeptos sin necesidad de urdir discursos educados y sólidamente argumentados. Frecuentar la inquina política crea fans, que aplauden la marrullería como forma de hacer política, pero implica caer en la simpleza de los lugares comunes del pensamiento. Los tópicos conforman un paisaje yermo de ideas y de posibilidades, no aportan nada que no sean rastrojos discursivos al diálogo público, y por tanto empobrecen la calidad deliberativa de las democracias. El pluralismo sin el cual las democracias languidecen se daña cuando la política se reduce a la expresión descalificativa y al trazo grueso para contentar a los correligionarios.

En La política de las emociones, el politólogo Toni Aira sopesa los sentimientos más nucleares que se utilizan en el ámbito político. Cuando aborda el odio elige a Donald Trump como el más prominente representante de su instrumentalización e instigación para cosechar réditos electorales. Aira es taxativo:  «Algunos autores defienden que este odio puede servir para ganar las elecciones, pero no para gobernar. Coincido con ello, si se refieren a "gobernar" en clave de servicio y de trabajo constructivo para la ciudadanía, para una sociedad, para un país o para un conjunto de ellos. Difiero, en cambio, si por "gobernar" se entiende la ocupación del poder, porque eso, máxime en tiempos de campaña permanente, se puede hacer perfectamente y de forma efectiva con la generación calculada de odio y con una buena identificación de públicos a quienes dirigirlo». Desgraciadamente el trumpismo como forma de instalarse en la esfera política ya no es privativo de Trump. Sus émulos se propagan por doquier.

Si odiar es odiarse, es de una parvularia sencillez atizar el odio en una persona que alberga una vida cuajada de malestares. La filósofa y escritora alemana Carolin Emcke, en su muy recomendable ensayo Contra el odio, aporta una esclarecedora matización para entender por qué el odio prende tan fácilmente en los corazones de las sociedades desencantadas: «El odio es siempre difuso. Con exactitud no se odia bien. La precisión traería consigo la sutileza, la mirada o la escucha atentas; la precisión traería consigo esa diferenciación que reconoce a cada persona como un ser humano con todas sus características e inclinaciones diversas y contradictorias. Sin embargo, una vez limados los bordes y convertidos los individuos, como tales, en algo irreconocible, solo quedan unos colectivos desdibujados como receptores del odio, y entonces se difama, se desprecia, se grita y se alborota a discreción». He aquí la tétrada deshumanizadora que se repite en bucle a lo largo de la historia humana: ignorancia, dogmatismo, miedo, odio.

Una buena noticia entre tanto análisis desalentador. Daniel Innerarity sostiene que el hostigamiento verbal, los elevados índices de conflictividad, la hostilidad gestual, la teatralidad de las ofensas, la ridiculización, el lenguaje vehementemente bélico, la espectacularización del desprecio al adversario, ratifican la solidez de las instituciones. Que los actores políticos recurran a estas tácticas del odio demuestra la estabilidad democrática. En el ensayo La libertad democrática  teoriza que «quien se pasa el día insultando es un mal educado, pero no un violento que utilizará la fuerza para desbancar a sus oponentes». Y agrega: «vivimos en una época en la que hay mucho odio y poca violencia. Conviene no confundir ambas cosas. Este grado de hostilidad intensa que padecemos hoy en nuestras democracias no tiene nada que ver con la violencia armada organizada. El odio no es la antesala de la violencia, sino que puede estar sustituyéndola». Páginas después zanja el asunto: «la opinión pública de las democracias avanzadas se ha convertido en un reñidero donde el odio es compatible con la fortaleza institucional». 

Es sencillo establecer un paralelismo para añadir inteligibilidad a este escenario social. Igual que con las personas que queremos y que nos quieren nos permitimos barbaridades verbales a sabiendas que podrán ser enmendadas sin que la relación quiebre y fenezca, el ecosistema democrático transige con estas trifulcas poco edificantes porque la solidez flexible de las instituciones las absorbe sin consecuencias antidemocráticas. Esta especie de resiliencia institucional no obsta para que el debate público se autoexigiera impregnarse de maneras respetuosas en las que escuchar al otro sea considerado una virtud democrática, y no la concesión de una ventaja al enemigo que la lógica de la competición electoral tildaría de movimiento insensato. Innerarity lo explica maravillosamente bien: «El principal deber político consiste en resistir la facilidad con que confundimos nuestras preferencias ideológicas con una superioridad moral e interpretamos la discrepancia en términos de mala voluntad». Creo que más que un deber político debería elevarse a deber humano. Un principio básico para que el odio no asome con tanta simplicidad.

 
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