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martes, enero 31, 2023

Las pistolas las disparan quienes las portan

Obra de David Kassan

Resulta curioso que tengamos asumido que la violencia engendra violencia, y sin embargo el debate sobre la tenencia de armas de fuego no suscite en algunos países la misma unanimidad. Para invitarles a emprender el esfuerzo de pensar críticamente en común, hace unos días les compartía a mis alumnas y alumnos la siguiente afirmación del gánster Al Capone: «Se consigue más con unas palabras bonitas y una pistola que solo con unas palabras bonitas». Esta aseveración es ideal para trazar las fronteras de la convicción y la imposición, el poder transformador de la educación discursiva en oposición al lenguaje de la fuerza siempre propenso a relaciones de dominio. Por enésima vez descubrí la dificultad que encontramos las personas para pensar socialmente los problemas que requieren soluciones colectivas. Tendemos a dar respuesta individual a asuntos de evidente genealogía política. Lo que propone Al Capone es lo mejor para él, pero es con mucha diferencia lo peor para todas, si todas las personas finalmente llevamos a cabo su prescripción. Entonces un alumno levantó la mano y me interpeló conduciendo la reflexión hacia otro lugar. «¿Estás en contra de llevar armas?». Debió de ver mi ademán de sorpresa, porque antes de contestarle me inquirió que, si estaba en contra, qué haría si alguien me apuntase con una pistola. El alumno pensaba individualmente sobre un problema social. Reflexionaba desde un yo atomizado desposeído de interacciones.

Casualmente días después de este episodio, el escritor Sergio del Molino abordó una idea muy aguda sobre las armas. Su tesis se anclaba en que en algunos momentos de la historia de España el número de víctimas fue exacerbado porque portar pistolas era lo corriente. La gente no es que estuviera más airada, sino que había naturalizado disponer de un trasto de hierro y a menudo lo utilizaba  para liquidar las controversias. De aquí se colige una obviedad: la violencia armada es bastante más violenta que la violencia sin armas. Quienes defienden el derecho a la venta y a la posesión de armas de fuego las presentan como un factor disolvente de la violencia en vez de como un factor atrayente. Las pistolas no disuaden del uso de la violencia, al contrario, lo inspiran y lo alientan. Es muy fácil cometer una torpeza atroz si la torpeza consiste en echar mano a la cintura para sacar una pistola. Cuanto más armada está una comunidad, mayor es el número de muertos que tiene que enterrar. En Filosofía en la calle, Eduardo Infante nos dice algo que conviene no olvidar. «Para realizar una buena acción necesitamos reflexionar sobre lo que debemos hacer y distinguir lo justo de lo injusto, en cambio, para realizar un mal solo hay que renunciar a pensar y obedecer ciegamente». Seguro que cuando el filósofo escribió estas líneas no pensaba en pistolas, pero su descripción explica muy bien lo que he querido argumentar.

Ayer escuché decir a Benjamín Netanyahu, primer ministro de Israel, que habría que llevar a la agenda política la posibilidad de proporcionar armas a los ciudadanos para protegerse de los ataques palestinos. En Estados Unidos se han desgranado argumentos similares después de horripilantes matanzas en colegios o en grandes superficies. Recuerdo en una delirante ocasión cómo un gobernador sostenía que los tiroteos en las aulas se acabarían si los profesores fueran armados. Contemplar un asesinato nos tiene que horrorizar primero y pensar en qué hemos errado como comunidad para que alguien actúe así, en vez de impulsarnos a la igualación con el asesino. El derecho a portar armas no le hace la vida más fácil a nadie, simplemente multiplica la posibilidad de encontrarse con la muerte de una manera más rápida. En conflictología se insiste en que en episodios de irascibilidad los seres humanos tendemos a responder con daño a quienes nos han hecho daño, solo que incrementando el volumen del daño recibido. Por supuesto que el destinatario del daño lo devolverá incrementándolo de nuevo. Hacer daño o conminar con hacerlo nos arroja a escenarios aciagos. Hay que aspirar a fundamentar la convivencia universal sobre valores ajenos a la amenaza de industrializar todavía más la violencia o convertirla en una herramienta de uso cotidiano. Cuanto más pacífica es una comunidad, más securitaria es su existencia. Los filósofos griegos descubrieron qué había que hacer para cimentar espacios compartidos bien avenidos. Condiciones de justicia en el exterior y buenos sentimientos en el interior. 

