martes, julio 08, 2025

LLamar a las personas por su nombre

Obra de Edward Gordon

Para evitar la tergiversación, el malentendido o la vaguedad solemos invitar a llamar a las cosas por su nombre. Lo mismo ocurre con las personas para evitar la deshumanización, la cosificación y la abstracción. Llamar a las personas por su nombre tiene un hondo impacto en la interacción que mantenemos con ellas. En El poder de la amabilidad, el neurólogo Jonathan Benito explica que «cuando una persona nos llama por nuestro nombre se activan mecanismos cerebrales de máxima importancia e impacto para nuestro cerebro. (...) De manera inmediata, se activan regiones de la corteza prefrontal medial, que son áreas asociadas, entre otras cosas, con nuestra propia identidad. La activación de estas regiones consigue incrementar muchísimo la atención». Cuando comparto clases, según piso el aula el primer día solicito a las alumnas y alumnos que escriban su nombre en un folio y lo coloquen visiblemente en la mesa. Les puntualizo que pongan aquel con el que les gustaría que les llamase. Hay algo alquímico en comprobar cómo reaccionan cuando me dirijo a su persona, cómo su frecuente desatención se reconvierte en inmediata concentración con tan solo enunciar la palabra en la que se resume su subjetividad. El nombre ejerce un poder sobre la atención que al instante se focaliza en quien lo ha pronunciado. 

Al dirigirnos a las personas por su nombre estamos tejiendo lazos correlacionados con el reconocimiento, la consideración, el aprecio, la cordialidad, la deferencia, con todo lo más relevante de la vida cuando esa vida tiene cubiertas las necesidades básicas para su mantenimiento material. Nombrar a una persona es decirle te valoro como la singularidad que eres. En ese preciso instante se impugnan los mecanismos de la deshumanización y se celebran sus opuestos, acometer la creación de vínculo, festejar la vecindad humana, afirmar la individualidad y dar crédito a la historia propia de la que toda persona es acreedora. En las tribus arcaicas se acostumbraba a no poner nombre a las criaturas antes de nacer. Como la mortalidad infantil era muy elevada, había que esperar hasta que la vida de la criatura no corriera peligro. El motivo era simple, pero funcional. Si la criatura tenía nombre, el dolor si luego moría era más intenso y longevo. También lo era el tiempo que requería el olvido para ejecutar su labor de borrado. El nombre permitía que la criatura pasara de ser nadie a ser alguien, disolvía todo lo abstracto para definirse y concretarse. El nombre le atribuía entidad real. 

Nombrar a alguien es señalar que no nos es indiferente, puesto que su nombre lo diferencia de todas las demás personas. Como vivimos bajo el anhelo de querer ser sujetos, que se dirijan a nuestra persona por nuestro nombre es una forma de recordarnos que somos ese sujeto que suspiramos ser. Somos seres lingüísticos que requerimos del concurso del lenguaje para configurarnos en el ser que somos. Las personas dejan de ser borrosas cuando podemos referirnos a ellas con un nombre que les confiere univocidad. Nombrarlas propicia una afectación identitaria, les despoja de la anónima condición de masa y las convierte en una corporeidad con agencia y capacidad autodeterminadora. En Humano, más humano, Josep Maria Esquirol describe la magia de este proceso con su habitual belleza: «Lo que verdaderamente nos interpela no es una categoría gramatical, sino el hecho de que alguien, en tanto que alguien, merezca nombre. Así pues, el nombre es solo la pista que apunta hacia lo que verdaderamente importa: la profundidad de lo humano». Es fascinante comprobar cómo lo inagotable de nuestra singularidad se acota a un nombre, cómo ese nombre vertebra las discontinuidades del existir que luego narrativamente hilamos y cohesionamos en un relato llamado biografía. Nuestro nombre es la casa levantada con materiales lingüísticos en la que descansa nuestra mismidad.  Aquí radica el ejercicio de dignidad que involucra llamar a las personas por su nombre. En un mundo donde el anonimato, el estereotipo y la deshumanización acechan por doquier, a través del nombre propio se reconoce el valor inherente del que esa persona es titular por el hecho extraordinario de ser una persona. 

