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Obra de Mary Jane Ansell |
Ayer 22 de noviembre se celebró el Día de la Música. Quería haber escrito
un artículo para celebrarlo, pero como tuve que viajar durante todo el día
decidí festejarlo escuchando una muchedumbre de discos previamente
seleccionados que amenizaran la conducción que me llevaría a atravesar medio
país. La música es el arte con mayor capacidad e instantaneidad para inducir
sentimientos. Cuando le concedemos atención, la música todo lo que toca lo
eleva apresuradamente a experiencia afectiva, a emotividad, a interpelar de
algún modo a ese otro yo que vive acurrucado en nuestro yo y nos dona
narraciones y deconstrucciones de nuestra instalación en el mundo. Es algo que
me maravilla cuanta más reflexividad dedico a su análisis. Genealógicamente la
música es ruido que se arranca a dialogar con el silencio y los tiempos. Se
organiza con el fin de extraer un sonido estructurado que zarandee, punce,
pacifique o transporte al oyente. Ese sonido combinado en melodía, armonía y
ritmo se gesta en un instrumento o en un conjunto de instrumentos de los que
salta y huye para en una trashumancia aérea dirigirse a nuestros tímpanos y
metamorfosearse en significación y afectación. Dependiendo del sonido
alumbrado, y en función del tipo de composición, esa música que relampaguea a
través del sentido del oído suscita un amplio espectro de disposiciones
sentimentales, elucubraciones, ficciones, remembranzas e ideas en nuestro
entramado afectivo. He aquí la magia de este flujo sonoro, extensible a
otras artes a través de otros sentidos aunque no con la misma pujanza.
La sensibilidad estética es fundamental para la sensibilidad ética.
Wittgenstein afirmaba que estética y ética son lo mismo porque no se dicen, se
muestran, pero son dos planos disímiles (la una tiende a la belleza y la otra a
lo bueno en el comportamiento, aunque esta última también puede connotarse como
belleza en la conducta, lo que convierte a ambas en yuxtapuestas). La
vinculación entre ambas sensibilidades se suele refutar citando como
contraejemplo arquetípico el hemoclismo nazi, cómo fue posible que los mismos
que se extasiaban escuchando a Wagner horas después no se inmutaran gaseando y
cremando a seres humanos en cantidades ingentes y a un ritmo fabril. La
respuesta es que a veces ambas sensibilidades se disocian puesto que operan en
estratos diferentes, aunque si se fortalecen ambas, ambas se retroalimentan. La
sensibilidad estética encuentra en la belleza el gozo máximo. Desde que lo leí
en mi adolescencia, todavía puedo citar el veredicto de Baudelaire en sus
magnéticos Pequeños poemas en prosa: «El estudio de la belleza es un duelo
en que el artista da gritos de terror antes de caer vencido». El goce de la
contemplación de la belleza y su adosada experiencia estética se rebelan contra
las dimensiones de la funcionalidad y el consumo que sin embargo presiden
mayoritariamente la praxis humana. La belleza no vale para nada porque es un
valor en sí mismo. Que haya cosas que no sirvan para nada significa simple y
desdramatizadamente que son inservibles para realizar las acciones que hemos
categorizado como útiles. Esta radical escisión con lo operativo conduce a la
belleza a otros enclaves. Su naturaleza improductiva se enajena de las
tribulaciones materiales y de las necesidades orgánicas.
La belleza es un valor en sí mismo, del mismo modo que es un valor en sí
mismo el ser humano. En un ecosistema tecnocientífico sobresaturado de medios,
padecemos cierta ceguera para divisar fines. Kant elevó al ser humano al
estatuto de fin y así lo formuló en una de las variantes de su imperativo
categórico. Entablar amistad con la belleza permite encariñarse con aquello que
es un fin en sí mismo, hábito encomiable para familiarizarnos con los fines y
por tanto con un trato con nuestros congéneres alejado de la instrumentalidad.
He aquí el engarce umbilical entre ética y estética. Resulta imposible no citar
en este punto el perspicaz opúsculo de Nuccio Ordine La utilidad de lo
inútil. Lo útil en el mundo de la técnica y el mercado es aquello que
se puede convertir en mercancía para complacer el afán de lucro. Ni la
experiencia de la belleza, ni del arte, ni de la música se pueden suministrar
en operaciones mercantiles. Son experiencias minusvaloradas por el
simplificador dogma económico y su monopolización del concepto de lo útil. Es
cierto que los fines estéticos no sirven para nada asociado a la cuenta de
resultados y a una conceptuación funcional de la vida. Sirven para gozar, para
embriagarnos del sentimiento de lo bello, para el desprendimiento del yo y su
disolución en la totalidad inabarcable del misterio de existir, para convertir
en liviano lo grávido, para granjear amor con el conocimiento y el
sentir. La música como sonoridad acendrada y planificada nos coge de la
mano y nos lleva a lugares que no aparecen cartografiados en ningún mapa,
sitios que sin embargo producen sentido a nuestras acciones. Con veinticuatro
horas de retraso, feliz Día de la Música.