 

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martes, noviembre 24, 2020

Violencia es no poder decir no a algo injusto

Obra de Gabriel Schmitz

Mañana miércoles 25 de noviembre es el Día contra la Violencia de Género 2020. Sé que esta violencia alberga unas singularidades que he tratado de explicar en otros artículos, aunque siempre que se habla de violencia inevitablemente pienso en la palabra elección. La violencia vincula con elegir, y elegir es el verbo que fija sentido al sustantivo voluntad. Tener voluntad es tener la facultad de decidir y articular la conducta según nuestro criterio y nuestro mundo valorativo. Leyendo estos días el  esclarecedor ensayo Pandemocracia, del filósofo político Daniel Innerarity, me encuentro con una reflexión sobre la libertad que resulta muy útil para entender los dinamismos tanto explícitos como soterrados de la violencia: «La propia libertad de elegir está condicionada por el hecho de que nadie tenga el poder de hacer imposible esa capacidad». Detentar esa capacidad de amputar la elección a un ser humano es la quintaesencia de la violencia. En la lectura del libro de Javier López Alós Crítica de la razón precaria (Premio de Ensayo Catarata, 2019), me encontré en su momento con una sucinta definición de precariedad que ayuda a comprender lo que ahora estoy intentado explicar: «la precariedad es aquella condición vital que cancela la posibilidad de negarse a algo. Visto así, precario es quien no puede decir que no». Si alguien no puede decir que no es porque en la ecuación existe otro actor que propone a sabiendas algo injusto, y lo oferta porque sabe que su receptor tendrá que aceptarlo irremediablemente porque fuera de esa propuesta no dispone de nada mejor a lo que acogerse. Es fácil utilizar un argumento similar para definir la violencia: «Violencia es no poder decir no». Este enunciado resulta atractivo por su brevedad, aunque le falta un matiz que enlaza con la ponderación anterior: «Violencia es no poder decir no a algo injusto».

En la violencia la propuesta que no se puede declinar no es una propuesta cualquiera, sino algún tipo de proposición que se aprovecha de la precariedad del destinatario, de alguna de sus debilidades, de su dependencia económica, de su ignorancia hermenéutica, de su desesperación, de la amenaza de sufrir daño, o del miedo a ser introducido en escenarios todavía peores que en los que se encuentra. Traficar con la iniquidad, con el perjuicio ajeno, con su sufrimiento, con las lógicas del  amedrentamiento, es connatural a la violencia. Hace ya unos cuantos años tuve que definir violencia para unos manuales de un curso universitario. Mi definición se propuso abarcar todas las violencias, tanto las sibilinas y subterráneas como las más palmarias y flagrantes: «Violencia es todo acto encaminado a doblegar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo con el fin de perjudicarlo». El violento detenta poder, aunque se trata de una noción de poder en su magnitud más envilecida. Posee la capacidad de modificar la conducta de su víctima, pero no la voluntad. Por eso la contraviene y actúa sin su consentimiento. 

Octavio Paz susurró que la libertad consiste en el sublime instante en que hay que elegir entre dos monosílabos, sí o no. Este enunciado tan hermoso se puede invertir para entender qué es la violencia. Cuando no se puede elegir, o decantarse por el no conlleva ser deportado a la periferia de los mínimos, la cruda intemperie o la exclusión, entonces no hay libertad. El antónimo de la libertad es la necesidad (en la necesidad se cancela la elección, porque lo necesario no se elige), y aprovecharse o mercantilizar esa necesidad con propuestas que supuran iniquidad, dominación, explotación, opresión, alienación, es violencia. Inconmensurables cantidades de violencia. El ser humano se consideró a sí mismo dotado de dignidad porque percibió que poseía autonomía, se podía dar leyes con la que regir el devenir de su vida, podía decidir, optar, escoger, deliberar. Cuando estos verbos desaparecen de la cartografía léxica de un ser humano, el ser humano es menos ser humano porque se suspende su capacidad autodeterminadora. Está más cerca de un objeto que de un sujeto. He aquí la violencia. La abolición de la volición.

