martes, mayo 14, 2024

Opinión, hecho y derecho a opinar

Obra de William La Chace

Hace unos días trataba de explicar a niñas y niños de doce años la diferencia entre una opinión y un hecho. Me parece medular abordar estos asuntos en el aula a edades tempranas, porque provoca desaliento constatar cómo en el espacio cívico prolifera ciudadanía que no acota ambas dimensiones al exponer su parecer. Esta indistinción perjudica y encalla notablemente la conversación pública, pero también las relaciones interpersonales. A mis pequeñas alumnas y alumnos les repito que cada vez que expongan su voz públicamente procuren pasar por el tamiz reflexivo lo que van a decir para que quienes les atienden no se vean obligados al bochorno de escuchar opiniones sin ningún fundamento. Este deber personal requiere cuidado y consideración por lo que se ha decidido manifestar, pero también por la inteligencia que deberíamos presuponer siempre a las personas con quienes lo compartimos. Uno de los tropiezos más usuales que se producen en el régimen discursivo radica en convertir una opinión en un hecho. El otro es su inverso. Utilizar un hecho (sobre todo en diálogos muy agonales) para vindicar que la opinión mostrada es una entidad verificable. Vamos a desentrañar estos hábitos deletéreos y el deterioro discursivo que acarrean.

Una opinión es un punto de vista personal sobre un aspecto. Ortega y Gasset escribió que cada persona es una perspectiva del universo, un aserto que sintetiza con belleza y audacia lo que supone esgrimir valoraciones sobre cualquier cuestión. Por el contrario, un hecho es algo que acontece o ha acontecido y que se puede demostrar. Si alguien informa de un hecho, o se lo imputa a un tercero, ha de avenirse al deber de presentar las pruebas que confirman que el hecho es cierto. Es muy sencillo demostrar y documentar hechos probados, lo que parece que resulta en extremo difícil es no caer en la tentación de aliñarlos de opinión. Ocurre que la mayoría de las veces nuestras conversaciones no señalan hechos, sino sus interpretaciones, que no es otra cosa que la opinión que mantenemos sobre ellos. Las opiniones no se pueden demostrar, aunque sí se pueden y se deben argumentar. Paradójicamente ocurre que tendemos a pedir demostración a quien comparte una opinión, cayendo en un profundo principio de contradicción y, si la persona que opina no ve la aporía en la que se le ha confinado discursivamente, la conversación devendrá bizantina y agotadoramente infinita. Aquí radica el éxito de muchas tertulias deportivas (y por extensión también políticas, literarias, artísticas, musicales). En ellas se demandan juicios demostrativos a quienes simplemente han compartido su punto de vista y por tanto solo pueden presentar juicios deliberativos. Esta es la fuente de muchos diálogos absurdos.                                

Pero aquí no termina el embrollo, simplemente acaba de empezar. Existe un tercer vector cuyas fronteras se deberían delimitar con claridad para evitar  la peligrosa depauperización de las ideas. Hay que separar con nitidez el derecho a opinar del contenido de la opinión cuando se ejerce ese derecho. No es lesivo mostrar divergencia, pero puede ser muy dañino negar el derecho a expresarla. Conviene agregar que el derecho a opinar comporta el deber de consentir que pueda ser replicada sin que nadie se victimice por ello. En infinidad de ocasiones se escuchan en el ágora afirmaciones tan desatinadas como «es mi opinión y tengo el derecho a que se respete», «respeto tanto tu opinión como el derecho a opinar», «no comparto lo que dices, pero lo respeto», o la que suele desbaratar cualquier conversación que aspire a instaurar un ápice de racionalidad: «yo tengo mis razones y tú tienes las tuyas, y si respeto las tuyas, respeta tú las mías». La pedagogía del diálogo nos precave que son dislates discursivos que convendría reemplazar por enunciaciones congruentes. Propongo algunas.  «Es mi opinión, pero puesto que he hecho un uso público de ella, tienes derecho a rebatirla si no la compartes». «Respeto que opines al margen de que luego me adhiera o no a lo que contenga tu opinión».  «No comparto lo que dices, pero me parece fundamental que el derecho te ampare para que puedas decirlo».  «Efectivamente tú tienes tus razones y yo tengo las mías, pero las cuestionamos en común no para optar por las tuyas o las mías, sino para que merced al diálogo nos procuremos recíprocamente unas mejores».

