martes, septiembre 06, 2016

«Rehacer la vida»



Obra de Jack Vettriano
Una de las formas más usuales y más sorprendentes de promocionar el amor es fijando nuestra atención en la depreciación a la que nos conduciría su dolorosa ausencia. No se apela a su efecto multiplicador, sino al cataclismo al que nos arrojaría su pérdida. Cuando aquí empleo la palabra amor la ubico exclusivamente en el binomio sentimental de las parejas, y me refiero a ella semánticamente como un alambicado sistema de motivaciones que trae anexado un copioso repertorio de sentimientos y deseos. A mí me gusta señalar que para evitar relatos muy vaporosos y confusamente etéreos, en vez de decir te quiero es más esclarecedor puntualizar qué quieres hacer conmigo, que es una manera de concretar la cascada de deseos que convoca el amor y rotular con más precisión los nexos de feliz interdependencia que entreteje este complejo sistema. Helen Fisher, la antropóloga del amor, infería la génesis de estos laberintos en su ensayo  Por qué amamos y la remachaba en Anatomía del amor. Aducía que la volubilidad del amor es una estratagema de la naturaleza que opera en los circuitos cerebrales para segregar dimensiones como la atracción sexual, el apego y el amor romántico. El extravío afectivo, normalmente acompañado de incompatibilidades, ocurre cuando uno ignora en cuál de estos vectores se encuentra, o los mezcla con personas distintas que a su vez le demandan dimensiones que no convergen con las suyas. Un buen quebradero de cabeza.

Aclarado este aspecto volvamos al principio, a esa inercia que nos impele a releer el amor romántico, según la terminología de Helen Ficher, desde la devastación que supondría ser rechazado y que la pareja como estructura se desintegre. En uno de los últimos cursos que impartí antes de la llegada del verano realicé una dinámica muy sencilla, pero muy elocuente. El curso trataba sobre la ontología del lenguaje y la práctica consistía en darle una orientación positiva a la expresión «sin ti no soy nada». Los participantes encontraban sudorosas dificultades para virar este lugar común hacia horizontes mucho más amables en los que quien lo pronuncia salga bien parado, y no hecho un guiñapo. Era gente de mediana edad en su mayoría casada y con hijos. Entre risas un poco nerviosas uno escribió «sin ti nada tiene sentido» y otro garabateó que «si me faltas, me muero». Les repetí que se trataba de voltear la frase y reescribirla en sentido positivo. Para que lo vieran claro tuve que ponerles un ejemplo, la frase que inventé hace años para un libro en el que refutaba tópicos, y que desde hace tiempo es mi estado de wassap: «Contigo soy más», o  «juntos somos más que tú y yo por separado». Sólo así logré que su atención se anclara en lo positivo, que pudieran releer la suerte de compartir con otra singularidad como la nuestra un mismo sistema de motivaciones desde la expansión y no desde la hecatombe afectiva. El siempre incisivo Alex Grijelmo comentaba en uno de sus ensayos sobre el uso de las palabras cómo en muchas ocasiones lo vocablos llegan inyectados de inocentes prejuicios altamente corrosivos. Normal que el ensayo se titulara Palabras de doble filo. Las palabras parecen graciosas capsulas sonoras exentas de tangibilidad, pero emboscadas en ellas habita la realidad y nuestra manera de interpretarla.

