martes, noviembre 24, 2015

El fundamentalismo o el absentismo de la inteligencia



Pintura de Rene Magritte
No tengo dudas de que el lugar más peligroso de todo el planeta Tierra es el cerebro humano. Hace poco le leí a Carlos Castilla del Pino un consejo educativo. Decía, y cito de memoria, que debemos saber cómo temernos a nosotros mismos, porque de los otros a este respecto sabemos bastante más. En 1996 mi admirado Franco Battiato firmó una canción titulada Serial Killer, en la que entre guitarras rockeras y un ritmo endiablado hablaba en boca de un tipo aparentemente temible: «No quiero hacerte daño aunque lleve un cuchillo en la mano, o me veas este arma colgada y las bombas que penden de este vestido como ornamentos bizarros. No, no me tengas miedo aunque sujete un cuchillo en los dientes y mueva el fusil como emblema viril. No le tengas miedo a mi treinta y ocho que llevo aquí en el pecho. Debes tenerme miedo porque soy un hombre como tú». En el didáctico ensayo Violencia, la gran amenaza, su autor, el profesor David Huertas, esclarece varios términos habitualmente confusos para poder entender porque no estamos exentos de infligir daño a nuestros congéneres. Los seres humanos llevamos en nuestra dotación genética la pulsión arcaica de la agresividad. En un medio ambiente social salubre, esta agresividad pocas veces solidifica en una agresión física y mucho menos en violencia, una agresión desmesurada que se emancipa de su condición instrumental y sólo desea arrebatar la dignidad a la víctima, tiranizarla, humillarla, cosificarla. A pesar de que el instinto de agresión es un elemento atávico, en nuestras vidas el empleo de la fuerza o de la violencia (sobre todo la verbal y modal) o la amenaza de emplearlas suele estar inhibido por la educación, la cultura, los valores que armonizan la convivencia, por un buen uso de la inteligencia. Este último aspecto es nuclear. La inteligencia es tremendamente útil cuando se emplea bien, pero suele ser peligrosísima cuando se emplea mal, o cuando la información que se procesa en el orbe emocional llega a la toma de decisiones sin haber sido tamizada por el pensamiento crítico y ético. 

En La inteligencia fracasada José Antonio Marina disecciona los grandes fracasos cognitivos de la inteligencia, que utilizados aviesamente son inagotables abrevaderos del impulso destructivo. Ahí están los prejuicios (la selección de aquella información que corrobora el prejuicio y el ninguneo de aquella otra que lo cuestiona), la superstición (la supervivencia de una creencia rechazada por la ciencia pero que se blinda de cualquier objeción), los dogmatismos (creencias que van variando sin perder su quintaesencia para que los nuevos descubrimientos que aporta la realidad no las delate como un error y no activen una disonancia en el correligionario), el fanatismo (verdades absolutas invulnerables a la racionalidad, y que además traen adjuntadas una llamada a la acción, a combatir todo aquello que vaya en su contra). Y aquí aparece el fundamentalismo de genealogía religiosa, que se nutre de todos estos mecanismos de autodefensa e hipertrofia el absentismo de la inteligencia en la revisión de sus narrativas. El fundamentalismo es  la negación de toda evidencia que refute el estatismo de su creencia, pero encapsulado en sometimiento al que no se adhiera a ella. Aplica estrictamente la interpretación de un texto religioso a la vida social y castiga con el uso de la fuerza al que se oponga a ello. Su verdad de ascendencia privada se erige en verdad normativa. Del fundamentalismo al terrorismo hay una delgada línea, porque el que se cree en posesión de la verdad considera toda refutación una afrenta que hay que reparar. Y cuando uno se siente ferozmente oprobiado rara vez se conduce por la intelección y el análisis sosegado. Al contrario. Es un territorio feraz para el impulso agresivo, la ira, el odio, la violencia.

