miércoles, marzo 29, 2017

El problema es la persona y la persona es el problema



Obra de Michaele del Campo
A mí me gusta refutar que un volumen elevado de conflictos no emerge por un déficit de comunicación, sino más bien por una tenaz carestía de comprensión. Parece lo mismo, pero no lo es. No comprender al otro, o no ser comprendido por él, introduce a sus protagonistas en una zona de desacuerdo o de altas tasas de incomprensión recíproca, que es la que comporta la solidificación del conflicto. Cuando en los años setenta Roger Fischer y William Ury se propusieron encontrar el método más eficaz para que los seres humanos resolviéramos nuestras diferencias de una manera aseada y mutuamente satisfactoria, esgrimieron cuatro grandes principios. El primero era el aparentemente irrefragable de «separar a las personas del problema». Esta propuesta ha gozado de enorme notoriedad en las disciplinas relacionadas con la articulación del conflicto, pero desde visiones holísticas la escisión  que prescribe es irrealizable. El problema es la persona y la persona es el problema, y no podemos segregarlos o trocearlos sin que estemos viciando el análisis o desoyendo el palpitar integral de la vida. Esta imposibilidad parece una mala noticia, pero no lo es. En el muy bien hilado y profundo ensayo Inteligencia relacional y negociación, de los profesores chilenos Jaime García y Carlos Canhueza, ambos de la universidad Adolfo Ibáñez, realizaban también este giro copernicano con respecto a lo postulado por el celebérrimo método de Harvard: «El problema no tiene existencia independiente de las personas que tienen el problema».  En su argumentación citaban permanentemente las tesis de Humberto Maturana.

La comprensión del otro se tergiversa y complica sobremanera por una razón muy cristalina. Las valoraciones que hacemos de la interrelación tienen que ver con nosotros, no con la quintaesencia de la interrelación. Dicho de un modo kantiano: vemos lo que somos, es decir, valoramos lo que se desata en el espacio intersubjetivo desde el prisma axiológico con el que nos construimos interiormente. Los conflictólogos afirman que los conflictos no tratan sólo de resolver un problema, sino de que aprendamos a compatibilizar la discrepancia, a entender al otro con el que de repente he de conciliar una divergencia, a utilizar el advenimiento de la disensión para comprendernos los unos a los otros, o para indagarse uno así mismo en el marco vertiginosamente didáctico de la obturación de un interés (en la adversidad es donde podemos conocer de verdad a alguien, incluidos nosotros mismos). En mis clases siempre defiendo que todo curso de acción que emprende una persona se origina por una motivación, que incluso esa persona puede llegar a ignorar o cuyo epicentro no sepa concretar. La comprensión reside en hallar esa motivación primigenia y seminal que ha provocado una divergencia. Seguro que ese impulso ahora enigmático vincula con necesidades biológicas, con conectividades sociales, con movimientos sentimentales, o con un ramillete de contratos psicológicos que hacen que toda persona sea exactamente la que ahora está siendo. He aquí la imposibilidad de escindir el problema de la persona, o la persona del problema. Son inescindibles porque son la misma cosa.

La mayoría de los conflictos nacen porque no comprendemos bien a la contraparte, no disponemos de información suficiente para entender por qué hace lo que hace, no somos capaces de sentir lo que ella puede sentir, no logramos instalarnos en el mundo como está instalada ella para actuar de esa manera determinada.  Ocurre que cuando alguien obstruye nuestros deseos nos enfadamos o nos amedrentamos, y secuestrados por ambos sentimientos caemos en la inercia de hallar inmediatos culpables que restauren el equilibrio perdido, o aminoren el desasosiego, o alejen el miedo. Recuerdo que Giorgio Nardone comentaba en un opúsculo que «quien se coloca como víctima construye a sus verdugos». Sólo hay una tecnología para poder aproximarnos al otro eludiendo el tropismo de victimizarnos o de culpabilizar:  a través de la bondad y de la inteligencia intrínsecas al diálogo. He escrito dialogar y no hablar, porque hablando la gente puede entenderse, o no, pero dialogando sí, porque en su sentido prístino el deseo de entenderse es la premisa fundacional del diálogo, de ahí su relación con la bondad y la concordia. Recuerdo haberle leído a Eduard Vinyamata en su monumental ensayo Conflictología que «los conflictos ni se resuelven ni se gestionan, sino que son transformados». Esta transformación ocurre exclusivamente en el interior de cada uno de nosotros. Seré más preciso. Esta transformación se concreta en la modificación de la conversación que mantenemos con nosotros mismos relatándonos a cada instante lo que nos ocurre a cada minuto. Acabo de compartir mi definición del alma humana. Es ahí, y no en ninguna otra parte, donde la discrepancia se disuelve o se calcifica. Lo uno o lo otro depende de nuestra comprensión. Y la comprensión es subsidiaria de la reflexión y la deseabilidad de comprender, que a su vez son prestatarias de la bondad. Acabamos de alcanzar la cúspide de la inteligencia humana.