 
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martes, mayo 07, 2024

La utilización del odio

Los clásicos sostenían que el odio une a los semejantes, mientras que el amor une a los diferentes. El odio cohesiona a quienes conforman un nosotros uniforme que se fortalece anatematizando al grupo de los otros. Maillard Chantal afirma que el odio es una forma de la voluntad, una forma de desear, definición que me resulta muy plausible. El odio es el sentimiento que nace de desear infligir un daño al otro, cuya manifestación más exacerbada sería su eliminación física. En la cultura política democrática, el empleo auxiliar del odio es muy tentador porque recluta adeptos sin necesidad de urdir discursos educados y sólidamente argumentados. Frecuentar la inquina política crea fans, que aplauden la marrullería como forma de hacer política, pero implica caer en la simpleza de los lugares comunes del pensamiento. Los tópicos conforman un paisaje yermo de ideas y de posibilidades, no aportan nada que no sean rastrojos discursivos al diálogo público, y por tanto empobrecen la calidad deliberativa de las democracias. El pluralismo sin el cual las democracias languidecen se daña cuando la política se reduce a la expresión descalificativa y al trazo grueso para contentar a los correligionarios.

En La política de las emociones, el politólogo Toni Aira sopesa los sentimientos más nucleares que se utilizan en el ámbito político. Cuando aborda el odio elige a Donald Trump como el más prominente representante de su instrumentalización e instigación para cosechar réditos electorales. Aira es taxativo:  «Algunos autores defienden que este odio puede servir para ganar las elecciones, pero no para gobernar. Coincido con ello, si se refieren a "gobernar" en clave de servicio y de trabajo constructivo para la ciudadanía, para una sociedad, para un país o para un conjunto de ellos. Difiero, en cambio, si por "gobernar" se entiende la ocupación del poder, porque eso, máxime en tiempos de campaña permanente, se puede hacer perfectamente y de forma efectiva con la generación calculada de odio y con una buena identificación de públicos a quienes dirigirlo». Desgraciadamente el trumpismo como forma de instalarse en la esfera política ya no es privativo de Trump. Sus émulos se propagan por doquier.

Si odiar es odiarse, es de una parvularia sencillez atizar el odio en una persona que alberga una vida cuajada de malestares. La filósofa y escritora alemana Carolin Emcke, en su muy recomendable ensayo Contra el odio, aporta una esclarecedora matización para entender por qué el odio prende tan fácilmente en los corazones de las sociedades desencantadas: «El odio es siempre difuso. Con exactitud no se odia bien. La precisión traería consigo la sutileza, la mirada o la escucha atentas; la precisión traería consigo esa diferenciación que reconoce a cada persona como un ser humano con todas sus características e inclinaciones diversas y contradictorias. Sin embargo, una vez limados los bordes y convertidos los individuos, como tales, en algo irreconocible, solo quedan unos colectivos desdibujados como receptores del odio, y entonces se difama, se desprecia, se grita y se alborota a discreción». He aquí el tridente deshumanizador que se repite en bucle a lo largo de la historia humana: ignorancia, miedo, odio. 

Una buena noticia entre tanto análisis desalentador. Daniel Innerarity sostiene que el hostigamiento verbal, los elevados índices de conflictividad, la hostilidad gestual, la teatralidad de las ofensas, la ridiculización, el lenguaje vehementemente bélico, la espectacularización del desprecio al adversario, ratifican la solidez de las instituciones. Que los actores políticos recurran a estas tácticas del odio demuestra la estabilidad democrática. En el ensayo La libertad democrática  teoriza que «quien se pasa el día insultando es un mal educado, pero no un violento que utilizará la fuerza para desbancar a sus oponentes». Y agrega: «vivimos en una época en la que hay mucho odio y poca violencia. Conviene no confundir ambas cosas. Este grado de hostilidad intensa que padecemos hoy en nuestras democracias no tiene nada que ver con la violencia armada organizada. El odio no es la antesala de la violencia, sino que puede estar sustituyéndola». Páginas después zanja el asunto: «la opinión pública de las democracias avanzadas se ha convertido en un reñidero donde el odio es compatible con la fortaleza institucional». 

Es sencillo establecer un paralelismo para añadir inteligibilidad a este escenario social. Igual que con las personas que queremos y que nos quieren nos permitimos barbaridades verbales a sabiendas que podrán ser enmendadas sin que la relación quiebre y fenezca, el ecosistema democrático transige con estas trifulcas poco edificantes porque la solidez flexible de las instituciones las absorbe sin consecuencias antidemocráticas. Esta especie de resiliencia institucional no obsta para que el debate público se autoexigiera impregnarse de maneras respetuosas en las que escuchar al otro sea considerado una virtud democrática, y no la concesión de una ventaja al enemigo que la lógica de la competición electoral tildaría de movimiento insensato. Innerarity lo explica maravillosamente bien: «El principal deber político consiste en resistir la facilidad con que confundimos nuestras preferencias ideológicas con una superioridad moral e interpretamos la discrepancia en términos de mala voluntad». Creo que más que un deber político debería elevarse a deber humano. Un principio básico para que el odio no asome con tanta simplicidad.

 
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