Obra de Marcos Beccari |
Schiller escribió que el amor y el hambre dirigen el mundo. El hambre nos puede convertir en un competidor feroz en la sabana social, y por eso los Derechos Humanos buscan proteger a cualquier ser humano de la penuria que le subyugaría a la necesidad (y de paso proteger al resto), pero el anhelo de amor avala el deseo de encontrarnos con el otro. El amor testifica la socialidad. En su ensayo La vida en común, Tzvetan Todorov aclara que donde Schiller utiliza la palabra amor como una de las dos grandes palancas motivadoras de las acciones humanas, Rousseau habla de consideración, Hegel de reconocimiento y Adam Smith de atención. En el ensayo La razón también tiene sentimientos hablo de afecto, o de cariño, palabra adherente con la que me siento muy cómodo aunque viva desterrada del vocabulario académico y científico. Defino el cariño como el nexo afectivo que anuda a dos personas que sienten una afinidad y una aprobación recíprocas que los conecta con lo mejor de sí mismas para atenderse y cuidarse, y que en su cénit llamamos amor. Todo el carrusel de actividades que jalonan una biografía persigue que nuestra existencia sea importante para alguien, y a ser posible que ese alguien sea igualmente importante para nosotras y nosotros. Que el cariño nos protagonice.
Uno de mis mejores amigos comenta frecuentemente que existen dos tipos de personas en el mundo. Unas son aquellas que prefieren ser admiradas a queridas, las otras son las que dan preferencia a ser queridas en detrimento de ser admiradas. Cuando mi amigo habla de admiración sospecho que se refiere a reconocimiento, término que en el lenguaje coloquial propendemos a utilizar erróneamente como sinónimo de consideración. La consideración se funda en tratar al otro con el valor positivo y el amor que toda persona solicita para sí misma. En la consideración no hay ningún tipo de evaluación ni escrutinio del comportamiento. Tenemos en consideración a una persona porque respetamos su dignidad, el valor común que todo ser humano posee por el hecho de serlo. Sin embargo, el reconocimiento opera en otra esfera. Es la aprobación de las decisiones que desembocan en el comportamiento del agente con capacidad de elección. La diferencia entre consideración y reconocimiento refrenda la distinción entre la dignidad como valor común y la dignidad como conducta. Cuando el refranero apunta que «nadie es mejor que nadie» se refiere a la primera acepción de dignidad. Ninguna persona posee más dignidad que otra porque todas somos seres humanos y por tanto semejantes. Cuando decimos que alguien se ha comportado indignamente nos referimos a la segunda acepción. El comportamiento indigno ocurre cuando se quebrantan normas éticas que consideramos basilares para la convivencia.
En Identidad el politólogo estadounidense Francis Fukuyama sostiene que «reconocer valor igual en todos significa no reconocer el valor de las personas que en realidad son superiores en algún sentido». Estoy en absoluto desacuerdo con esta afirmación que abre la puerta al elitismo y al onanismo de clase. Somos idénticos en nuestra filiación a la humanidad, lo que nos hace acreedores de dignidad, pero somos muy disímiles en la diversidad de nuestras subjetividades y en el pluralismo de nuestras decisiones, lo que nos permite a cada una y cada uno ser únicos e incanjeables. Aunque la supuesta superioridad que cita Fukuyama se predica «en algún sentido», suele ser dominante utilizar como criterio de evaluación aquello en lo que uno se sabe bien provisto. El amigo citado más arriba denomina a este hecho como la dictadura de lo propio. Elegimos como filtro evaluador aquello en lo que nos sabemos fuertes. Es la tesis que defiende Sandel en La tiranía del mérito. Las élites eligen como meritorio, y lo convierten en discurso hegemónico y en sentido común, aquello que es de fácil acceso para ellas, pero que está vetado para una gran mayoría, que de este modo se hace merecedora de ocupar las estratificaciones sociales más bajas y peor retribuidas. La neoliberal empresarialización de la vida y la primacía de la identidad laboral frente a todas las demás identidades hacen que consideración, reconocimiento, respeto, prestigio, influencia, estatus, etc., estén vinculados al valor de uso de una persona en el mercado, a su capacidad para la extracción de beneficio económico. Sin embargo, basta con que un imponderable disloque nuestra vida, averíe nuestro cuerpo, sancione como absurdo el sentido conferido a nuestros días, para que reordenemos y resemanticemos prioridades. Y que en la abismal soledad de nuestros soliloquios más íntimos pensemos en la riqueza de pertenecer al segundo de los dos tipos de personas que frecuentemente señala mi amigo.
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