 

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viernes, noviembre 25, 2016

Violencia, hablemos de ti



Obra de Duarte Vitoria
Hace unos años tuve que definir el término violencia para unos manuales universitarios. Quería que la definición abarcara globalmente las diferentes ramificaciones de la violencia, que fuera útil para describir con exactitud la totalidad subyugante de la violencia física, la verbal, la modal y la estructural. La tarea no era sencilla porque cada prototipo de violencia posee un paquete de singularidades que dificultan la homogeneidad. Recuerdo que un compañero con el que formaba la dupla para la redacción de los textos me invalidó unas cuantas fórmulas. Siempre nos topábamos con alguna excepción, alguna rendija que hacia que la definición se agrietara por algún lado. Hasta que un día di con la descripción infrangible. Todavía recuerdo la alegría que nos entró cuando agarré uno de mis innumerables cuadernos de apuntes y la leí en voz alta. La testamos con todas las salvedades y excepciones que presenta la enorme casuística y la definición resistió todos los embates. La definición susurra que «violencia es toda acción encaminada a doblegar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo». Justo mañana sábado participo en unas Jornadas Nacionales de Mediación hablando del diálogo. Para cerrar el círculo de la definición de violencia añadiré que el diálogo es el ecosistema en el que la palabra educada y pacífica se despliega sobre sí misma ante la presencia de otras palabras con el fin de que dos o más personas puedan llegar a entenderse. El diálogo es el triunfo de la bondad y la inteligencia sobre la fuerza.

Hoy, 25 de noviembre, se celebra el Día contra la violencia de género, una violencia machista que como todas las violencias correlaciona con lo más sombrío del poder. Poder y violencia van de la mano. Nadie utiliza la violencia si no es con afanes instrumentales de poder, incluidos los sádicos. Poder es lograr que una persona se desplace de un punto A a un punto B que beneficia mis intereses.  A veces la persona no desea realizar ese desplazamiento, y entonces se esgrime la fuerza para conseguirlo, que es la manifestación de que uno tiene poco poder sobre esa persona. Quien detenta genuino poder no necesita emplear la tecnología primitiva  y rudimentaria de la coacción física. La violencia machista no surge porque la mujer no se pliegue a las demandas del hombre, surge porque el hombre no respeta las decisiones de la mujer. No hay mayor acto de amor que respetar sin fisuras las decisiones de nuestra pareja aunque perjudiquen nuestros intereses. Cualquier acción que vulnere este principio es un predictor de la carencia de verdadero amor, y probablemente la prueba inequívoca de que lo que sí existe es mucho amor propio, uno de los manantiales más exuberantes de la violencia. Cuando se sabotea la decisión adoptada por el otro, cuando se ningunean sus razones, cuando socarronamente se subestiman con hechos o se relativizan con una risa sardónica los intereses del otro, cuando se amenaza, cuando no se admite que nuestros argumentos puedan ser refutados, cuando uno anticipa que da igual lo que le vayan a decir porque no piensa cambiar de opinión, cuando se grita, cuando se pronuncian palabras destinadas a desangrar la autoestima, cuando se anhela saquear la dignidad, hay violencia. Mucha violencia, aunque no se utilice el arcaísmo de la fuerza.