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martes, marzo 21, 2017

No hay nada más excitante que la tranquilidad



Obra de Alyssa Monks
Cada vez que alguien me habla de extraer el  palpitante jugo de la vida exprimiendo los días, le recuerdo que no hay nada más excitante que la tranquilidad. La reflexión no es mía, es de mi mejor amigo. La compartió conmigo hace unas semanas cuando le explicaba que basta un pequeño contratiempo deshabituándonos de nuestros quehaceres para que anhelemos el equilibrio perdido, el sosiego inadvertido de las jornadas exentas de contrariedades. Conviene no confundir este anhelo de tranquilidad con el conformismo acrítico ni con la momificación de la vida. El bienestar psíquico y la petrificación vital son cosas muy distintas, aunque existe un discurso alimentado de clichés que lo confunde todo aparatosamente y genera un increíble surtido de paralogismos con gran aceptación en el imaginario social. La tranquilidad opera en nuestra vida como un factor higiénico, es decir, sólo la apreciamos en su ausencia y la negligimos en su presencia. Resulta curioso comprobar cómo lo más relevante de la existencia funciona de un modo similar, lo que corrobora que nuestra inteligencia no es tan inteligente como creemos. Basta con que nos atropelle un contratiempo, nos arponee una adversidad, se nos averíe alguna parte del cuerpo, nos duela algún punto del alma, aumenten las tasas de imprevisibilidad, o algo o alguien oblitere alguno de nuestros intereses, para que la devaluada tranquilidad cobre centralidad en los análisis de nuestra recepción en el mundo. Esa tranquilidad arrebatada se erige en el nuevo Edén al que queremos regresar tras la inesperada expulsión.

De repente nos asedia la intranquilidad, la incapacidad para colocar la atención allí donde lo desee nuestra voluntad. El desasosiego nos despoja de soberanía, nos convierte en rehenes de una atención de la que dejamos de ser los legítimos dueños. Cuando la atención se emancipa de nuestra capacidad volitiva suele apresurarse hacia los lugares gobernados por la tristeza y el miedo, rodea cualquier sitio donde podría abastecernos de alegría y bálsamo. El agobio se lleva muy mal con la serenidad, con esa lenificante paz del alma que los filósofos griegos denominaron ataraxia. Debemos vivir con mucha escasez de ataraxia y de tranquilidad cuando proliferan tantos libros de autoayuda metamorfoseados en analgésicos para las úlceras del alma. Cada vez ocupa más espacio en los estantes de las librerías una farmacopea bibliográfica de la autorrealización. En las redes sociales aparecen con una omnipresencia escandalosa eslóganes prescritos para conjurar esos embates de la realidad que nos interrumpen una vida tranquila. El actual Premio Nacional de Ensayo, José María Esquirol, vindica en su ensayo La resistencia íntima las virtudes de la vida cotidiana que es donde se remansa la tranquilidad. Es difícil advertir lo virtuoso de una vida tranquila porque los postulados socioeconómicos conjuran contra ella. La alienación es necesaria para la perpetuación de la lógica turbocapitalista que beligera contra una vida más lenta, más sosegada, más reflexiva, más atenta a hacer valoraciones de gran angular para discenir el sentido de lo que hacemos y de lo que no hacemos.

Estos días en los que la gente me felicita por mi nuevo libro La razón también tiene sentimientos. El entramado afectivo en el quehacer diario (ver) y muy amablemente me desea éxito con él, le recuerdo que no hay mayor éxito que haber dispuesto durante un lapso de tiempo bastante amplio de un contexto de recogimiento para escribir un ensayo así en un mundo que torpedea la existencia de este tipo de contextos en la vida de las personas. La gran Rosa Montero en su artículo de este domingo vindicaba el silencio y la quietud como condición de una vida menos vertiginosa y más llena de paz. La celeridad, impuesta desde un mal entendido utilitarismo por la sobrecarga de tareas subordinadas al punto seminal de optimizar las cuentas de resultados, impide la afloración de sanas experiencias afectivas porque guarda una contrapartida venenosa para la interacción humana. Los vectores sentimentales requieren de la pausa y la repetición para echar raíces, para la creación de vínculos fértiles, para encontrarnos con el otro y degustarnos pausadamente mientras entretejemos lazos comunitarios (que son lo que nos van a ayudar y los que nos van a cuidar cuando la realidad tarde o temprano malogre nuestra instalación en el mundo). La velocidad y el hábito son antitéticos, y sin hábito no hay estimulación de memoria, y sin memoria no hay producción de vínculo. Sin vínculos sólidos no puede aflorar la tranquilidad. El mundo líquido cartografíado por Zygmunt Bauman, o la sociedad del riesgo por Ulrich Beck, son el mundo de la intranquilidad de que todo se pauperiza y todo acuerdo queda relegado hasta un próximo acuerdo mientras sumergen la vida en la inconsistencia y la incerteza. Todo queda expuesto a una precariedad que agregar a la consustancial al hecho mismo de vivir, que ya de por sí es pura precariedad. Difícil vivir tranquilos en un mundo que no quiere a nadie tranquilo. E incluso estigmatiza a quien se atreve a intentar estarlo y serlo.



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