Recuerdo varias de esas palabras que cita Grijelmo y que vinculan con lo que yo estoy narrando aquí. Cuando una famosa divorciada inició una nueva relación, un programa televisivo etiquetó la buena nueva del siguiente modo: «un atractivo mexicano de 47 años le ha devuelto la sonrisa». Para informar de casos similares, en el que alguien vuelve a tener pareja, se suele emplear la expresión «rehacer la vida». «Tras su fracaso matrimonial el cantante ha rehecho su vida con una modelo». La aparentemente inocente expresión indica que la ausencia de compañía sentimental es sinónimo de tener la vida destrozada, o un impedimento para embutir plenitud a la vida, o un entreacto en el que indefectiblemente desaparece la sonrisa y por tanto también la felicidad. Es como si quien no tiene pareja no pudiera sonreír, no pudiera sentirse plenificado, no tuviera una vida perfectamente hecha y cuajada de sentido. También se deja entrever que el dolor de una ruptura sólo se puede cauterizar con el advenimiento de una nueva pareja. Normal que cuando uno siente que se resquebraja la relación suplique persuasivamente su continuidad porque «sin ti no soy nada». Aunque en su libro Amor o depender, su autor Walter Riso instiga la peligrosa confusión entre dependencia afectiva y apego, sí aporta clarividencia cuando matiza que en el diptongo amoroso una cosa es el lazo afectivo y otra cosa es ahorcarse con él. Esta diferencia cualitativa es crítica para entender que somos seres desvalidos sin la presencia zigzagueante de los demás en nuestras vidas, pero no somos mitades que sufren desvalimiento si no hallan esa literaria otra mitad que el relato imperante y unidemensional considera imprescindible para cerrar perfectamente el círculo. Nuestra instalación afectiva en el mundo no depende de tener o no tener pareja. Somos seres abiertos que podemos ampliar nuestras posibilidades, amplificarnos con la degustación del otro y con la construcción de proyectos afectivos compartidos. Ya somos, pero podemos ser más todavía. Eso sí, siempre que el amor sea un sistema de motivación y no de jibarización. Entonces estaríamos hablando de otra cosa, aunque desgraciadamente muchos aún no lo saben.

viernes, julio 15, 2016

Cerrado por vacaciones

Gracias por visitar el Espacio Suma No Cero. Este lugar dedicado al estudio de la inteligencia social permanecerá cerrado por vacaciones desde hoy viernes 15 de julio hasta el próximo mes de septiembre. Se podrá acceder a la lectura de cualquiera de los textos editados hasta la fecha, pero no se publicará ningún artículo nuevo. Esperamos verte por aquí en el inicio del curso académico.

jueves, julio 14, 2016

Lo más útil es lo inútil

Obra de Didier Lourenço

Hace un par de años se hizo muy popular un pequeño ensayo titulado La utilidad de lo inútil. Su autor era el italiano Nuccio Ordine. Se trataba de un opúsculo destinado a alabar las fustigadas Humanidades, a ensalzar aquellos saberes que nos pueden abrillantar porque nos evalúan y nos narran, nos prescriben ideas, nos hacen imaginar escenarios más benévolos que en los que estamos instalados para pelearlos e intentar implantarlos en la realidad, nos cuentan quién es la persona que se oculta en las palpitaciones de nuestras sienes, o en las sienes de las personas que hormiguean a nuestro alrededor, y, lo más relevante con mucha diferencia, nos estimulan a sentir compasión, el sentimiento más nuclear para el proceso de humanización. Resumiendo. Las Humanidades son para Nuccio Ordine todos los saberes que nos hacen mejores.