La erradicación del fanatismo como tropiezo de la inteligencia sólo se logra incidiendo en cómo utilizarla bien para que no vuelva a trastabillarse consigo misma. No se trata de mutar un credo religioso, sino de aceptar un marco de convivencia secular para la disparidad de creencias que pueden regular el interés privado pero no la urdimbre social. Cuando se produjo el atentado de las Torres Gemelas George Bush tuvo la discutible ocurrencia de pedir a los ciudadanos que salieran a comprar para demostrar normalidad. Tras los atentados de París  habría que pedir a los ciudadanos que en cualquier conversación acepten que su opinión y su creencia pueden ser refutadas sin que ni su persona se sienta humillada ni su argumento mancillado. Aquello que creemos muy evidente puede dejar de serlo si aparece una evidencia mejor. Ser tolerante no es respetar la opinión del otro, que puede ser muy poco respetable, es aceptar que la tuya puede ser refutada. Y aceptarlo sin sentirte ni atacado ni ofendido. Aceptarlo como única forma de progreso. De mejora. De protegerte del riesgo de creer en cualquier cosa.



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martes, noviembre 17, 2015

La exhumación de agravios



Obra de Brooke Shaden
Hace unos años inventé una expresión de la que me siento muy orgulloso. Di con ella para explicar uno de los peligros más frecuentes en la gestión de un conflicto. Se trata de «la exhumación de agravios». En el libro La educación es cosa de todos, incluido tú, expliqué su mecanismo tumoral: «Uno se enfada y de repente desentierra a paladas todos los agravios, la retahíla de comportamientos y actuaciones que le irritan del otro y que ha ido guardando pacientemente para la ocasión». ¿Por qué se desencadena esta tendencia, que casi es un tropismo? Muy sencillo. En todo conflicto aparecen las personas, los contratos psicológicos de la relación, su propio historial de fricciones y sus expectativas de resolución (todo conflicto solicita un cambio y quién debe desembolsar la cuantía de ese cambio). Los conflictos están mágicamente hibridados, y un conflicto originado por la carestía de recursos, o por la inhibición del que debe gestionarlo, o por la atribución de responsabilidades, o por la legitimidad, o por la información, puede provocar otros conflictos relacionados con los valores, la protección de la autoestima, la identidad, el poder, la equidad, la incompatibilidad personal, vectores a priori alejados del epicentro del conflicto original. Con toda esta marabunta de elementos en juego, cuando uno trae a colación un conflicto en mitad de un escenario hostil, con las emociones en temperatura de ebullición, la parte a la que se le asigna la causa del conflicto puede fácilmente señalar otros conflictos como medida de resistencia. Avivará los ánimos, se balcanizará la situación, hará una pira funeraria con todo lo que salga verbalizado por su boca, se entrará en un bucle mórbido en el que se repartan las autorías de conflictos hasta ese instante latentes. Dicho de otro modo. Cuando uno no sabe a qué agarrarse se agarra a cualquier cosa con tal de no asumir una conducta que no habla bien de él o que le exige reembolsar un precio. Es una conducta increíblemente habitual, un resorte que salta si se toca, parecido al de esas cajas que en su interior llevan un muñeco anclado a un muelle aplastado que brinca con fuerza nada más abrirse la tapa.

A veces se nos olvida lo evidente precisamente por serlo. Un conflicto siempre provoca la obstrucción de un interés, y ese revés hipertrofia la labilidad emocional. Tendemos a tener miedo, o a entristecernos o a enfadarnos, o a todo a la vez cuando algo o alguien obtura nuestros intereses. A pesar de la infinita casuística existente, yo no conozco ni un solo caso en el que la llegada de un conflicto provoque alegría. Cuando uno se enfada, o se adentra en gradaciones más elevadas como la ira, que es enfado huracanado, ningunea la intervención de la racionalidad y polariza el escenario de la fricción. La ira es una de las seis emociones básicas y su función adaptativa es revolvernos contra la contemplación de lo que creemos es una injusticia e intentar restaurar la equidad perdida. Pero la ira mal regulada es muy nociva: desprecia el análisis sosegado, execra el cálculo de pros y contras, se olvida de las consecuencias, elimina el trato considerado, flirtea peligrosamente con la pulsión de la agresividad, decreta el exilio de la inteligencia. Bajo la égida de la ira instrumentalizamos la escoria, la inmundicia, la podredumbre, exhumamos viejos agravios, todo aquello que creemos puede dañar al otro y simultáneamente defendernos a nosotros. Aquí conviene introducir un inciso que no es nada periférico. Para exhumar agravios previamente hay que saber con bastante precisión dónde se hallan enterrados. Me explicaré mejor. Que una de las partes en conflicto se dedique a almacenar agravios como quien apila palés y cajones es un predictor bastante fiable de la quebrada salud de esa relación. Hay otro sensor inequívoco. En un conflicto mal gestionado la palabra ayer (que no deja de ser otro ejercicio de exhumación) se pronuncia muchas más veces que la palabra mañana.