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martes, noviembre 24, 2015

El fundamentalismo o el absentismo de la inteligencia



Pintura de Rene Magritte
No tengo dudas de que el lugar más peligroso de todo el planeta Tierra es el cerebro humano. Hace poco le leí a Carlos Castilla del Pino un consejo educativo. Decía, y cito de memoria, que debemos saber cómo temernos a nosotros mismos, porque de los otros a este respecto sabemos bastante más. En 1996 mi admirado Franco Battiato firmó una canción titulada Serial Killer, en la que entre guitarras rockeras y un ritmo endiablado hablaba en boca de un tipo aparentemente temible: «No quiero hacerte daño aunque lleve un cuchillo en la mano, o me veas este arma colgada y las bombas que penden de este vestido como ornamentos bizarros. No, no me tengas miedo aunque sujete un cuchillo en los dientes y mueva el fusil como emblema viril. No le tengas miedo a mi treinta y ocho que llevo aquí en el pecho. Debes tenerme miedo porque soy un hombre como tú». En el didáctico ensayo Violencia, la gran amenaza, su autor, el profesor David Huertas, esclarece varios términos habitualmente confusos para poder entender porque no estamos exentos de infligir daño a nuestros congéneres. Los seres humanos llevamos en nuestra dotación genética la pulsión arcaica de la agresividad. En un medio ambiente social salubre, esta agresividad pocas veces solidifica en una agresión física y mucho menos en violencia, una agresión desmesurada que se emancipa de su condición instrumental y sólo desea arrebatar la dignidad a la víctima, tiranizarla, humillarla, cosificarla. A pesar de que el instinto de agresión es un elemento atávico, en nuestras vidas el empleo de la fuerza o de la violencia (sobre todo la verbal y modal) o la amenaza de emplearlas suele estar inhibido por la educación, la cultura, los valores que armonizan la convivencia, por un buen uso de la inteligencia. Este último aspecto es nuclear. La inteligencia es tremendamente útil cuando se emplea bien, pero suele ser peligrosísima cuando se emplea mal, o cuando la información que se procesa en el orbe emocional llega a la toma de decisiones sin haber sido tamizada por el pensamiento crítico y ético. 

En La inteligencia fracasada José Antonio Marina disecciona los grandes fracasos cognitivos de la inteligencia, que utilizados aviesamente son inagotables abrevaderos del impulso destructivo. Ahí están los prejuicios (la selección de aquella información que corrobora el prejuicio y el ninguneo de aquella otra que lo cuestiona), la superstición (la supervivencia de una creencia rechazada por la ciencia pero que se blinda de cualquier objeción), los dogmatismos (creencias que van variando sin perder su quintaesencia para que los nuevos descubrimientos que aporta la realidad no las delate como un error y no activen una disonancia en el correligionario), el fanatismo (verdades absolutas invulnerables a la racionalidad, y que además traen adjuntadas una llamada a la acción, a combatir todo aquello que vaya en su contra). Y aquí aparece el fundamentalismo de genealogía religiosa, que se nutre de todos estos mecanismos de autodefensa e hipertrofia el absentismo de la inteligencia en la revisión de sus narrativas. El fundamentalismo es  la negación de toda evidencia que refute el estatismo de su creencia, pero encapsulado en sometimiento al que no se adhiera a ella. Aplica estrictamente la interpretación de un texto religioso a la vida social y castiga con el uso de la fuerza al que se oponga a ello. Su verdad de ascendencia privada se erige en verdad normativa. Del fundamentalismo al terrorismo hay una delgada línea, porque el que se cree en posesión de la verdad considera toda refutación una afrenta que hay que reparar. Y cuando uno se siente ferozmente oprobiado rara vez se conduce por la intelección y el análisis sosegado. Al contrario. Es un territorio feraz para el impulso agresivo, la ira, el odio, la violencia.

La erradicación del fanatismo como tropiezo de la inteligencia sólo se logra incidiendo en cómo utilizarla bien para que no vuelva a trastabillarse consigo misma. No se trata de mutar un credo religioso, sino de aceptar un marco de convivencia secular para la disparidad de creencias que pueden regular el interés privado pero no la urdimbre social. Cuando se produjo el atentado de las Torres Gemelas George Bush tuvo la discutible ocurrencia de pedir a los ciudadanos que salieran a comprar para demostrar normalidad. Tras los atentados de París  habría que pedir a los ciudadanos que en cualquier conversación acepten que su opinión y su creencia pueden ser refutadas sin que ni su persona se sienta humillada ni su argumento mancillado. Aquello que creemos muy evidente puede dejar de serlo si aparece una evidencia mejor. Ser tolerante no es respetar la opinión del otro, que puede ser muy poco respetable, es aceptar que la tuya puede ser refutada. Y aceptarlo sin sentirte ni atacado ni ofendido. Aceptarlo como única forma de progreso. De mejora. De protegerte del riesgo de creer en cualquier cosa.



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