El dogmatismo monetario preceptúa que lo útil es todo aquello que se puede convertir en mercancía para generar transacciones económicas. Catalogamos como útil «todo lo que nos acerca a un vínculo práctico y comercial... lo consagrado al incremento de producción». Dicho más llanamente. Útil es toda cosmovisión en la que la acumulación de riqueza material se yergue en rector teleólogico de todos los círculos que componen la experiencia de vivir, reducida en ampliar cuota de mercado y extender los márgenes de beneficio. Por contraposición, lo inútil sería toda actividad que no produce un beneficio netamente crematístico. Todo lo que el neolenguaje de los promotores económicos, y en fatídica colusión también el de los promotores políticos, predican como útil es trivial para la tarea de mejorarnos como personas interdependientes inscritas en una urdimbre social. Una de las consecuencias más deletéreas es que el conocimiento se ha empequeñecido drásticamente a mera competencia laboral, usurpándole su esencia de instrumento para aprender a sentir. Aunque suene herético, a sentir también se aprende, como escribí hace unas semanas, para luego verter ese conocimiento en dos actividades insoslayables y coaligadas para cualquier persona: vivir y convivir. Si la sana metabolización del conocimiento debería convertirse en una herramienta para dirigir el comportamiento, el saber contemporáneo, exacerbadamente técnico, se transforma en un medio destinado a convertir a la persona en recurso humano, un efectivo para la productividad económica, una cosa que ha de aprender a saber venderse para aumentar su empleabilidad. El propio autor de La utilidad de lo inútil aclaraba en sus páginas que «el exclusivo interés económico mata la memoria del pasado, las disciplinas humanísticas, las lenguas clásicas, la enseñanza, la investigación, el arte, el pensamiento crítico y el horizonte civil, que debería inspirar toda actividad humana». Es una tergiversación del conocimiento expulsado de fines relacionados con los ideales humanos y jibarizado a mera herramienta venal.

El conocimiento bien fagocitado y bien empleado ofrece horizontes muchísimo más enriquecedores. Nos urge para la producción de sentido vital como especie en un mundo plagado de medios técnicos. Aristóteles defendía que la filosofía no servía para nada porque no aportaba ningún hallazgo instrumental, no era medio de algo, sino un fin en sí mismo, el pináculo más elevado al que puede aspirar el saber como quehacer dinámico. De ahí que no sirva para nada o, lo que es lo mismo, sirva para todo, puesto que la filosofía, como epítome de las Humanidades, es una tarea intelectiva que reflexiona en torno a nosotros mismos. Dicho de un modo más bonito: el pensamiento más cenital es pensar sobre el ser que en ese momento está pensando, y cómo orquesta sus interacciones con los demás, esos seres que también piensan sobre el ser que son. El conocimiento sirve para saber qué es lo que uno necesita no saber, para saber que no se sabe y por tanto exigirse tener que seguir aprendiendo. Sirve para procesar críticamente la información y combatir la credulidad, para en una disensión abrazar la evidencia mejor construida pero interrumpirla y abandonarla en el supuesto de hallar otra más sólida. Sirve para que nadie te use, para que nadie te subyugue, para medir bien dónde empieza y dónde termina la aprobación social y dónde la personal, para distinguir entre la persona que eres y el trabajo que tienes, para comprender que nuestros sentimientos son construcciones que se pueden articular cognitivamente, para aprender a anticipar lo que no existe para hacerlo existir, a convertir la realidad en materia prima de tus proyectos, a liberarnos del miedo y del dogmatismo, a comprender y sentir que todos formamos parte de la aventura de humanizarnos y que esa vida en común requiere una ética de mínimos que allane la vida compartida y a su lado una ética de máximos respetuosa con las elecciones personales. 

El conocimiento sirve para muchas cosas, pero la más relevante de todas la he dejado para el final. Se da la paradoja de que todo lo inútil, prosiguiendo con la jerga que empareja la inutilidad con el conocimiento de fines, es lo que saca más filo a nuestra autonomía, es decir, a nuestra capacidad de poder elegir, valorar, discernir, decantarse, optar, seleccionar. Como el hombre es un ser que siempre decide lo que es (rotunda definición de Victor Frankl esparcida en las páginas de El hombre en busca de sentido), no hay nada más importante para cualquiera de nosotros que elegir lo más idóneamente posible. Saber elegir es la tarea más relevante de todas las tareas con que la vida nos confronta antes de deportarnos del reino de los vivos, y saber elegir bien es la herramienta más útil de todas. Y a elegir bien se aprende gracias a todo lo que ahora el mundo tecnificado moteja de inútil.




Artículos relacionados:
Breve elogio de las Humanidades.
Sentir bien.
¿Una persona mal educada o educada mal?