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viernes, noviembre 13, 2015

«No somos números»



Pintura de Keinyo White
En un programa de radio una mujer se quejaba públicamente esta mañana afirmando con tono entre indignado y lacrimógeno que «no somos números». El motivo de su desoladora objeción era que, a una semana de su realización, el Ministerio ha decidido suspender las oposiciones a enfermería a las que se presentaban veinte mil personas. La queja es muy legítima, pero la afirmación en la que se encarna no es del todo cierta. Me recuerda a un lema que cobró amplísima notoriedad en las manifestaciones del 15 M. Solía aparecer escrito en las pancartas más grandes y más protagonistas. El lema sentenciaba que «no somos mercancía en manos de políticos y banqueros». En una ocasión yo me atreví a comentar a sus portadores que la reflexión de la pancarta estaba mal redactada. Me miraron con cara de qué dices, y luego agregaron que no veían ningún error por ningún lado. «Sí, insistí, está mal escrita. Por desgracia somos lo que niega la frase de la pancarta, pero nos gustaría no serlo». Su arquitectura conceptual es idéntica a la de la queja de la oyente de la radio cuando protestaba al comprobar que las instituciones nos rebajan a meros guarismos. Ciertas decisiones de índole política nos tratan como si fuéramos insensibles números, pero nos encantaría que no fuera así. Ese noble deseo vincula con la ética. 

La ética es la única disciplina que no opera sobre la realidad existente, sino que la traspasa e imagina lo que nos gustaría que existiese. Genera ficciones para mejorarnos.  Otra anécdota. En plena gestión de la crisis económica en la que todas las medidas para suturarla infligían daño a los más desfavorecidos, un amigo mío hizo un montón de chapas para repartir entre sus conocidos con un lema maravilloso, pero de nuevo erróneo: «Mi dignidad no está en crisis». «Eso es lo que tú te crees»,  le espeté entre risas cuando me regaló una para que la pinchara en mi abrigo. «A ti te gustaría que no estuviera en crisis, lo que demuestra que sí lo está», concluí. Se trata de un estricto planteamiento ético porque se piensa en lo que debería ser fijándose en lo que es. En el caso concreto de la dignidad se intenta evitar que se destruyan aquellos valores que anhelamos poseer por el hecho de ser personas y porque creemos que su posesión adecenta la conducta de todos y favorece el lazo comunitario. Los grandes paradigmas contemporáneos poseen un envés peligrosísimo si no se subordinan a un marco ético. Sin la ética como marco orientador de las decisiones es muy fácil caer en el utilitarismo feroz, en la tecnología inhumana, en la tiranía política o en la democracia sin participación, en la usura de los mercados, en la cosificación del otro para satisfacer fines individuales. Si no recuerdo mal, fue a Victoria Camps a quien le leí que la ética consiste en eliminar la crueldad y ensanchar el nosotros. La ética trata de enaltecer nuestra condición de seres humanos que han decidido vivir en una comunidad reticular para desde ahí tomar las decisiones más convenientes para todos. Ese todos es irrenunciable. Es el que nos ha permitido dejar atrás a la jungla. Ninguna disciplina persigue un objetivo tan hermoso y loable.



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