  
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martes, julio 01, 2025

Diálogo, cooperación y responsabilidad

Cada persona es una subjetividad irremplazable, una mirada sobre el mundo, una posición desde la cual las cosas se ven y se escrutan de manera distinta a como las ve y las relee cualquier otra persona. Quienquiera que sea esa persona es una persona única e incanjeable por un sinfín de dimensiones, entre las cuales destaca el hecho de que ocupa una posición singular en el mundo y por ello diferente a todas las demás posiciones que tienen todas las demás personas. Cuando decimos que no hay dos personas iguales en el planeta Tierra no solo nos referimos a disparidades físicas, sino a las diferencias que se establecen en los contenidos cognitivos, afectivos y desiderativos que granularizan a una persona. Nietzsche nos dejó dicho que no existen los hechos, existen las interpretaciones, pero no es exactamente así. Existen los hechos que se pueden demostrar, y existen las opiniones sobre esos hechos, que se deben argumentar. Siempre que opinamos sobre cualquier hecho lo hacemos desde la posición en la que se ubica nuestra persona. Somos presa del posicionamiento de nuestra subjetividad que no podemos eludir. Cuando intercambiamos pareceres resulta patente esta cautividad, que sin embargo tendemos a subestimar, o a hacer un caso casi omiso. Kant escribió que vemos lo que somos, apotegma que se puede parafrasear conviniendo que vemos aquello que nuestra posición nos permite ver. A esta obviedad habría que añadir que, además de lo que vemos, no vemos nada de todos los puntos ciegos consustanciales a esa misma posición.   

Sabiendo todo esto, ¿por qué nos abrazamos tenazmente a nuestros argumentos en vez de entablar diálogos que nos cojan de la mano y nos lleven a otras ideas y a otras visiones que puedan enriquecer con angulares impensados los argumentos de los que partíamos?  Creo que uno de los motivos de esta especie de cerrazón discursiva radica en que empleamos la palabra diálogo en vano. Hay un uso inflacionario de la palabra diálogo para nombrar prácticas que no mantienen parentesco alguno con él. El significante se mantiene intacto (diálogo), pero su significado troca sustantivamente. Teorizamos que dialogar es debatir y asumimos al instante la índole agonal de todo debate. Debatir proviene del prefijo de, que señala el movimiento de arriba abajo, y battuere, golpear. Debatir es golpear los argumentos del adversario o del oponente con el propósito de fracturarlos. En esta racionalidad estratégica los participantes se anclan en el descompromiso por lo mutuo. Ocurre algo análogo con discutir. Su origen léxico es dis, separar, y quatere, sacudir. Discutir es sacudir con argumentos a las personas que defienden otros argumentos con el fin de separarnos de ellas. Sin embargo, en el diálogo no hay oponentes ni adversarios, hay cooperantes. Dialogar no es golpear argumentos, no es sacudir para separarse, es ponerlos en disposición de encontrar una razón común. En cualquier diálogo participan como mínimo dos personas, así que dialogar es una empresa cooperativa destinada a la capacitación del aparataje discursivo de quienes dejan que sus pensamientos se toquen mientras se exponen. 

La actividad dialogal es además una disposición bondadosa a mostrar cuidado por el juzgar y entender a la otredad que, en tanto que indefectiblemente mira el mundo desde la singularidad de su posición, verá inevitablemente las cosas de una manera también singular. Conceptualizo como bondad discursiva a esta inclinación afectiva sin la cual el diálogo no puede emerger. Esta bondad discursiva desaprueba por completo el uso de la mala educación para divergir o impugnar razones que entran en conflicto, el irrespeto ante una opinión disconforme, o esa tendencia tan perniciosa para la conversación en el espacio democrático de moralizar como mala persona a quien no comparte nuestras ideas. El disenso en cualquier interlocución no es mala voluntad, es buena salud discursiva, y se erige en el gozne con el que las democracias abren la puerta a la diversidad y a la polifonía de voces. Dialogar no es solo elegir entre unos argumentos y sus réplicas, es sobre todo deliberar en torno a qué sería bueno elegir y dirimir por qué, tener el deber epistémico de explicar la opción elegida y asumir la responsabilidad que conlleva el uso público de tomar la palabra y hacernos voz controvertida y aumentativa a la vez. Dialogar es matizar (más aún en un mundo en que los matices mueren yugulados por maximalismos y clichés), puntualizar, apostillar, rebatir, asentir, dudar, afirmar, y hacerlo de un modo que no está predeterminado. Cuando deliberamos no sabemos de antemano qué nos van a decir las personas interlocutoras, pero nuestra persona tampoco sabe a priori cómo y qué va a responder, o qué argumentos desgranará, puesto que depende de cuál sea el contenido y la deriva de la palabra puesta en circulación. Dialogar es adentrarse en la aventura de escuchar lo que no sabemos que nos van a compartir hasta que no lo escuchamos. La imprevisibilidad de no conocer con antelación lo que nos van a decir hace que ignoremos qué vamos a contestar. He aquí la condición viva de la palabra que circula entre quienes la habitan al pronunciarla. Una palabra que performa y transforma.


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